San Carlos Borromeo, ejemplar perfectísimo
de sacerdotes y prelados, nació en el castillo de Arona, no lejos de Milán, y
fueron sus padres el conde Gilberto y Margarita de Médicis, hermana del papa
Pío VI.
Terminados
los estudios de humanidades, vino a la universidad de Pavía, donde se graduó de
doctor en ambos derechos a la edad de veintidós años. En esta sazón fue
sublimado al sumo pontificado su tío el cardenal Juan Ángelo de Médicis; el
cual maravillado de las raras prendas de su sobrino, le hizo cardenal y
arzobispo de Milán, le dio otras dignidades, y lo que más es, cargó sobre él la
mayor parte del gobierno de la Iglesia.
No hallaba el santo en todas estas honras la
satisfacción de su alma: y habiendo escogido por
guía de su espíritu al padre Juan, de Ribera, de la Compañía de Jesús, hizo los
ejercicios de san Ignacio, de los cuales salió tan enamorado que en adelante
nunca dejó de hacerlos una o dos veces cada año.
Mostrándole un día el duque de Mantua su
regia biblioteca, sacó el santo su librito de los Ejercicios, diciéndole que
valía más que toda aquella librería: y cuando se ordenó de
sacerdote quiso celebrar su primera Misa en la capilla que usaba san Ignacio. Conociendo
que la conclusión del Concilio tridentino había de ser para la universal reformación
de la Iglesia, lo procuró con grande empeño, e hizo que se compusiera luego el
catecismo romano.
Desembarazado de la asistencia de Roma, con
la muerte del papa, su tío, a quien administró los últimos sacramentos, pasó a
su arzobispado de Milán, donde reformó las costumbres del clero y del pueblo; fundó seis seminarios, muchos monasterios,
casas de religiosos y congregaciones piadosas que enseñasen a los niños la
doctrina cristiana. Vendió el principado de Oria, que había heredado, y
aplicaba las pensiones de la Iglesia para socorrer las necesidades de los
menesterosos: y en tiempo de carestía, daba de comer en su casa a más de tres
mil pobres.
Vino sobre Milán una lastimosa peste, que el
siervo de Dios había profetizado; y asistía a los enfermos, les daba por su
mano los Sacramentos, y les proveía de todo lo que había menester. Para
defenderlos del frío, hizo despojar su guardarropa, y llevar al hospital hasta
su propia cama; y se redujo a tal necesidad, que su despensero había de pedir
de limosna lo que había menester para el gasto ordinario del santo arzobispo.
Ordenó muchas procesiones
de penitencia, y en ellas iba desnudos los pies, con capa morada, echada la
capilla sobre la cabeza, la falda tendida y arrastrando por tierra, y llevando
en las manos un Cristo crucificado de gran peso, fijos en él los ojos, y
vertiendo continúas lágrimas. El pueblo, al ver aquel espectáculo tan lastimoso, prorrumpía en voces
de misericordia, que llegaron al cielo, y aplacaron la indignación de Dios.
Finalmente, lleno de merecimientos y trabajos, descansó en el Señor a la edad
de cuarenta y cinco años.
Reflexión: Solía decir el santo, que
la majestad de Dios le había guiado por camino extraordinario a su santo
servicio, no por tribulaciones y adversidades, sino por la prosperidad y colmo
de las mayores grandezas: pero que con luz divina había descubierto en ellas
tanta vanidad e insuficiencia, que se maravillaba de la ceguedad del mundo, que
anda tras ellas, y hace poca estima de la cumplida satisfacción y perfecto bien
que se halla en solo Dios y su divino servicio.
Oración:
Conserva, Señor, tu Iglesia por la continua protección de san Carlos, tu
confesor y pontífice; para que así como le colmó de gloria el cuidado que tuvo
de su rebaño, así también nos encienda en tu amor su poderosa intercesión. Por
Jesucristo, nuestro Señor. Amén.
FLOS
SANCTORVM
DE
LA FAMILIA CRISTIANA-1946
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