LA MEDALLA MILAGROSA (1831 p.c.)
Desde el momento en que
el mundo católico tuvo noticias de las apariciones de la Inmaculada Concepción
a la hermana de la caridad, Catalina Labouré, en 1831, pero sobre todo, desde
que las investigaciones canónicas dieron autenticidad a esas visiones, la
devoción por la Medalla Milagrosa, acuñada de acuerdo con las expresas
indicaciones de la Santísima Virgen, se extendió por todas partes con la
rapidez del rayo, fue reconocida por la Santa Sede y se transformó en la
segunda de las dos medallas (la otra es la medalla-cruz de San Benito) oficialmente autorizadas y reconocidas por la
Iglesia, y es la única insignia que tiene su festividad litúrgica propia, en la
fecha de hoy.
Catalina Labouré, ingresó al convento de las
Hermanas de la Caridad de San Vicente de Paul en 1830 y, al año siguiente, tuvo
una serie de visiones de la Santísima Virgen. En una de ellas, la Inmaculada
Concepción se le apareció en la forma de una imagen, de pie sobre una esfera,
despidiendo rayos de sus manos extendidas y rodeada por este lema: “¡Oh, María, concebida sin pecado, rogad por nosotros que
recurrimos a Vos!”. En un momento dado, la
imagen se dio vuelta y por el anverso se pudo ver una gran “M” con el signo de la cruz encima y dos corazones
debajo, uno, ceñido por una corona de espinas y el otro, atravesado por una
espada. Al mismo tiempo, la bienaventurada Catalina escuchó una voz que le
ordenaba acuñar una medalla con aquella imagen y aquellos signos.
El confesor de la hermana Catalina, el P. M.
Aladel, creyó conveniente informar sobre las visiones a las altas autoridades
eclesiásticas y, en 1836, el arzobispo de París inició la investigación
canónica de las mismas, que resultó en la declaración oficial sobre su
autenticidad. Pero ya para entonces, la Medalla, grabada según las indicaciones
de la hermana Catalina y con la aprobación de sus superiores, circulaba
profusamente entre los fieles.
A su
gran difusión contribuyó poderosamente el relato de las apariciones que publicó
en 1834 el propio P. Aladel, con el título de “Historia
del origen y los efectos de la Medalla Milagrosa”, pero, muy particularmente, se propagó la
devoción, por las conversiones, curaciones y milagros de todo orden, muchos de
ellos verificados como auténticos, obrados por la Medalla que, desde entonces,
comenzó a conocerse con su nombre oficial de Medalla Milagrosa.
Aquella misma devoción apresuró la definición del dogma
de la Inmaculada Concepción por la Santa Sede, el reconocimiento de la Medalla
por la Iglesia, el establecimiento de su fiesta litúrgica particular y la
adopción de la misma como insignia distintiva de la asociación de las Hijas de
María en todo el mundo y como patrona de las Hijas de la Caridad de San Vicente
y los Sacerdotes de la Misión.
SANTOS BARLAAM y JOSAFAT (Fecha desconocida)
“En la frontera de la
India con Persia el nacimiento para el cielo de los Santos Barlaán y Josafat,
sobre cuyos maravillosos hechos escribió San Juan Damasceno”. El cardenal Baronio introdujo estas
palabras en el Martirologio Romano, pero el documento en el que se basó no fue
escrito por San Juan Damasceno. Según ese relato, un
rey de la India que perseguía a los cristianos, se enteró de que alguien había
predicho que su hijo Josafat se convertiría al cristianismo y, para evitarlo,
encerró a éste en el mayor aislamiento. Sin embargo, un asceta llamado Barlaán
se hizo pasar por el vendedor de una “perla
de gran precio”, para llegar hasta Josafat, a quien convirtió al cristianismo.
EI rey, que se llamaba Abenner, trató de
reconquistar a su hijo, pero él mismo acabó por abrazar la fe cristiana y se
hizo ermitaño.
SANTIAGO EL INTERCISO, Mártir (c. 421
p.c.)
La
segunda gran persecución persa comenzó hacia el año 420, a causa del celo
indiscreto del obispo Abdías. La principal víctima de aquella persecución fue
Santiago. Gozaba éste de gran favor ante el rey Yezdigerdo I.
Cuando dicho príncipe
emprendió la persecución de los cristianos, Santiago no tuvo valor para
renunciar a su amistad, de suerte que abandonó o disimuló la fe en el verdadero
Dios, que había profesado hasta entonces, lo que afligió mucho a su madre y a
su esposa. Cuando murió el rey Yezdigerdo, ambas escribieron a Santiago,
echándole en cara la cobardía de su conducta.
Impresionado por esa carta, Santiago empezó
a comprender su falta. Desde entonces, dejó de ir a la corte, renunció a todos
los honores que su cobardía le había procurado y se arrepintió públicamente. El
nuevo rey, Bahram le mandó llamar. Santiago confesó que era cristiano. Bahram
le reprochó su ingratitud, recordándole todos los honores que su padre le había
conferido. Santiago replicó serenamente: “¿Dónde está ahora? ¿Qué ha sido de él?”
Tal respuesta molestó mucho a Bahram,
quien amenazó a Santiago con someterlo a una muerte lenta.
El santo respondió:
“Cualquier género de muerte no pasa de ser un
sueño. Quiera Dios que muera yo como los justos.”
Bahram
replicó: “La muerte no es un
sueño, es de terror de los reyes.”
Santiago
le dijo: “La muerte aterra a los
reyes y a cuantos no conocen a Dios, porque la esperanza de los malvados es
efímera.”
El rey
replicó: “¿De modo que tú que no
adoras al sol, ni a la luna, ni al fuego, ni al agua, que son emanaciones de
Dios, nos llamas a nosotros malvados?”
Santiago repuso:
“Yo no te acuso, pero afirmo que das el nombre
de Dios a las criaturas.”
El consejo del rey resolvió
que, si Santiago no renunciaba a Cristo, debía ser colgado y destrozado su
cuerpo, miembro a miembro.
Toda la ciudad acudió a presenciar esa nueva
forma de tortura.
Los cristianos se dedicaron a orar para que Dios
concediese al mártir la perseverancia. Los verdugos tiraron violentamente al
mártir por los brazos como para descoyuntárselos. En esa postura le
explicaron el género de muerte que le esperaba y le exhortaron a abjurar para
obedecer al rey y evitar el castigo. Más aún, le dijeron que bastaba con que
fingiese abjurar momentáneamente y que después se le dejaría en libertad de
practicar su religión.
Santiago
respondió: “Esta muerte que parece
tan terrible es un precio muy bajo para comprar la vida eterna.”
En
seguida, volviéndose hacia los verdugos, les dijo:
“¿Qué esperáis? Empezad vuestra tarea.”
Cuando
los verdugos le cortaron el primer dedo del pie derecho, el mártir dijo en voz
alta: “Salvador de los cristianos, recibe la primera
rama del árbol. El árbol se pudrirá; pero volverá a echar retoños y a cubrirse
de gloria. La vid muere durante el invierno, pero resucita en la primavera.
También el cuerpo reflorecerá después de ser podado.”
Cuando
le cortaron el primer dedo de la mano, el mártir exclamó:
“Mi corazón se regocija en el Señor, y mi alma
se llena de gozo en Dios, mi Salvador.”
Y así
siguió alabando a Dios según le iban cortando los dedos. Cuando ya no le
quedaba ningún dedo en las manos ni en los pies, dijo alegremente al verdugo: “Ya acabaste con los retoños. Corta ahora las ramas.” En seguida le cortaron los
miembros, trozo a trozo. Cuando ya no le quedaba a Santiago más que el tronco, aún alababa a
Dios, hasta que un soldado le cortó la cabeza. El autor de las “actas”, que afirma
haber presenciado el martirio, añade: “Todos imploramos entonces la intercesión del
glorioso Santiago.” Los
cristianos dieron al mártir el sobrenombre de “Intercisus”,
que significa “descuartizado”.
SAN SECUNDINO, Obispo (447 p .c.)
Secundino, cuyo nombre irlandés era Cechnall,
fue uno de los tres “séniores” (monjes de cierta edad y autoridad)
enviados de la Galia para que ayudasen a San Patricio. Las crónicas cuentan que
llegó a Irlanda el año 439, junto con Auxilio e Isermino.
El nombre de Secundino figura en primer
lugar. Según dicha fuente, el santo murió ahí el año 447. Los “Anales de
Ulster” añaden que tenía entonces
setenta y dos años, pero ese dato no se encuentra en los anales irlandeses
originales del siglo V.
San Secundino es famoso por los himnos que escribió, entre
los que figura el “Audite, o'mnes amantes Deum”, el himno latino más antiguo que se conserva en Irlanda.
Es un acróstico de veintitrés estrofas que comienzan con una de las letras del
alfabeto, y está dedicado a San Patricio. El pueblo cristiano solía recitarlo
en los casos apurados. Las tres últimas estrofas, que eran particularmente
apreciadas, figuran en el libro litúrgico de Mulling.
También se atribuye a San Secundino el
hermoso himno que se canta en Irlanda durante la comunión: “Sancti, venite, Christi corpus sumite”. Pero en el Antifonario de Bangor se le designa
únicamente como “el
himno (que se canta) cuando los sacerdotes comulgan”. En la “Vida Tripartita de San Patricio” se cuenta que éste y
Secundino oyeron cantar a los ángeles ese himno.
SAN MAXIMO, Obispo de Riez (c. 460 p .c.)
San
Máximo nació en la Provenza, cerca de Digne. Sus padres, que eran cristianos,
lo educaron en el amor de la virtud, de suerte que a nadie sorprendió que el
joven abrazase la vida religiosa en el monasterio de Lerins.
Tomó el hábito
de manos de San Honorato, el fundador. Cuando
éste fue elegido obispo de Arles el año 426, Máximo le sucedió como segundo
abad de Lerins. San Sidonio dice que el santo dio nuevo lustre al monasterio
con su ejemplo. El
don de milagros de San Máximo, así como su fama de santidad, atraían nutridas
muchedumbres al monasterio. En una época, el santo tuvo que huir y se ocultó en
el bosque, a pesar de que era el período de lluvias, para evitar que el clero y
el pueblo de Fréjus le eligiesen obispo. Sin embargo, poco después,
quedó vacante la sede de Riez, en la Provenza, y San Máximo tuvo que aceptar el
nombramiento, no sin antes hacer el vano intento de escapar en una barca.
Los padres del santo eran originarios de
Fréjus, de suerte que los habitantes le consideraban como un paisano y le
acogieron con gran júbilo. San Máximo siguió observando la regla monástica, en
cuanto se lo permitían sus deberes episcopales. Su amor a la pobreza, su espíritu de
penitencia y de oración, su despego del mundo y su humildad, en todo lo cual se
había distinguido en el claustro, se mantuvieron al nivel de siempre.
SAN VIRGILIO, Obispo de Salzburgo (784
p .c.)
San Virgilio era irlandés (llamado Foargal o Ferghil). En los “Anales de los Cuatro Maestros” y en los “Anales do Ulster” se dice que fue abad do Aghaboe.
Hacia el año 743, emprendió una peregrinación a Tierra
Santa, pero se detuvo dos años en Francia y no llegó más allá de Baviera. Ahí,
el duque Odilón de Baviera le nombró abad de San Pedro de Salzburgo y
administrador de la diócesis.
El obispo del lugar, que era también
irlandés, se encargaba de los ministerios propiamente episcopales, en tanto que
San Virgilio se reservaba la predicación y la administración. Así lo hizo hasta
que sus colegas le obligaron a aceptar la consagración episcopal.
En cierta ocasión, encontró a un sacerdote que sabía tan
poco latín, que ni siquiera pronunciaba correctamente la fórmula del bautismo.
San Virgilio, basándose en que el error era accidental y no de fe, decidió que
no era necesario repetir los bautismos administrados por dicho sacerdote. San
Bonifacio, quien era entonces arzobispo de Mainz, desaprobó el veredicto de San
Virgilio. Entonces, ambos santos apelaron al Papa San Zacarías, el cual
confirmó la opinión de Virgilio y se mostró sorprendido de que Bonifacio la
hubiese combatido.
Algún
tiempo después de este incidente, San Bonifacio acusó nuevamente a San Virgilio
ante la Santa Sede, por haber enseñado que debajo de la tierra había otro mundo
y otros hombres y otro sol y otra luna. San Zacarías respondió que era ésa una
“doctrina perversa y malvada, que ofende a
Dios y a nuestras almas” y añadió que, si llegaba a probarse
que Virgilio la había enseñado, debía ser excomulgado por un sínodo. Algunos
han aprovechado este incidente como materia de controversia, pero sin razón,
porque no se sabe exactamente cuál era la doctrina de San Virgilio sobre la
tierra y otros tipos de hombres. Por otra parte, lo que era evidentemente
peligroso en su enseñanza, radicaba en la implicación de una negación de la
unidad de la raza humana, de la universalidad del pecado original y de la
Redención. Debemos reconocer que es muy explicable que la doctrina de San
Virgilio haya provocado sospechas en el siglo VIII, si acaso enseñó realmente
que la tierra era redonda y que había hombres en las antípodas. No existe el menor indicio de que San
Virgilio haya sido juzgado, condenado y obligado a retractarse, pero sin duda
que demostró a quienes le criticaban que no creía nada que ofendiese “a Dios y a su alma”, ya
que fue consagrado obispo hacia el año 767 o antes.
San Virgilio reconstruyó en
grande la catedral de Salzburgo, a la que trasladó el cuerpo de San Ruperto,
fundador de la sede. El santo bautizó en Salzburgo a dos duques eslavos de
Carintia y, a petición de ellos, envió allá al obispo San Modesto y a otros
cuatro predicadores, a los que siguieron más tarde otros misioneros. El propio
San Virgilio predicó en Carintia hasta las fronteras de Hungría, en la región
en que el Drave se une al Danubio. Poco después de regresar a su diócesis, cayó
enfermo y murió apaciblemente en el Señor el 27 de noviembre de 784. Fue
canonizado en 1233. Su fiesta se celebra en Irlanda y en ciertas regiones de
Europa Central, donde se le venera como el apóstol de los eslovacos.
SAN JOSE PIGNATELLI (1811 p.c.)
San José pertenecía a la rama española de la
noble familia napolitana de los Pignatelli. Nació en Zaragoza, en 1737. A los
dieciséis años, ingresó en el noviciado de la Compañía de Jesús, en Tarragona.
Después de su ordenación, volvió a trabajar en su ciudad
natal. Cuatro años más tarde, en 1767, la persecución que había arrojado ya a
los jesuitas de Portugal y de Francia, se extendió a España, y Carlos III
suprimió en sus dominios a la Compañía de Jesús, “por razones que guardó en su real pecho”.
El P. José y su
hermano, eran grandes de España, de suerte que se les ofreció el privilegio de
quedarse en el país con tal de que abandonaran la orden a lo que ambos se
negaron. Durante algún tiempo, los jesuitas aragoneses encontraron refugio en
Córcega. Pero cuando los franceses ocuparon la isla los arrojaron también de
ahí. Finalmente, el
P. Pignatelli consiguió obtenerles asilo en Ferrara, junto con sus hermanos del
Perú y de México.
En 1769, murió el Papa Clemente XIII, gran defensor de
los jesuitas. Cuatro años más tarde, su sucesor, Clemente XIV, cedió a la
creciente presión de la casa de Borbón y suprimió a la Compañía de Jesús. Fue ésa una medida puramente administrativa, y el
Pontífice se guardó de afirmar en el breve de supresión que las acusaciones
contra los jesuitas estaban probadas. El breve fue leído a los jesuitas
reunidos en Ferrara. Cuando el vicario general les preguntó si estaban prontos
a someterse, los padres, fieles a su voto de especial obediencia a la Santa
Sede, replicaron unánimemente: “Sí, de todo corazón”. Como efecto de dicho
decreto, 23 000 religiosos fueron secularizados.
En el
breve de beatificación del P. Pignatelli, Pío XI dijo: “Es una página triste de la historia y apena leerla aún después
de tantos años. ¡Cuánto más triste debió ser para el P. Pignatelli y sus
numerosos hermanos!” Durante los veinte años siguientes, el
P. José vivió casi siempre en Bolonia, consagrado al estudio, a coleccionar
libros y manuscritos relacionados con la historia de la Compañía de Jesús y a
suministrar ayuda material y espiritual a sus hermanos. Muchos de ellos estaban
en la miseria, y los españoles no tenían ni siquiera derecho a ejercer el
ministerio sacerdotal. Se cuenta que, hallándose el P. Pignatelli en Turín, un
forastero le señaló una iglesia y un cementerio y le dijo que habían sido
construidos con los fondos que se arrebataron a los jesuitas. El P. Pignatelli
comentó tristemente: “Entonces habría que
darles el nombre de Haceldama” (campo de sangre).
Como la emperatriz Catalina había impedido a los obispos promulgar el breve de
supresión, la Compañía de Jesús siguió existiendo en la Rusia Blanca, y la
Santa Sede lo toleró.
En 1792, el duque de Parma invitó a tres de
los padres que estaban en Rusia a establecerse en sus dominios. El P.
Pignatelli quería formar parte de ese grupo, pero no se atrevió a hacerlo sin
autorización. Sin embargo, cuando el duque Fernando obtuvo la aprobación de Pío
VI, San José Pignatelli renovó sus votos en privado y fue nombrado superior. Dos años más tarde, en 1799, después de
obtener la autorización oral del Sumo Pontífice, organizó una especie de
noviciado en Colorno. Los novicios iban a hacer los votos a Rusia, cosa a la
que tenían perfecto derecho, ya que en 1801 Pío VII aprobó formalmente esa
provincia jesuítica. El P. Pignatelli oró y trabajo infatigablemente por
resucitar la Compañía de Jesús.
Sus esfuerzos se vieron coronados por el éxito en 1804,
cuando la orden fue restablecida en el reino de Nápoles. El santo fue elegido
provincial. Al año siguiente, la invasión francesa dispersó nuevamente a los jesuitas.
La mayoría de ellos se reunieron en Palermo, en tanto que el P. José se dirigió
a Roma, donde fue elegido provincial de Italia. Gracias a las generosas
limosnas de su hermana, pudo restablecer la Compañía de Jesús en Cerdeña, en
Roma, en Tívoli y en Orvieto. Durante el período crítico de la
ocupación francesa y del destierro y prisión de Pío VII, la prudencia del santo
consiguió conservar el terreno ganado. Su objetivo consistía en obtener la
restauración completa de la Compañía de Jesús, lo que se consiguió por fin en
1814, tres años después de su muerte, cuando cayó el imperio napoleónico y Pío
VII regresó a Roma. Sin embargo, San José Pignatelli merece plenamente los
títulos que le dio Pío XI al llamarle “el principal eslabón entre la Compañía
que había existido y la que iba a existir...: el restaurador de los jesuitas.”
San José Pignatelli, “modelo de santidad viril y vigorosa”, según le describió
Pío XI, murió en Roma el 11 de noviembre de 1811. Fue canonizado en 1954.
BEATO BERNARDINO DE FOSSA (1503 p.c.)
El
GRAN APÓSTOL franciscano, San Bernardino de Siena, fue sepultado en Aquila de
los Abruzos. Ahí se había educado Bernardino Amici, quien tomó a su homónimo
por modelo y patrono celestial, y cuya vida escribió más tarde.
El Beato Bernardino nació en Fossa, cerca de Aquila, en
1420. De Aquila se trasladó a Perugia para estudiar leyes. Como le sucedió al
Beato Bernardino de Feltre algunos años más tarde, Bernardino de Fossa se
sintió llamado a ingresar en la Orden de los Frailes Menores de la Observancia,
durante una misión que predicó Santiago de la Marca. Bernardino tomó el hábito en Perugia, de
manos de dicho santo, en 1445. Después de su ordenación, empezó a predicar
con gran éxito en Italia, donde llegó a ser muy conocido. En 1464, fue enviado
como intermediario a Dalmacia y Bosnia, donde habían surgido ciertas
dificultades entre los frailes, debido a la diversidad de nacionalidades. El
beato consiguió unir todos los elementos en una sola provincia. A su regreso,
estuvo a punto de ser nombrado obispo de Aquila, pero consiguió finalmente que
la Santa Sede le permitiese continuar su vida de simple fraile. Entre los escritos del beato se cuenta una
“Crónica de
los frailes menores de la observancia”. Bernardino de
Fossa murió en el convento de San Julián, en las cercanías de Aquila, en 1503.
Su culto fue aprobado en 1828.
VIDAS DE LOS SANTOS
DE BUTLER— 1965
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