SAN GELASIO I, Papa (496 p .c.)
El sucesor de San Félix
II en la cátedra de San Pedro fue un Pontífice enérgico y hábil, “famoso en todo el mundo por su saber y santidad”, según dice un contemporáneo suyo. Gelasio mantuvo
la firme actitud de su predecesor para con el “cisma
acaciano” provocado por los monofisitas. Después
de la muerte de Acacio, Eufemio, el patriarca de Constantinopla, trató de poner
fin al cisma, pero el emperador Anastasio I se declaró en favor del “Henotikon”
y era imposible entrar en comunión con Roma sin repudiar dicho documento y sin
reconocer la condenación de Acacio. El
Papa escribió al patriarca: “Hermano Eufemio, un día
nos presentaremos al juicio de Cristo, rodeados por todos aquellos que han
defendido la fe. Ahí se verá si la gloriosa confesión de San Pedro no hizo todo
lo posible por salvar a los que le habían sido confiados y si los que le
negaron la obediencia procedieron con obstinación y espíritu de rebeldía.”
En varias ocasiones, sobre todo en sus
cartas, San Gelasio recalcó la supremacía de la sede de Pedro, particularmente
en un párrafo de una carta al emperador Anastasio, en el que exponía las normas
que deben regir las relaciones entre las autoridades civiles y religiosas.
Sin embargo, llamando al obispo de Constantinopla “sufragáneo de segunda importancia
de Heraclea”, San Gelasio pensaba seguramente más en el pasado que en el
presente. El santo insistió mucho en que
los obispos debían emplear la cuarta parte de sus rentas en obras de caridad y
se opuso absolutamente al intento de resucitar la fiesta pagana de las “Lupercalia”. Es interesante notar que San Gelasio defendía
la comunión bajo las dos especies, pues los maniqueos consideraban el vino como
malo y se abstenían del cáliz eucarístico. Se cree que San Gelasio escribió
mucho, pero se conservan muy pocos de sus escritos. Genadio, un sacerdote
contemporáneo del Pontífice, refiere que compuso un sacramentado, pero el Sacramentario
Gelasiano es de época posterior. Antiguamente se atribuía a San Gelasio un
decreto sobre los libros canónicos de la Sagrada Escritura, pero está probado
que no fue él el autor de dicho decreto.
SAN COLUMBANO, Abad de Luxeuil y de
Bobbio (615 p .c.)
El más grande de los monjes misioneros
irlandeses que actuaron en el continente europeo, debió nacer más o menos cuando
murió San Benito, el patriarca de los monjes de occidente, cuya regla
adoptarían un día todos los monasterios de San Columbano.
Columbano nació en Leinster y recibió una
buena educación. Estuvo a punto de echarla a perder cuando era joven a causa de
las tentaciones de la carne. En efecto, ciertas “Lascivae puellae” (mujercillas de mala vida), según
cuenta Jonás, el biógrafo del santo, trataron de corromperle, y Columbano se
sintió muy tentado a ceder. En su aflicción, pidió consejo a una mujer muy piadosa,
que durante años había vivido alejada del mundo, y ésta le dijo que, si era
necesario, partiese de su patria para huir de la tentación. “¿Crees que podrás resistir? Acuérdate de los
halagos de Eva y de la caída de Adán; acuérdate de Sansón vencido por Dalila;
recuerda a David, a quien la belleza de Bethsabé apartó del buen camino,
acuérdate del sabio Salomón engañado por las mujeres. Huye, escapa lejos de ese
río en el que tantos han caído.”
Columbano creyó encontrar en esas palabras
algo más que el prudente consejo a un joven que atraviesa por una prueba tan
común en la adolescencia y las interpretó como un llamamiento a renunciar al
mundo y abrazar la vida religiósa. Así pues, abandonó a su madre, a pesar de que ésta trató de impedírselo, y se fue
a vivir en una isla de Lough Eme, llamada Cluain Inis, con el monje Sinell. Más
tarde, se trasladó a la famosa escuela monástica de Bangor, en Belfast Lough.
No sabemos cuánto tiempo pasó ahí; Jonás dice que “muchos años”. Probablemente, tenía alrededor de cuarenta
y cinco años cuando obtuvo permiso de San Congall para partir del monasterio.
Con doce compañeros, se trasladó a la Galia, donde las invasiones de los
bárbaros, las guerras civiles y la relajación del clero, habían reducido la
religión a un estado lamentable.
Los monjes irlandeses empezaron
inmediatamente a predicar al pueblo con el ejemplo de su caridad, penitencia y
devoción. Su fama llegó a oídos del rey Guntramo de Borgoña, el cual, hacia el
año 500, regaló a San Columbano unas tierras para que construyese en Annegray,
en las montañas de los Vosgos, su primer monasterio.
El biógrafo del santo relata ciertos
incidentes que recuerdan algunas escenas de la vida de San Francisco de Asís.
Pronto, el convento de Annegray resultó insuficiente, pues muchísimos monjes
querían vivir bajo la dirección de Columbano. El santo construyó entonces el monasterio de Luxeuil, no lejos del
primero, y también el de Fontes (actualmente Fontaine), que se llamó así por las fuentes que ahí
había. Estas tres fundaciones y la de Bobbio fueron las que Columbario
llevó a cabo personalmente. Sus discípulos establecieron numerosos monasterios
en Francia, Alemania, Suiza e Italia, que se convirtieron en centros de
religión e industria, en el período oscuro de la Edad Media. San Columbano
estableció como fundamento de su regla el amor de Dios y del prójimo, y sobre
ese precepto general erigió todo el edificio. Mandó que los monjes comiesen en
forma muy sencilla y en proporción al trabajo que ejecutasen. Dispuso que
comiesen diariamente para poder cumplir con sus obligaciones. Prescribió el
tiempo que debían emplear en la oración, en la lectura y en el trabajo manual.
El santo afirmaba que recibió esas reglas de sus mayores, es decir, de los monjes
irlandeses. Impuso a todos los monjes la obligación de orar en privado en sus
celdas, y señaló que lo esencial es la oración del corazón y la concentración
de la mente en Dios. La regla se complementa con un penitencial en el que se
determinan las penitencias que deben imponerse a los monjes por cada falta, por
leve que ésta sea. La regla de San Columbano difiere principalmente de la de
San Benito por su severidad, tan característica del cristianismo céltico. En
efecto, las menores transgresiones se castigan con ayunos a pan y agua y
disciplinas. El rezo del oficio divino es particularmente largo. (El máximo es
de setenta y cinco salmos diarios en invierno). Puede decirse que en materia de
austeridad, los monjes célticos rivalizaban con los de oriente.
Al cabo de doce años de gran paz, los
obispos francos empezaron a mostrar cierta hostilidad contra los monjes de San
Columbano y convocaron a éste ante un sínodo para que justificase sus
costumbres célticas (fecha de la Pascua, etc.). El santo se negó a comparecer, “para no caer en disputas de palabras”; pero
dirigió a la asamblea una carta en la que él, “pobre extranjero en estas regiones por la
causa de Cristo”, suplica humildemente que le dejen en paz, e indica
claramente que el sínodo tiene asuntos más graves en qué ocuparse que la fecha
de la Pascua. Como los obispos insistiesen, San Columbano apeló a la Santa
Sede. En sus cartas a dos diferentes Papas protestó de su ortodoxia y de la de
sus monjes, explicó las costumbres irlandesas y pidió que se las confirmara. El tono de las cartas es muy sincero y,
para excusarse por ello, dice el santo: “Perdonadme, os ruego, bendito Pontífice,
el atrevimiento que me lleva a escribir en forma tan presuntuosa. Os ruego que,
por lo menos una vez, os acordéis de mí en vuestras santas oraciones, pues soy
un indigno pecador.”
Pronto se vio San
Columbano envuelto en una tempestad más seria. El rey de Borgoña, Teodorico II,
profesaba gran respeto al santo, pero éste le reprendió por tener concubinas en
vez de casarse, lo cual molestó mucho a la reina Brunequilda, abuela de
Teodorico, que había sido regente del reino, pues temía que, si su nieto se
casaba, ella perdería su influencia. La cólera de Brunequilda llegó al colmo
cuando Columbano se negó a bendecir a los cuatro hijos naturales de Teodorico,
diciendo: “No heredarán el reino, pues son mal nacidos.” Por otra parte, el santo negó a Brunequilda la
entrada en su monasterio, como lo hacía con todas las mujeres y aun con los
laicos. Como eso era contrario a la costumbre franca, Brunequilda lo aprovechó
como pretexto para excitar a Teodorico contra San Columbano. El resultado fue
que el año 610, el santo y todos sus monjes irlandeses fueron deportados a
Irlanda. Es imposible que los obispos hayan intervenido en la expulsión por
debajo del agua. Desde Nantes escribió
San Columbano su famosa carta a los monjes que habían quedado en Luxeuil.
Montalembert dice que esa carta contiene “algunos de los pensamientos más bellos que el
genio cristiano haya producido jamás.”
El santo se embarcó en Nantes; pero una
tempestad le obligó a volver a tierra. Entonces, San Columbano se dirigió,
pasando por París y Meaux, a la corte de Teodeberto II de Austrasia, que estaba
en Metz. El monarca le acogió amablemente. Bajo su protección, Columbano y
algunos de sus discípulos fueron a predicar a los infieles de las cercanías del
lago de Zúrich. Como no fuesen ahí bien recibidos, se trasladaron a un hermoso
valle de las cercanías del lago de Constanza, actualmente Bregenz. Ahí
encontraron un oratorio abandonado dedicado a Santa Aurelia y junto a él
construyeron sus celdas. Pero también ahí los métodos enérgicos de algunos de
los misioneros, especialmente de San Galo, provocaron al pueblo contra ellos.
Por otra parte, Austrasia y Borgoña estaban en guerra. Teodoberto resultó
vencido y sus propios súbditos le entregaron a su hermano Teodorico, quien le
envió a su abuela Brunequilda.
San Columbano, viendo que su enemigo era el
amo de la región en que se hallaba y que su vida corría peligro, cruzó los
Alpes (por más que tenía ya unos setenta años). En Milán fue muy bien acogido
por el rey arriano Agilulfo de Lombardia y su esposa Teodelinda. El santo
empezó inmediatamente a combatir el arrianismo, contra el que escribió un
tratado, e intervino en el asunto de los Tres Capítulos. Aquellos escritos
fueron condenados por el quinto Concilio Ecuménico de Constantinopla, porque
favorecían el nestorianismo. Los obispos de Istria y algunos de los de
Lombardia defendieron los Tres Capítulos con tal ardor, que rompieron la
comunión con el Papa. El rey y la reina indujeron a San Columbano a que
escribiese francamente al Papa San Bonifacio IV en defensa de esos escritos,
urgiéndole a velar por la ortodoxia. San Columbano conocía mal el tema de la
controversia. Por lo demás, no dejó de
formular claramente su ardiente deseo de permanecer en la unidad de la fe, su
intensa devoción a la Santa Sede y su convicción de que “el pilar de la Iglesia ha estado siempre en Roma”. En seguida
añadía: “Nosotros los irlandeses,
que vivimos en el extremo de la tierra, somos seguidores de San Pedro y San
Pablo y de los discípulos que escribieron los libros canónicos inspirados por
el Espíritu Santo. No aceptamos nada que no esté conforme con las enseñanzas
evangélicas y apostólicas... Confieso que me hace sufrir la mala fama que tiene
la cátedra de San Pedro en esta región... Como lo he dicho antes, estamos
ligados a la cátedra de San Pedro. Cierto que Roma es grande y famosa por sí
misma, pero ante nosotros, sólo es grande y famosa por la cátedra de San
Pedro.” Admitiendo que se expresa con demasiada franqueza
(pues llega a llamar al Papa Vigilio “causa de escándalo”), escribió en la misma carta: “Si en ésta o en alguna
otra de mis cartas... encontráis expresiones dictadas por un celo excesivo,
atribuidlas a indiscreción y no a orgullo. Velad por la paz de la Iglesia...,
emplead la voz y los gestos del verdadero pastor y defended a vuestro rebaño de
los lobos.” San
Columbano llama al Papa “pastor de pastores”,
“jefe de los jefes”, “Pontífice único, cuyo poder se engrandece honrando al
Apóstol Pedro”.
Agilulfo regaló a Columbano una iglesia en
ruinas y ciertas tierras en Ebovium (Bobbio). En ese valle de los Apeninos,
situado entre Génova y Piaeenzn, emprendió el santo la fundación de la abadía
de San Pedro. A pesar de su avanzada edad, trabajó personalmente en la
construcción. Pero lo que deseaba ardientemente, era el retiro para prepararse
a bien morir. Cuando visitó a Clotario II de Neustria, a su regreso de Nantes,
había profetizado que Teodorico caería tres años más tarde. La profecía se
cumplió. Teodorico había muerto, Brunequilda fue brutalmente asesinada y
Clotario era el amo de Austrasia y de Borgoña. Recordando la profecía de San
Columbano, el monarca le invitó a volver a Francia. El santo no pudo aceptar la
invitación pero rogó a Clotario que se mostrase bondadoso con los monjes de
Luxeuil. Poco después murió, el 23 de noviembre de 615.
Alban
Butler, que escribió a mediados del siglo XVIII, decía: “Luxeuil es todavía
un monasterio muy floreciente”, ocupado por la congregación
benedictina de San Vitono. Pero cincuenta años después, la Revolución Francesa
puso fin a la larga, azarosa y gloriosa historia de Luxeuil. En cuanto al
monasterio de Bobbio, cuya biblioteca llegó a ser una de las mayores durante la
Edad Media, empezó a declinar desde el siglo XV y fue suprimido por los
franceses en 1803; la biblioteca había empezado a dispersarse casi tres siglos
antes. Sin embargo, todavía se
celebra la fiesta de San Columbano en la pequeña diócesis de Bobbio. El
Martirologio Romano le menciona el 21 de noviembre y los benedictinos celebran
su fiesta en el mismo día. En el norte de Italia quedan numerosas huellas del
culto que se tributaba antiguamente al santo.
Un monje de Bobbio, llamado Jonás, escribió
una biografía poco después de la muerte de San Columbano. Dicha obra es nuestra
principal fuente.
SAN ALBERTO DE LOVAINA, Obispo de Lieja,
Mártir (1192 p.c.)
En el siglo XII, las nobles casas de
Brabante y Hainaut se disputaron constantemente la extensa y poderosa diócesis
de Lieja. El obispo de dicha sede ejercía forzosamente gran influencia en la
política de su tiempo. Precisamente, la costumbre abusiva, pero tan común en
aquella, época, de emplear una sede como instrumento político fue la causa de
la muerte violenta de Alberto de Lovaina. Había nacido éste en 1116. Era hijo
de Godofredo, duque de Brabante, y de Margarita de Limburgo. Pasó la niñez en
el castillo que tenía su padre en la colina de Lovaina que se llama actualmente
Mont Cesar, en la que hay una abadía benedictina muy conocida. Desde muy joven,
se escogió a Alberto para el estado clerical. A los doce años se le nombró
canónigo de Lieja; pero a los veintiún años, el joven renunció a ese beneficio
y pidió a Balduino V, conde de Hainaut que le diese el espaldarazo de
caballero. Balduino accedió y le envió a combatir a sus
enemigos. Dado lo que aconteció después, podemos suponer que Alberto tenía la
intención de partir a la Cruzada. En efecto, cuando el cardenal Enrique de
Albano, legado pontificio, predicó algunos meses más tarde la Cruzada en Lieja,
uno de los que “tomaron la cruz” fue Alberto. Pero, por la misma época, abrazó
la vida clerical y recibió nuevamente su canonjía. Ignoramos qué fue lo que
provocó este curioso incidente. Lo cierto es que Alberto no fue nunca al
oriente, ni como soldado ni como clérigo. Al año siguiente, fue nombrado
archidiácono de Brabante y, a ésa siguieron otras dignidades. Sin embargo,
aunque Alberto era archidiácono y preboste por oficio, sólo había recibido el
subdiaconado.
En 1191 murió el obispo de Lieja. Los dos
candidatos a la sucesión se llamaban Alberto, ambos eran archidiáconos y
ninguno de los dos era sacerdote. El otro era Alberto de Rathel, diácono, primo
de Balduino de Hainaut y tío de la emperatriz Constancia, esposa de Enrique IV.
Un cronista de la época dice que acudieron a la elección, que tuvo lugar en
Lieja, muchos duques, condes y hombres de armas. Pero Alberto de Lovaina era
claramente el candidato de mayores cualidades, y el capítulo le eligió por una
mayoría aplastante. Entonces, Alberto de Rethel apeló a su pariente, el
emperador, quien era enemigo del hermano de Alberto de Lovaina, Enrique de
Brabante. El emperador convocó a ambas partes a Worms. Prácticamente, todo el
clero de Lieja estaba en favor de San Alberto, en tanto que sólo una minoría de
canónigos apoyaba a Alberto de Rethel. Pero el emperador, en vez de fallar en
favor de uno de los dos, anunció que había concedido la sede al preboste de
Bonn, Lotario, a quien acababa de nombrar canciller imperial a cambio de tres
mil marcos. San Alberto manifestó serenamente al emperador que su elección era
canónicamente válida, le reprochó el coartar la libertad de la Iglesia y apeló
a la Santa Sede. En seguida, partió para Roma por caminos poco transitados y
disfrazado de criado, pues el emperador quería detenerle. El mismo cuidaba a su
caballo por la noche, ayudaba en la cocina y, en cierta ocasión, llegó incluso
a limpiar las botas de un criado que se lo pidió. El Papa Celestino III después
de madura deliberación declaró que la elección de San Alberto había sido válida
y la confirmó.
Sin embargo, San Alberto no pudo tomar
posesión de su sede a su regreso, pues Lotario se había apoderado de ella y
además, el arzobispo Bruno de Colonia, que era ya anciano y estaba enfermo, no
se atrevió a consagrarle por miedo al emperador. El Papa Celestino, previendo
eso, autorizó al arzobispo Guillermo de Reims a consagrar y ordenar a San
Alberto en su diócesis. Mientras el santo se hallaba en Reims, llegó a la
ciudad la noticia de que el emperador había ido a Lieja a exterminar a San
Alberto y sus partidarios. El tío de San Alberto quería partir con un grupo de
nobles para enfrentarse con el emperador y defender los derechos de su sobrino,
pero éste, que tenía una idea más alta de los deberes de un cristiano, prefirió
permanecer en el destierro para evitar la guerra. Entre tanto, el emperador
tomó severas medidas contra el clero de Lieja, obligó a someterse a los
partidarios de San Alberto y partió a Maestricht, donde urdió un nuevo plan. El 24 de noviembre de 1192, al cabo de casi
diez semanas en Reims, San Alberto fue a visitar la abadía de San Remigio,
fuera de las murallas. Ciertos caballeros alemanes, que le esperaban en un paso
muy estrecho, le dieron muerte. Toda la ciudad se estremeció de horror. San
Alberto fue sepultado con grandes honores en la catedral. El emperador Enrique
tuvo que hacer penitencia, Lotario fue excomulgado y se vio obligado a huir.
La historia de las reliquias del santo es interesante. En efecto, en 1612 sus presuntas reliquias fueron
trasladadas de Reims a la iglesia del convento del Carmelo, en Bruselas. Con
tal ocasión, el Papa Paulo V concedió una misa y un oficio de San Alberto a
todas las iglesias de Bruselas y a la catedral de Reims. En 1919, cuando se
limpió de escombros la catedral de Reims, tras los bombardeos alemanes, se
abrió la supuesta tumba de Odalrico, un arzobispo del siglo X. El contenido
intrigó a las autoridades, las cuales nombraron una comisión de clérigos,
arqueólogos y médicos para que estudiasen los restos. En 1921, la comisión
declaró unánimemente que el esqueleto de la tumba de Odalrico era el de San
Alberto de Lovaina y que las reliquias trasladadas a Bruselas en 1612, habían
sido las de Odalrico.* En respuesta a la petición de un miembro belga de la
comisión, quien quería que el capítulo metropolitano de Reims cumpliese la
promesa que había hecho tres siglos antes de enviar a Bélgica las reliquias de
San Alberto, Mons. Neveux, obispo auxiliar de Reims dijo que no podía dar una
respuesta definitiva por el momento, pero que, en su opinión, “las promesas
solemnes no eran simplemente papeles inútiles” . Por su parte, el
cardenal Mercier, arzobispo de Malinas, después de reunir todas las porciones
dispersas de los restos de Odalrico, los envió nuevamente a Reims. El 18 de noviembre de 1921 el cardenal
Lugon, arzobispo de Reims, entregó las verdaderas reliquias de San Alberto a
Mons. Van Cauwenvergh y a Dom Sebastián Braun, O.S.B., a quienes el primado de
Bélgica había comisionado para recibirlas. Una importante reliquia del santo fue
separada del resto y enviada a Reims.
*
No se puede acusar de fraude a los canónigos del siglo XVII. La comisión puso
en claro que la confusión de las inscripciones de las dos tumbas podía muy
fácilmente haber sido la causa del error.
VIDAS DE LOS SANTOS
DE BUTLER
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