El
glorioso san Félix de Valois, llamado antes Hugo, que juntamente con san Juan
de Mata fundó la orden de la santísima Trinidad, fué hijo de Ranulfo, conde de
Vermandois y de Valois, y nieto de Enrique I rey de Francia; y nació hallándose
su madre de paso en Amiens.
Bendijo san Bernardo al santo niño en Claraval, y también
el papa Inocencio II cuando vino a Francia y se hospedó en casa de Teobaldo,
tío de Félix. Se crio en Claraval con otros hijos de príncipes y caballeros,
con la enseñanza de san Bernardo.
Habiendo muerto su madre, el rey llevó a su
palacio al santo mancebo, el cual quiso acompañarle en la conquista de Tierra
Santa, donde peleó con gran valor. Vuelto a París, determinó dejar la corte,
por el desierto; y la milicia secular, por la espiritual; y para cortar de todo
punto la esperanza próxima que le daban a la corona de Francia la ley Sálica y
el deudo estrecho que tenía con el rey, se ordenó de sacerdote y se retiró a un
monte desierto.
Veinte años después fué
buscado, por aviso del cielo, de san Juan de Mata, que habitaba en otra
soledad; y Félix, que sabía que Juan había de venir a buscarle, y viéndole le
saludó por su nombre.
Vivieron los dos santos anacoretas tres años
en aquel desierto, en santa y dulce compañía, hasta que Dios los sacó de allí
para que fundasen la orden de la santísima Trinidad, con este caso prodigioso:
estando los
dos conversando, vino a ellos un ciervo blanco que traía sobre la frente una
cruz de dos colores, celeste y carmesí. Se admiraron de esto; y Félix no
entendió lo que significaba la cruz, hasta que san Juan, que había tenido la
misma visión, le declaró el misterio, y voluntad de Dios, de que fundasen una
nueva orden para redimir a los cautivos.
Partieron pues a Roma, y dieron cuenta de
todo a Inocencio III; el cual había tenido revelación de que habían de venir, y
una visión, durante la misa, en que se le apareció un ángel vestido de blanco
con una cruz también de los dos mismos colores, y con las manos cruzadas sobre
dos cautivos. Vistió el papa a los dos santos el hábito que traía el ángel, y
fundó la orden de la santísima Trinidad para la redención de los cautivos.
Se volvieron los dos santos a Francia, y en
el mismo lugar donde habían hecho vida solitaria fundaron su primer monasterio,
llamado de Ciervofrío. Allí san Félix gobernó santísimamente a los religiosos
que en él entraron, muchos de los cuales fueron ilustres por la nobleza de su
nacimiento y por su santidad y sabiduría, hasta que fué avisado por un ángel de
su cercana muerte.
Sintiendo Félix la orfandad en que quedaban sus hijos, se
le apareció la santísima Virgen, y le dijo que quedaban bajo su amparo, y que
ella sería su madre.
Después de este regalo
del cielo, dio su espíritu al Creador a los ochenta y cinco años de edad.
Reflexión: El
bienaventurado san Félix, derramando en su última hora lágrimas de consuelo,
exclamaba: “¡Oh dichoso día aquel en que hui de la corte a la soledad, y
troqué el palacio por una gruta! ¡Oh felices noches, las que gasté en la
oración, en lugar de sueño! ¡Oh dulces lágrimas las que derramé por mis culpas!
¡Oh bien empleados suspiros! ¡Oh suaves asperezas con que maltraté mi cuerpo!
¡Oh bien empleados pasos los que di para cumplir la voluntad del Señor! ¡Cómo
me lleváis ahora a la bienaventurada eternidad!”.
Oración: Oh Dios, que
por una vocación celestial sacaste del desierto, para la redención de los
cautivos, a tu confesor, el bienaventurado Félix, te rogamos nos concedas, que,
libres mediante tu gracia y su intercesión del cautiverio del pecado, seamos
conducidos a la patria celestial. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.
FLOS
SANCTORVM
DE
LA FAMILIA CRISTIANA-1946
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