SAN JUAN DE LA CRUZ, Doctor de la Iglesia
(1591 p.c.)
Gonzalo
de Yepes pertenecía a una buena familia de Toledo, pero como se casó con una
joven de clase inferior, fue desheredado por sus padres y tuvo que ganarse la
vida como tejedor de seda.
A la muerte de Gonzalo,
su esposa, Catalina Álvarez, quedó en la miseria y con tres hijos. Juan, que
era el menor, nació en Fontíveros, en Castilla la vieja, en 1542. Asistió a una
escuela de niños pobres en Medina del Campo y empezó a aprender el oficio de
tejedor, pero como no tenía aptitudes, entró más tarde a trabajar como criado
del director del hospital de Medina del Campo. Así pasó siete años.
Al mismo tiempo que
continuaba sus estudios en el colegio de los jesuitas, practicaba rudas
Mortificaciones corporales. A los veintiún años, tomó el hábito en el convento
de los carmelitas de Medina del Campo. Su nombre de religión era Juan de San
Matías. Después de hacer la profesión, pidió y obtuvo permiso para observar la
regla original del Carmelo, sin hacer uso de las mitigaciones que varios
Pontífices habían aprobado y eran entonces cosa común en todos los conventos.
San Juan hubiese querido ser hermano lego,
pero sus superiores no se lo permitieron. Tras haber hecho con éxito sus
estudios de teología, fue ordenado sacerdote en 1567. Las gracias que recibió
con el sacerdocio le encendieron en deseos de mayor retiro, de suerte que llegó
a pensar en ingresar en la Cartuja.
Santa Teresa fundaba
por entonces los conventos de la rama reformada de las carmelitas. Cuando oyó
hablar del hermano Juan, en Medina del Campo, la santa se entrevistó con él,
quedó admirada de su espíritu religioso y le dijo que Dios le llamaba a
santificarse en la orden de Nuestra Señora del Carmen.
También le refirió que
el prior general le había dado permiso de fundar dos conventos reformados para
hombres y que él debía ser su primer instrumento en esa gran empresa.
Poco después, se llevó
a cabo la fundación del primer convento de carmelitas descalzos, en una ruinosa
casa de Duruelo. San Juan entró en aquel nuevo Belén con perfecto espíritu de
sacrificio. Unos
dos meses después, se le unieron otros dos frailes. Los tres renovaron la
profesión el domingo de Adviento de 1568, y nuestro santo tomó el
nombre de Juan de la Cruz.
Fue una elección profética. Poco a poco se
extendió la fama de ese oscuro convento, de suerte que Santa Teresa pudo fundar
al poco tiempo otro en Pastrana y un tercero en Mancera, a donde trasladó a los
frailes de Duruelo.
En 1570, se inauguró
el convento de Alcalá, que era a la vez colegio de la Universidad; San Juan fue
nombrado rector. Con su ejemplo, supo inspirar a sus religiosos el espíritu de
soledad, humildad y mortificación. Pero Dios, que quería purificar su corazón
de toda debilidad y apego humanos, le sometió a las más severas pruebas
interiores y exteriores. Después de haber gozado de las delicias de la
contemplación, San Juan se vio privado de toda devoción sensible. A ese período
de sequedad espiritual se añadieron la turbación, los escrúpulos y la
repugnancia por los ejercicios espirituales.
En tanto que el demonio
le atacaba con violentas tentaciones, los hombres le perseguían con calumnias.
La prueba más terrible fue sin duda la de los escrúpulos y desolación interior,
que el santo describe en “La Noche Oscura del Alma”. A esto siguió un período todavía más penoso de oscuridad,
sufrimiento espiritual y tentaciones, de suerte que San Juan se sentía como
abandonado por Dios. Pero la inundación de luz y amor divinos que sucedió a
esta prueba, fue el mejor premio de la paciencia con que la había soportado el
siervo de Dios.
En cierta ocasión, una mujer muy atractiva
tentó descaradamente a San Juan. En vez de emplear el tizón ardiente, como lo
había hecho Santo Tomás de Aquino en una ocasión semejante, Juan se valió de
palabras suaves para hacer comprender, a la pecadora su triste estado. El mismo
método empleó en otra ocasión, aunque en circunstancias diferentes, para hacer
entrar en razón a una dama de temperamento tan violento, que el pueblo le había
dado el apodo de “Roberto el diablo”.
En 1571, Santa Teresa asumió por obediencia
el oficio de superiora en el convento no reformado de la Encarnación de Ávila y
llamó a su lado a San Juan de la Cruz para que fuese su director espiritual y
su confesor. La santa escribió a su hermana: “Está obrando maravillas
aquí. El pueblo le tiene por santo. En mi opinión, lo es y lo ha sido siempre.”
Tanto los religiosos como los laicos buscaban a San Juan, y Dios confirmó su
ministerio con milagros evidentes.
SANTA TERESA de ÁVILA Y SAN JUAN de la CRUZ |
Entre
tanto, surgían graves dificultades entre los carmelitas descalzos y los
mitigados. Aunque el superior general había autorizado a Santa Teresa a
emprender la reforma, los frailes antiguos la consideraban como una rebelión
contra la orden; por otra parte, debe reconocerse que algunos de los descalzos
carecían de tacto y exageraban sus poderes y derechos. Como si eso fuera poco,
el prior general, el capítulo general y los nuncios papales, daban órdenes
contradictorias.
Finalmente, en 1577, el provincial de
Castilla mandó a San Juan que retornase al convento de Medina del Campo. El
santo se negó a ello, alegando que había sido destinado a Ávila por el nuncio
del Papa. Entonces el provincial envió un grupo de hombres armados, que
irrumpieron en el convento de Ávila y se llevaron a San Juan por la fuerza.
Sabiendo que el pueblo de Ávila profesaba gran veneración al santo, le
trasladaron a Toledo. Como Juan se rehusase a
abandonar la reforma, le encerraron en una estrecha y oscura celda y le
maltrataron increíblemente. Ello demuestra cuán poco había penetrado el
espíritu de Jesucristo en aquellos que profesaban seguirlo. La celda de San
Juan tenía unos tres metros de largo por dos de ancho. La única ventana era tan
pequeña y estaba tan alta, que el santo, para leer el oficio, tenía que ponerse
de pie sobre un banquillo. Por orden de Jerónimo Tostado, vicario general de
los carmelitas de España y consultor de la Inquisición, se le golpeó tan
brutalmente, que conservó las cicatrices hasta la muerte.
Lo
que sufrió entonces San Juan coincide exactamente con las penas que describe
Santa Teresa en la “Sexta Morada”: insultos,
calumnias, dolores físicos, angustia espiritual y tentaciones de ceder. Más
tarde dijo: “No os extrañe que ame yo
mucho el sufrimiento. Dios me dio una idea de su gran valor cuando estuve preso
en Toledo”. Los primeros poemas de San Juan que
son como una voz que clama en el desierto, reflejan su estado de ánimo:
“¿En dónde te escondiste,
Amado, y me dejaste con
gemido?
Como el ciervo huiste,
habiéndome herido;
salí tras ti clamando, y eras
ido.
El prior Maldonado
penetró la víspera de la Asunción en aquella celda que despedía un olor
pestilente bajo el tórrido calor del verano y dio un puntapié al santo, que se
hallaba recostado, para anunciarle su visita. San Juan le pidió perdón, pues la
debilidad le había impedido levantarse en cuanto lo vio entrar.
— “Parecíais absorto. ¿En qué pensabais?”,
le dijo Maldonado.
—“Pensaba yo en que
mañana es fiesta de Nuestra Señora y sería una gran felicidad poder celebrar la
misa”, replicó
Juan.
— “No lo haréis mientras yo sea superior”, repuso
Maldonado.
En la
noche del día de la Asunción, la Santísima Virgen se apareció a su afligido
siervo, y le dijo: “Sé paciente, hijo mío;
pronto terminará esta prueba.” Algunos
días más tarde se le apareció de nuevo y le mostró, en visión, una ventana que
daba sobre el Tajo: “Por ahí saldrás y yo te
ayudaré.” En efecto, a los nueve
meses de prisión, se concedió al santo la gracia de hacer unos minutos de
ejercicio. Juan recorrió el edificio en busca de la ventana que había visto. En
cuanto la hubo reconocido, volvió a su celda. Para entonces ya había comenzado
a aflojar las bisagras de la puerta. Esa misma noche consiguió abrir la puerta
y se descolgó por una cuerda que había fabricado con sábanas y vestidos. Los
dos frailes que dormían cerca de la ventana no le vieron. Como la cuerda era
demasiado corta, San Juan tuvo que dejarse caer a lo largo de la muralla hasta
la orilla del río, aunque felizmente no se hizo daño. Inmediatamente, siguió a
un perro que se metió en un patio. En esa forma consiguió escapar. Dadas las
circunstancias, su fuga fue casi un milagro.
APARICIÓN DE LA VIRGEN MARÍA |
El santo se dirigió primero al convento
reformado de Beas de Segura y después pasó a la ermita cercana de Monte
Calvario. En 1579, fue nombrado superior del colegio de Baeza y, en 1581, fue
elegido superior de Los Mártires, en las cercanías de Granada. Aunque era el
fundador y jefe espiritual de los carmelitas descalzos, en esa época participó
poco en las negociaciones y sucesos que culminaron con el establecimiento de la
provincia separada de Los Descalzos, en 1580.
En
cambio, se consagró a escribir las obras que han hecho de él un doctor de
teología mística en la Iglesia. La doctrina de San Juan es plenamente fiel a la
tradición antigua: el fin del hombre en la
tierra es alcanzar la perfección de la caridad y elevarse a la dignidad de hijo
de Dios por el amor; la contemplación no es por sí misma un fin, sino que debe
conducir al amor y a la unión con Dios por el amor y, en último término, debe
llevar a la experiencia de esa unión a la que todo está ordenado.
“No hay trabajo mejor ni
más necesario que el amor”, dice el santo. “Hemos sido hechos para el amor.” “El
único instrumento del que Dios se sirve es el amor.” “Así como el Padre y el
Hijo están unidos por el amor, así el amor es el lazo de unión del alma con
Dios.” El amor lleva a las
alturas de la contemplación, pero como el amor es producto de la fe, que es el
único puente que puede salvar el abismo que separa a nuestra inteligencia de la
infinitud de Dios, la fe ardiente y vivida es el principio de la experiencia
mística. San Juan no se cansó nunca de inculcar esa doctrina tradicional con su
estilo maravilloso y sus ardientes palabras.
Sin embargo, el santo era hijo de su tiempo,
como lo muestra un dibujo que hizo como proyecto para una “crucifixión”, y que
se conserva en el convento de Ávila.
Cristo crucificado, miniatura ovalada realizada por el Santo entre 1572 y 1577, que se conserva en el Convento de la Encarnación de Ávila. |
En algunos casos las
mortificaciones que practicaba rayaban en la exageración. Por ejemplo, sólo
dormía unas dos o tres horas y pasaba el resto de la noche orando ante el
Santísimo Sacramento. Solía pedir a Dios tres cosas: que no dejase pasar un
solo día de su vida sin enviarle sufrimientos, que no le dejase morir en el
cargo de superior y que le permitiese morir en la humillación y el desprecio.
Con su confianza en Dios (llamaba a la divina Providencia el
patrimonio de los pobres), obtuvo milagrosamente en
algunos casos provisiones para sus monasterios. Con frecuencia estaba tan
absorto en Dios, que debía hacerse violencia para atender los asuntos
temporales. Su amor de Dios hacía que su rostro brillase en muchas ocasiones,
sobre todo al volver de celebrar la misa. Su corazón era como un ascua ardiente
en su pecho, hasta el punto de que llegaba a quemarle la piel. Su experiencia
en las cosas espirituales, a la que se añadía la luz del Espíritu Santo, hacía
de él un consumado maestro en materia de discreción de espíritus, de modo que
no era fácil engañarle diciéndole que algo procedía de Dios.
Después de la muerte de Santa Teresa, ocurrida
en 1582, se hizo cada vez más pronunciada una división entre los descalzos. San
Juan apoyaba la política de moderación del provincial, Jerónimo de Castro, en
tanto que el P. Nicolás Doria, que era muy extremoso, pretendía independizar
absolutamente a los descalzos de la otra rama de la orden, el P. Nicolás fue
elegido provincial, y el capítulo general nombró a San Juan vicario de
Andalucía. El santo se consagró a corregir ciertos abusos, especialmente los
que procedían del hecho de que los frailes tuviesen que salir del monasterio a
predicar. El santo opinaba que la vocación de los descalzos era esencialmente
contemplativa. Ello provocó la oposición contra él. San Juan fundó varios
conventos y, al expirar su período de vicario, fue nombrado superior de
Granada. Entre tanto, la idea del P. Nicolás había ganado mucho terreno y el
capítulo general que se reunió en Madrid en 1588, obtuvo de la Santa Sede un
breve que autorizaba una separación aún más pronunciada entre los descalzos y
los mitigados. A pesar de las protestas de algunos, se privó al venerable P.
Jerónimo Gracián de toda autoridad y se nombró vicario general al P. Doria. La
provincia se dividió en seis regiones, cada una de las cuales nombró a un
consultor para ayudar al P. Gracián en el gobierno de la congregación. San Juan
fue uno de los consultores. La innovación produjo grave descontento, sobre todo
entre las religiosas.
La venerable Ana de Jesús, que era entonces
superiora del convento de Madrid, obtuvo de la Santa Sede un breve de confirmación
de las constituciones, sin consultar el asunto con el vicario general.
Finalmente, se llegó a un compromiso en ese asunto. Sin embargo, en el capítulo
general de Pentecostés de 1591, San Juan habló en defensa del P. Gracián y de
las religiosas. El P. Doria, que siempre había creído que el santo estaba
aliado con sus enemigos, aprovechó la ocasión para privarle de todos sus cargos
y le envió como simple fraile al remoto convento de La Peñuela. Ahí pasó San
Juan algunos meses, entregado a la meditación y la oración en las montañas, “porque tengo menos materia de confesión cuando estoy entre las
peñas que cuando estoy entre los hombres.” Pero no todos
estaban dispuestos a dejar en paz al santo, ni siquiera en aquel rincón
perdido. Siendo vicario provincial, San Juan, durante la visita del convento de
Sevilla, había llamado al orden a dos frailes y había restringido sus licencias
de salir a predicar. Por entonces, los dos frailes se sometieron pero su
consultor de la congregación, recorrió toda la provincia tomando informes sobre
la vida y conducta de San Juan, lanzando acusaciones contra él y afirmando que
tenía pruebas suficientes para hacerle expulsar de la orden. Muchos de los
frailes traicionaron la amistad del santo, temerosos de verse comprometidos, y
quemaron sus cartas para no caer en desgracia. En medio de esa tempestad San
Juan cayó enfermo. El provincial le mandó salir del convento de Peñuela y le
dio a escoger entre el de Baeza y el de Ubeda. El primero de esos conventos
estaba mejor provisto y tenía por superior a un amigo del santo. En el otro era
superior el P. Francisco, a quien San Juan había corregido junto con el P.
Diego. Ese fue el convento que escogió.
La fatiga del viaje empeoró
su estado y le hizo sufrir mucho. Con gran paciencia, se sometió a varias
operaciones. El indigno superior le trató inhumanamente, prohibió a los frailes
que le visitasen, cambió al enfermero porque le atendía con cariño, sólo le
permitía comer los alimentos ordinarios y ni siquiera le daba los que le
enviaban algunas personas de fuera. Cuando el provincial fue a Ubeda y se
enteró de la situación, hizo cuanto pudo por San Juan y reprendió tan
severamente al P. Francisco, que éste abrió los ojos y se arrepintió. Después
de tres meses de sufrimientos muy agudos, el santo falleció el 14 de diciembre
de 1591. Para entonces, no se había disipado todavía la tempestad que la
ambición del P. Nicolás y el espíritu de venganza del P. Diego habían provocado
contra él en la congregación de la que había sido cofundador y cuya vida había
sido el primero en llevar. La muerte del santo trajo consigo la revalorización
de su vida y, tanto el clero como los fieles acudieron en masa a sus funerales.
Sus restos fueron trasladados a Segovia, pues en dicho convento había sido
superior por última vez. Fue canonizado en 1726.
San Juan de la Cruz no
fue un sabio, si se le compara con ciertos doctores. Pero Santa Teresa veía en
él un alma muy pura, a la que Dios había comunicado grandes tesoros de luz y cuya
inteligencia había sido enriquecida por el cielo. Los escritos del santo
justifican plenamente este juicio de Santa Teresa, particularmente los poemas
de la “Subida al Monte Carmelo”, la “Noche Oscura
del Alma”, la “Llama Viva de Amor” y el “Cántico Espiritual”,
con sus respectivos comentarios. Así lo
reconoció la Iglesia en 1926, al proclamar doctor a San Juan de la Cruz por sus
obras místicas. La doctrina de San Juan se resume en el amor del sufrimiento y
el completo abandono del alma en Dios. Ello le hizo muy duro consigo mismo; en
cambio, con los otros era bueno, amable y condescendiente. Por otra parte, el
santo no ignoraba ni temía las cosas materiales, puesto que dijo:
“Las cosas naturales son siempre hermosas; son
como las migajas de la mesa del Señor.”
San Juan de la Cruz vivió la renuncia
completa que predicó tan persuasivamente. Pero, a diferencia de otros menores
que él, fue “libre, como libre es el espíritu de Dios”.
Su objetivo no era la negación y el vacío, sino la plenitud del amor divino
y la unión sustancial del alma con Dios. “Reunió en sí mismo la luz extática de la Sabiduría Divina con la
locura estremecida de Cristo despreciado”.
SAN CRISOGONO, Mártir (c. 304 p.c.)
Aunque
éste es uno de los santos que tienen el honor de ser nombrados en el canon de
la misa romana, lo único que sabemos sobre él es que, según parece, fue
martirizado en Aquileya y venerado en el norte de Italia. De ahí se extendió a
Roma su culto.
El año 499, se menciona la iglesia de
Crisógono en el Transtévere; una inscripción del año 521 la llama
“titulus Sancti
Chriysogoni”. Según la “pasión” de Santa Anastasia (25
de diciembre), San Crisógono era un oficial romano que llegó a ser el padre
espiritual de dicha santa. Cuando fue encarcelado durante la persecución de
Diocleciano, siguió dirigiéndola por carta, hasta que el emperador le mandó
llamar a Aquileya y le condenó a morir decapitado. El cuerpo del mártir fue
arrojado al mar.
El sacerdote San Zoilo, que vivía cerca de
la casa de las santas Ágape, Quionia e Irene, recuperó el cuerpo de San
Crisógono y le dio sepultura.
SANTAS FLORA y MARIA, Vírgenes y
Mártires (851 p.c.)
Flora era mahometana por nacimiento, ya que
su padre profesaba esa religión, pero había sido educada secretamente en la fe
cristiana por su madre.
Cuando Abderramán II reinaba en Córdoba, el propio
hermano de la santa la acusó ante el juez de ser cristiana. El magistrado la
mandó azotar brutalmente. En seguida, la entregó a su hermano para que éste se
encargase de hacerla abjurar. Al cabo de algún tiempo, Flora consiguió escapar
y se refugió en casa de su hermana, donde permaneció oculta. Un día, se
aventuró a volver a Córdoba y fue a orar públicamente en la iglesia del mártir
San Acisclo. Ahí encontró a María, que era hermana de un diácono martirizado
hacía poco. Ambas decidieron entregarse juntas al magistrado. Este mandó que
las encarcelasen y que sólo dejasen entrar a la prisión a las mujeres de mala
vida. San Eulogio, que estaba entonces en otra prisión, les escribió
exhortándolas al martirio. En su carta les explicaba que la infamia
involuntaria no manchaba el alma y que la esperanza de cosas mejores debía
mantenerlas firmes en su resolución. Las
dos jóvenes fueron decapitadas juntas. Antes de morir, suplicaron a Dios
que concediese la libertad a Eulogio y a otros cristianos. Así sucedió una
semana más tarde.
Estas
mártires españolas pertenecen al grupo de aquellos de los que no sabemos más
que lo que cuenta San Eulogio. El relato del santo puede verse en Migne, PL.,
voi. Cxv, ce. 835-845.
VIDAS DE LOS SANTOS
DE BUTLER— 1965
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