miércoles, 22 de noviembre de 2017

SANTOS: 21 DE noviembre.






SAN GELASIO I, Papa  (496 p .c.) 






   El sucesor de San Félix II en la cátedra de San Pedro fue un Pontífice enérgico y hábil, “famoso en todo el mundo por su saber y santidad”, según dice un contemporáneo suyo. Gelasio mantuvo la firme actitud de su predecesor para con el “cisma acaciano” provocado por los monofisitas. Después de la muerte de Acacio, Eufemio, el patriarca de Constantinopla, trató de poner fin al cisma, pero el emperador Anastasio I se declaró en favor del “Henotikon” y era imposible entrar en comunión con Roma sin repudiar dicho documento y sin reconocer la condenación de Acacio. El Papa escribió al patriarca: “Hermano Eufemio, un día nos presentaremos al juicio de Cristo, rodeados por todos aquellos que han defendido la fe. Ahí se verá si la gloriosa confesión de San Pedro no hizo todo lo posible por salvar a los que le habían sido confiados y si los que le negaron la obediencia procedieron con obstinación y espíritu de rebeldía.”

   En varias ocasiones, sobre todo en sus cartas, San Gelasio recalcó la supremacía de la sede de Pedro, particularmente en un párrafo de una carta al emperador Anastasio, en el que exponía las normas que deben regir las relaciones entre las autoridades civiles y religiosas. Sin embargo, llamando al obispo de Constantinopla “sufragáneo de segunda importancia de Heraclea”, San Gelasio pensaba seguramente más en el pasado que en el presente. El santo insistió mucho en que los obispos debían emplear la cuarta parte de sus rentas en obras de caridad y se opuso absolutamente al intento de resucitar la fiesta pagana de las “Lupercalia”. Es interesante notar que San Gelasio defendía la comunión bajo las dos especies, pues los maniqueos consideraban el vino como malo y se abstenían del cáliz eucarístico. Se cree que San Gelasio escribió mucho, pero se conservan muy pocos de sus escritos. Genadio, un sacerdote contemporáneo del Pontífice, refiere que compuso un sacramentado, pero el Sacramentario Gelasiano es de época posterior. Antiguamente se atribuía a San Gelasio un decreto sobre los libros canónicos de la Sagrada Escritura, pero está probado que no fue él el autor de dicho decreto.



SAN COLUMBANO, Abad de Luxeuil y de Bobbio (615 p .c.)





   El más grande de los monjes misioneros irlandeses que actuaron en el continente europeo, debió nacer más o menos cuando murió San Benito, el patriarca de los monjes de occidente, cuya regla adoptarían un día todos los monasterios de San Columbano.

   Columbano nació en Leinster y recibió una buena educación. Estuvo a punto de echarla a perder cuando era joven a causa de las tentaciones de la carne. En efecto, ciertas “Lascivae puellae” (mujercillas de mala vida), según cuenta Jonás, el biógrafo del santo, trataron de corromperle, y Columbano se sintió muy tentado a ceder. En su aflicción, pidió consejo a una mujer muy piadosa, que durante años había vivido alejada del mundo, y ésta le dijo que, si era necesario, partiese de su patria para huir de la tentación. “¿Crees que podrás resistir? Acuérdate de los halagos de Eva y de la caída de Adán; acuérdate de Sansón vencido por Dalila; recuerda a David, a quien la belleza de Bethsabé apartó del buen camino, acuérdate del sabio Salomón engañado por las mujeres. Huye, escapa lejos de ese río en el que tantos han caído.”

   Columbano creyó encontrar en esas palabras algo más que el prudente consejo a un joven que atraviesa por una prueba tan común en la adolescencia y las interpretó como un llamamiento a renunciar al mundo y abrazar la vida religiósa. Así pues, abandonó a su madre, a pesar de que ésta trató de impedírselo, y se fue a vivir en una isla de Lough Eme, llamada Cluain Inis, con el monje Sinell. Más tarde, se trasladó a la famosa escuela monástica de Bangor, en Belfast Lough. No sabemos cuánto tiempo pasó ahí; Jonás dice que “muchos años”. Probablemente, tenía alrededor de cuarenta y cinco años cuando obtuvo permiso de San Congall para partir del monasterio. Con doce compañeros, se trasladó a la Galia, donde las invasiones de los bárbaros, las guerras civiles y la relajación del clero, habían reducido la religión a un estado lamentable.

   Los monjes irlandeses empezaron inmediatamente a predicar al pueblo con el ejemplo de su caridad, penitencia y devoción. Su fama llegó a oídos del rey Guntramo de Borgoña, el cual, hacia el año 500, regaló a San Columbano unas tierras para que construyese en Annegray, en las montañas de los Vosgos, su primer monasterio.

   El biógrafo del santo relata ciertos incidentes que recuerdan algunas escenas de la vida de San Francisco de Asís. Pronto, el convento de Annegray resultó insuficiente, pues muchísimos monjes querían vivir bajo la dirección de Columbano. El santo construyó entonces el monasterio de Luxeuil, no lejos del primero, y también el de Fontes (actualmente Fontaine), que se llamó así por las fuentes que ahí había. Estas tres fundaciones y la de Bobbio fueron las que Columbario llevó a cabo personalmente. Sus discípulos establecieron numerosos monasterios en Francia, Alemania, Suiza e Italia, que se convirtieron en centros de religión e industria, en el período oscuro de la Edad Media. San Columbano estableció como fundamento de su regla el amor de Dios y del prójimo, y sobre ese precepto general erigió todo el edificio. Mandó que los monjes comiesen en forma muy sencilla y en proporción al trabajo que ejecutasen. Dispuso que comiesen diariamente para poder cumplir con sus obligaciones. Prescribió el tiempo que debían emplear en la oración, en la lectura y en el trabajo manual. El santo afirmaba que recibió esas reglas de sus mayores, es decir, de los monjes irlandeses. Impuso a todos los monjes la obligación de orar en privado en sus celdas, y señaló que lo esencial es la oración del corazón y la concentración de la mente en Dios. La regla se complementa con un penitencial en el que se determinan las penitencias que deben imponerse a los monjes por cada falta, por leve que ésta sea. La regla de San Columbano difiere principalmente de la de San Benito por su severidad, tan característica del cristianismo céltico. En efecto, las menores transgresiones se castigan con ayunos a pan y agua y disciplinas. El rezo del oficio divino es particularmente largo. (El máximo es de setenta y cinco salmos diarios en invierno). Puede decirse que en materia de austeridad, los monjes célticos rivalizaban con los de oriente.

   Al cabo de doce años de gran paz, los obispos francos empezaron a mostrar cierta hostilidad contra los monjes de San Columbano y convocaron a éste ante un sínodo para que justificase sus costumbres célticas (fecha de la Pascua, etc.). El santo se negó a comparecer, “para no caer en disputas de palabras”; pero dirigió a la asamblea una carta en la que él, “pobre extranjero en estas regiones por la causa de Cristo”, suplica humildemente que le dejen en paz, e indica claramente que el sínodo tiene asuntos más graves en qué ocuparse que la fecha de la Pascua. Como los obispos insistiesen, San Columbano apeló a la Santa Sede. En sus cartas a dos diferentes Papas protestó de su ortodoxia y de la de sus monjes, explicó las costumbres irlandesas y pidió que se las confirmara. El tono de las cartas es muy sincero y, para excusarse por ello, dice el santo: “Perdonadme, os ruego, bendito Pontífice, el atrevimiento que me lleva a escribir en forma tan presuntuosa. Os ruego que, por lo menos una vez, os acordéis de mí en vuestras santas oraciones, pues soy un indigno pecador.”

   Pronto se vio San Columbano envuelto en una tempestad más seria. El rey de Borgoña, Teodorico II, profesaba gran respeto al santo, pero éste le reprendió por tener concubinas en vez de casarse, lo cual molestó mucho a la reina Brunequilda, abuela de Teodorico, que había sido regente del reino, pues temía que, si su nieto se casaba, ella perdería su influencia. La cólera de Brunequilda llegó al colmo cuando Columbano se negó a bendecir a los cuatro hijos naturales de Teodorico, diciendo: “No heredarán el reino, pues son mal nacidos.” Por otra parte, el santo negó a Brunequilda la entrada en su monasterio, como lo hacía con todas las mujeres y aun con los laicos. Como eso era contrario a la costumbre franca, Brunequilda lo aprovechó como pretexto para excitar a Teodorico contra San Columbano. El resultado fue que el año 610, el santo y todos sus monjes irlandeses fueron deportados a Irlanda. Es imposible que los obispos hayan intervenido en la expulsión por debajo del agua. Desde Nantes escribió San Columbano su famosa carta a los monjes que habían quedado en Luxeuil. Montalembert dice que esa carta contiene “algunos de los pensamientos más bellos que el genio cristiano haya producido jamás.”

   El santo se embarcó en Nantes; pero una tempestad le obligó a volver a tierra. Entonces, San Columbano se dirigió, pasando por París y Meaux, a la corte de Teodeberto II de Austrasia, que estaba en Metz. El monarca le acogió amablemente. Bajo su protección, Columbano y algunos de sus discípulos fueron a predicar a los infieles de las cercanías del lago de Zúrich. Como no fuesen ahí bien recibidos, se trasladaron a un hermoso valle de las cercanías del lago de Constanza, actualmente Bregenz. Ahí encontraron un oratorio abandonado dedicado a Santa Aurelia y junto a él construyeron sus celdas. Pero también ahí los métodos enérgicos de algunos de los misioneros, especialmente de San Galo, provocaron al pueblo contra ellos. Por otra parte, Austrasia y Borgoña estaban en guerra. Teodoberto resultó vencido y sus propios súbditos le entregaron a su hermano Teodorico, quien le envió a su abuela Brunequilda.

   San Columbano, viendo que su enemigo era el amo de la región en que se hallaba y que su vida corría peligro, cruzó los Alpes (por más que tenía ya unos setenta años). En Milán fue muy bien acogido por el rey arriano Agilulfo de Lombardia y su esposa Teodelinda. El santo empezó inmediatamente a combatir el arrianismo, contra el que escribió un tratado, e intervino en el asunto de los Tres Capítulos. Aquellos escritos fueron condenados por el quinto Concilio Ecuménico de Constantinopla, porque favorecían el nestorianismo. Los obispos de Istria y algunos de los de Lombardia defendieron los Tres Capítulos con tal ardor, que rompieron la comunión con el Papa. El rey y la reina indujeron a San Columbano a que escribiese francamente al Papa San Bonifacio IV en defensa de esos escritos, urgiéndole a velar por la ortodoxia. San Columbano conocía mal el tema de la controversia. Por lo demás, no dejó de formular claramente su ardiente deseo de permanecer en la unidad de la fe, su intensa devoción a la Santa Sede y su convicción de que “el pilar de la Iglesia ha estado siempre en Roma”. En seguida añadía: “Nosotros los irlandeses, que vivimos en el extremo de la tierra, somos seguidores de San Pedro y San Pablo y de los discípulos que escribieron los libros canónicos inspirados por el Espíritu Santo. No aceptamos nada que no esté conforme con las enseñanzas evangélicas y apostólicas... Confieso que me hace sufrir la mala fama que tiene la cátedra de San Pedro en esta región... Como lo he dicho antes, estamos ligados a la cátedra de San Pedro. Cierto que Roma es grande y famosa por sí misma, pero ante nosotros, sólo es grande y famosa por la cátedra de San Pedro.” Admitiendo que se expresa con demasiada franqueza (pues llega a llamar al Papa Vigilio “causa de escándalo”), escribió en la misma carta: “Si en ésta o en alguna otra de mis cartas... encontráis expresiones dictadas por un celo excesivo, atribuidlas a indiscreción y no a orgullo. Velad por la paz de la Iglesia..., emplead la voz y los gestos del verdadero pastor y defended a vuestro rebaño de los lobos.” San Columbano llama al Papa “pastor de pastores”, “jefe de los jefes”, “Pontífice único, cuyo poder se engrandece honrando al Apóstol Pedro”.

   Agilulfo regaló a Columbano una iglesia en ruinas y ciertas tierras en Ebovium (Bobbio). En ese valle de los Apeninos, situado entre Génova y Piaeenzn, emprendió el santo la fundación de la abadía de San Pedro. A pesar de su avanzada edad, trabajó personalmente en la construcción. Pero lo que deseaba ardientemente, era el retiro para prepararse a bien morir. Cuando visitó a Clotario II de Neustria, a su regreso de Nantes, había profetizado que Teodorico caería tres años más tarde. La profecía se cumplió. Teodorico había muerto, Brunequilda fue brutalmente asesinada y Clotario era el amo de Austrasia y de Borgoña. Recordando la profecía de San Columbano, el monarca le invitó a volver a Francia. El santo no pudo aceptar la invitación pero rogó a Clotario que se mostrase bondadoso con los monjes de Luxeuil. Poco después murió, el 23 de noviembre de 615.

   Alban Butler, que escribió a mediados del siglo XVIII, decía: “Luxeuil es todavía un monasterio muy floreciente”, ocupado por la congregación benedictina de San Vitono. Pero cincuenta años después, la Revolución Francesa puso fin a la larga, azarosa y gloriosa historia de Luxeuil. En cuanto al monasterio de Bobbio, cuya biblioteca llegó a ser una de las mayores durante la Edad Media, empezó a declinar desde el siglo XV y fue suprimido por los franceses en 1803; la biblioteca había empezado a dispersarse casi tres siglos antes. Sin embargo, todavía se celebra la fiesta de San Columbano en la pequeña diócesis de Bobbio. El Martirologio Romano le menciona el 21 de noviembre y los benedictinos celebran su fiesta en el mismo día. En el norte de Italia quedan numerosas huellas del culto que se tributaba antiguamente al santo.

   Un monje de Bobbio, llamado Jonás, escribió una biografía poco después de la muerte de San Columbano. Dicha obra es nuestra principal fuente.




SAN ALBERTO DE LOVAINA, Obispo de Lieja, Mártir (1192 p.c.)




   
   En el siglo XII, las nobles casas de Brabante y Hainaut se disputaron constantemente la extensa y poderosa diócesis de Lieja. El obispo de dicha sede ejercía forzosamente gran influencia en la política de su tiempo. Precisamente, la costumbre abusiva, pero tan común en aquella, época, de emplear una sede como instrumento político fue la causa de la muerte violenta de Alberto de Lovaina. Había nacido éste en 1116. Era hijo de Godofredo, duque de Brabante, y de Margarita de Limburgo. Pasó la niñez en el castillo que tenía su padre en la colina de Lovaina que se llama actualmente Mont Cesar, en la que hay una abadía benedictina muy conocida. Desde muy joven, se escogió a Alberto para el estado clerical. A los doce años se le nombró canónigo de Lieja; pero a los veintiún años, el joven renunció a ese beneficio y pidió a Balduino V, conde de Hainaut que le diese el espaldarazo de caballero. Balduino accedió y le envió a combatir a sus enemigos. Dado lo que aconteció después, podemos suponer que Alberto tenía la intención de partir a la Cruzada. En efecto, cuando el cardenal Enrique de Albano, legado pontificio, predicó algunos meses más tarde la Cruzada en Lieja, uno de los que “tomaron la cruz” fue Alberto. Pero, por la misma época, abrazó la vida clerical y recibió nuevamente su canonjía. Ignoramos qué fue lo que provocó este curioso incidente. Lo cierto es que Alberto no fue nunca al oriente, ni como soldado ni como clérigo. Al año siguiente, fue nombrado archidiácono de Brabante y, a ésa siguieron otras dignidades. Sin embargo, aunque Alberto era archidiácono y preboste por oficio, sólo había recibido el subdiaconado.

   En 1191 murió el obispo de Lieja. Los dos candidatos a la sucesión se llamaban Alberto, ambos eran archidiáconos y ninguno de los dos era sacerdote. El otro era Alberto de Rathel, diácono, primo de Balduino de Hainaut y tío de la emperatriz Constancia, esposa de Enrique IV. Un cronista de la época dice que acudieron a la elección, que tuvo lugar en Lieja, muchos duques, condes y hombres de armas. Pero Alberto de Lovaina era claramente el candidato de mayores cualidades, y el capítulo le eligió por una mayoría aplastante. Entonces, Alberto de Rethel apeló a su pariente, el emperador, quien era enemigo del hermano de Alberto de Lovaina, Enrique de Brabante. El emperador convocó a ambas partes a Worms. Prácticamente, todo el clero de Lieja estaba en favor de San Alberto, en tanto que sólo una minoría de canónigos apoyaba a Alberto de Rethel. Pero el emperador, en vez de fallar en favor de uno de los dos, anunció que había concedido la sede al preboste de Bonn, Lotario, a quien acababa de nombrar canciller imperial a cambio de tres mil marcos. San Alberto manifestó serenamente al emperador que su elección era canónicamente válida, le reprochó el coartar la libertad de la Iglesia y apeló a la Santa Sede. En seguida, partió para Roma por caminos poco transitados y disfrazado de criado, pues el emperador quería detenerle. El mismo cuidaba a su caballo por la noche, ayudaba en la cocina y, en cierta ocasión, llegó incluso a limpiar las botas de un criado que se lo pidió. El Papa Celestino III después de madura deliberación declaró que la elección de San Alberto había sido válida y la confirmó.

   Sin embargo, San Alberto no pudo tomar posesión de su sede a su regreso, pues Lotario se había apoderado de ella y además, el arzobispo Bruno de Colonia, que era ya anciano y estaba enfermo, no se atrevió a consagrarle por miedo al emperador. El Papa Celestino, previendo eso, autorizó al arzobispo Guillermo de Reims a consagrar y ordenar a San Alberto en su diócesis. Mientras el santo se hallaba en Reims, llegó a la ciudad la noticia de que el emperador había ido a Lieja a exterminar a San Alberto y sus partidarios. El tío de San Alberto quería partir con un grupo de nobles para enfrentarse con el emperador y defender los derechos de su sobrino, pero éste, que tenía una idea más alta de los deberes de un cristiano, prefirió permanecer en el destierro para evitar la guerra. Entre tanto, el emperador tomó severas medidas contra el clero de Lieja, obligó a someterse a los partidarios de San Alberto y partió a Maestricht, donde urdió un nuevo plan. El 24 de noviembre de 1192, al cabo de casi diez semanas en Reims, San Alberto fue a visitar la abadía de San Remigio, fuera de las murallas. Ciertos caballeros alemanes, que le esperaban en un paso muy estrecho, le dieron muerte. Toda la ciudad se estremeció de horror. San Alberto fue sepultado con grandes honores en la catedral. El emperador Enrique tuvo que hacer penitencia, Lotario fue excomulgado y se vio obligado a huir.

   La historia de las reliquias del santo es interesante. En efecto, en 1612 sus presuntas reliquias fueron trasladadas de Reims a la iglesia del convento del Carmelo, en Bruselas. Con tal ocasión, el Papa Paulo V concedió una misa y un oficio de San Alberto a todas las iglesias de Bruselas y a la catedral de Reims. En 1919, cuando se limpió de escombros la catedral de Reims, tras los bombardeos alemanes, se abrió la supuesta tumba de Odalrico, un arzobispo del siglo X. El contenido intrigó a las autoridades, las cuales nombraron una comisión de clérigos, arqueólogos y médicos para que estudiasen los restos. En 1921, la comisión declaró unánimemente que el esqueleto de la tumba de Odalrico era el de San Alberto de Lovaina y que las reliquias trasladadas a Bruselas en 1612, habían sido las de Odalrico.* En respuesta a la petición de un miembro belga de la comisión, quien quería que el capítulo metropolitano de Reims cumpliese la promesa que había hecho tres siglos antes de enviar a Bélgica las reliquias de San Alberto, Mons. Neveux, obispo auxiliar de Reims dijo que no podía dar una respuesta definitiva por el momento, pero que, en su opinión, “las promesas solemnes no eran simplemente papeles inútiles” . Por su parte, el cardenal Mercier, arzobispo de Malinas, después de reunir todas las porciones dispersas de los restos de Odalrico, los envió nuevamente a Reims. El 18 de noviembre de 1921 el cardenal Lugon, arzobispo de Reims, entregó las verdaderas reliquias de San Alberto a Mons. Van Cauwenvergh y a Dom Sebastián Braun, O.S.B., a quienes el primado de Bélgica había comisionado para recibirlas. Una importante reliquia del santo fue separada del resto y enviada a Reims. 


* No se puede acusar de fraude a los canónigos del siglo XVII. La comisión puso en claro que la confusión de las inscripciones de las dos tumbas podía muy fácilmente haber sido la causa del error.


VIDAS DE LOS SANTOS
DE BUTLER


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