San
Juan de la Cruz, insigne maestro de la vida espiritual, y grande ornamento de
la reforma de la Orden carmelitana, nació en Fontíveros, villa del obispado de Ávila;
y antes que naciese fué ofrecido por su madre a la Virgen santísima.
Quedando el santo niño huérfano de padre, el
administrador del Hospital de Medina del Campo se lo pidió a su madre, para que
sirviese a los pobres, ofreciéndole darle alimentos, estudios y una capellanía.
Era Juan de doce años cuando comenzó a servir en el
hospital; y al mismo tiempo estudió la gramática, retórica y filosofía, en que
salió muy consumado. En esta sazón fundaron los religiosos carmelitas un
convento en Medina, en el cual el santo mancebo tomó el sagrado hábito, y
resplandeció señaladamente en el espíritu de oración, en la pobreza, y aspereza
de vida.
Adelantó su
penitencia con extraños rigores: el jubón de esparto le parecía suave; las
disciplinas no le satisfacían, si no las teñía en sangre; tenía los cilicios
por blandos, si no taladraban sus miembros: la cama era un rincón del coro, con
una piedra por almohada.
Le mandaron a Salamanca para estudiar la
teología y habiendo sido ordenado de sacerdote, quiso pasar a la Cartuja para
llevar vida más austera; pero el Señor que le llamaba para una grande obra de
su servicio, le inspiró la reforma de su sagrada orden, que a la sazón había ya
comenzado santa Teresa de Jesús, entre sus religiosas carmelitas. El primer
convento reformado fué el de Duruelo, pobrísimo, estrecho, lleno de cruces y calaveras,
donde el santo, por parecerse hasta en el nombre a su Redentor crucificado,
mudó el nombre de Matías, en el de Juan
de la Cruz.
Allí fué probado por el Señor con durísima sequedad y
oscuridad del espíritu, cuyo estado describe admirablemente en su libro
titulado Noche obscura; mas pasada la terrible prueba, fué regalado por Dios
con tan inefables comunicaciones del cielo y sublimes arrobamientos, que no
parecían sino un serafín en cuerpo humano.
Hablando un día con
santa Teresa, en el locutorio, del misterio de la santísima Trinidad, la santa
quedó arrobada; y el santo, justamente con la silla en que estaba sentado, se
levantó por el aire hasta dar en el techo, de la pieza.
Vencidas las gravísimas dificultades, fundó
numerosos conventos, que gobernó santísimamente, en los cuales florecía la
santidad de la primera Regla.
Queriendo el Señor
llevarle para sí, le envió una enfermedad dolorosísima, que se mostró en cinco
apostemas en forma de cruz; y llegada la hora de su dichoso tránsito, lo rodeó
un globo grande de luz como de fuego resplandeciente, cuya claridad ofuscaba la
de veinte luces que ardían en el altar de su celda, sintiéndose por todo el
convento una celestial fragancia.
Reflexión:
¡Dichosa el alma que, a imitación del esclarecido confesor de Cristo, Juan de
la Cruz, se esfuerza en renunciar todo lo que parece florecer a la sombra de
esta vida! El que se deja dominar por el amor engañoso de este mundo, pierde
infaliblemente las dulzuras de la felicidad verdadera. Mientras exista en
nuestro corazón alguna afición desordenada por las cosas creadas, no
alcanzaremos la abnegación necesaria para llegar a la santidad, a la plenitud de
la dicha, al descanso del espíritu.
Oración: Oh Dios, que
hiciste al bienaventurado Juan, tu confesor, uno de los mayores amantes de la
cruz, y de la perfecta abnegación de sí mismo; concédenos que, imitándole sin
cesar, consigamos como él, la gloria eterna. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.
FLOS SANCTORVM
DE LA FAMILIA CRISTIANA-1946
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