SAN CLEMENTE I, Papa y Mártir (+ 99 p.c.)
EL tercer sucesor de San Pedro,
probablemente San Clemente, fue contemporáneo de los santos Pedro y Pablo,
según se cree. En efecto, San Ireneo escribía en la segunda mitad del siglo II:
“Vio a los bienaventurados apóstoles y habló
con ellos. La predicación de éstos vibraba aún en sus oídos y conservaba sus enseñanzas
ante los ojos.”
Orígenes y otros autores le identifican con
el Clemente a quien San Pablo llama su compañero de trabajos (Fil., 4, 3) y así
lo repiten la misa y el oficio del santo; pero se trata de una identificación
muy dudosa. Ciertamente, no fue nuestro santo el
Clemente Flavio condenado a muerte el año 95. Pero no es imposible que haya
sido un liberto de la servidumbre del emperador, cuyos ascendientes fueron
judíos. No poseemos ningún detalle sobre su vida. Las “actas”
del siglo IV, que son apócrifas, afirman que convirtió a una pareja de
patricios, llamados Sisinio y Teodora, y a otros 423. Aquello le atrajo el odio
del pueblo y el emperador Trajano le desterró a Crimea, donde tuvo que trabajar
en las canteras.
La fuente más próxima distaba diez kilómetros,
pero Clemente descubrió por inspiración del cielo otro manantial más próximo,
donde pudieron beber los numerosos cristianos cautivos. El santo predicó en las
canteras con tanto éxito que, al poco tiempo, había ya setenta y cinco
iglesias. Entonces, fue arrojado al mar con un ancla colgada al cuello. Los
ángeles le construyeron un sepulcro bajo las olas. Cada año, las aguas se
abrían milagrosamente para dejar ver el sepulcro.
San
Ireneo dice: “En la época de Clemente,
estalló una importante sedición entre los hermanos de Corinto. La iglesia de
Roma les envió una larga carta para restablecer la paz, renovar la fe y para
anunciarles la tradición que había recibido recientemente de los apóstoles.”
Esa carta hizo famoso
el nombre del Papa Clemente I.
En los
primeros tiempos de la Iglesia, la carta de Clemente tenía casi tanta autoridad
como los libros de la Sagrada Escritura y Solía leerse junto con ellos en las
iglesias. En el manuscrito de la Biblia (Codex Alexandrinus, siglo V) que Cirilo Lukaris, patriarca de Constantinopla, envió al
rey Jacobo I de Inglaterra, había una copia de la carta de Clemente. Patricio
Young, encargado de la biblioteca real de Inglaterra, la publicó en Oxford, en
1633.
San Clemente comienza por dar una
explicación de que las dificultades por las que atraviesa la Iglesia en Roma (la persecución de Diocleciano) le
habían impedido escribir antes. En seguida, recuerda a los corintios
cuán edificante había sido su conducta cuando todos eran humildes, cuando
deseaban más obedecer que mandar y estaban más prontos a dar que a recibir,
cuando estaban satisfechos con los bienes que Dios les había concedido y
escuchaban diligentemente su Palabra. En aquella época eran sinceros,
inocentes, sabían perdonar las injurias, detestaban la sedición y el cisma. San
Clemente se lamenta de que hubiesen olvidado el temor de Dios y cayesen en el
orgullo, en la envidia y en las disensiones y los exhorta a deponer la soberbia
y la ira, porque Cristo está con los que se humillan y no con los que se
exaltan. El cetro de la majestad de Dios, Nuestro Señor Jesucristo, no se
manifestó en el poder sino en la humillación. Clemente invita a los corintios a
contemplar el orden del mundo, en el que todo obedece a la voluntad de Dios:
los cielos, la tierra, el océano y los astros. Dado que estamos tan cerca de
Dios y que El conoce nuestros pensamientos más ocultos, no deberíamos hacer
nada contrario a su voluntad y deberíamos honrar a nuestros superiores; las
necesidades disciplinares han obligado a crear obispos y diáconos, a quienes se
debe toda obediencia. Las disputas son inevitables y los justos serán siempre
perseguidos. Pero señala que unos cuantos corintios están arruinando su
iglesia. “Obedezca cada uno a sus
superiores, según la jerarquía establecida por Dios. Que el fuerte no olvide al
débil y que el débil respete al fuerte. Que el rico socorra al pobre y que el
pobre bendiga a Dios, a quien debe el socorro del rico. Que el sabio manifieste
su sabiduría, no en sus palabras, sino en sus obras. Los grandes no podrían
subsistir sin los pequeños, ni los pequeños sin los grandes. En un cuerpo, la
cabeza no puede nada sin los pies, ni los pies sin la cabeza. Los miembros
menos importantes son útiles y necesarios al conjunto.” En seguida, Clemente afirma que en la Iglesia
los más pequeños serán los más grandes ante Dios, con tal de que cumplan con su
deber. Termina con la petición de que le “envíen pronto de vuelta a sus dos mensajeros, en paz y alegría,
para que nos anuncien cuanto antes que reinan ya entre nosotros la paz y
concordia por la que tanto hemos orado y que tanto deseamos. Así podremos
regocijarnos de vuestra paz”.
En la carta hay un pasaje muy conocido, que
el historiador anglicano Lightfoot califica de “noble reprensión” y de “primer
paso hacia la dominación pontificia”. Helo aquí: “Si algunos desobedecen las palabras que Él nos ha comunicado,
sepan que cometen un pecado grave e incurren en un peligro muy serio. Pero
nosotros seremos inocentes de ese pecado.” La carta de
Clemente es muy importante por sus hermosos pasajes, porque constituye una
prueba del prestigio y autoridad de que gozaba la sede romana a fines del siglo
I y porque está llena de alusiones históricas incidentales. Además, “constituye un modelo de carta pastoral..., una homilía sobre la
vida cristiana.” Existen
otros escritos, llamados “Pseudo-clementinos”,
que se atribuían antiguamente al Papa. Entre ellos se cuenta otra carta a los
corintios, que estaba también incluida en el “Codex” alejandrino de la Biblia.
Se venera a San Clemente como mártir, pero los autores
más antiguos no mencionan su martirio. No sabemos dónde murió. Tal vez durante
su destierro en Crimea. Sin embargo, es muy poco probable que las reliquias que
San Cirilo trasladó de Crimea a Roma, a fines del siglo IX, hayan sido
realmente las de San Clemente. Dichas reliquias fueron depositadas bajo el
altar de San Clemente, en la Vía Celia. Debajo de la iglesia y de la basílica
que se construyó encima en el siglo IV, se conservan unas habitaciones de la
época imperial. De Rossi pensaba que ahí había vivido San Clemente I. En todo
caso, no sabemos quién fue el Clemente que dio su nombre a esa iglesia que se
llamaba originalmente “titulus Clementis”. El
nombre de San Clemente I figura en el canon de la misa. Nuestro santo es uno de
los llamados “Padres Apostólicos”, que son
los que conocieron personalmente a los apóstoles o recibieron su influencia
casi directa.
SAN ANFILOQUIO, Obispo de Iconio (+ 400
p .c.)
San Anfiloquio fue
amigo íntimo de San Gregorio Nacianceno, su primo, y de San Basilio, aunque era
más joven que ellos. Las cartas de esos dos santos a Anfiloquio son nuestra
principal fuente de información.
Anfiloquio
nació en Capadocia. En su juventud, fue retórico en Constantinopla, donde, según
parece, tuvo dificultades económicas. Siendo todavía joven, se retiró a un
sitio solitario de las proximidades de Nazianzo, junto con su padre que era ya
muy anciano.
San Gregorio daba a su amigo un poco de
grano a cambio de las legumbres de su huerto. En una carta se queja, en broma,
de que siempre sale perdiendo en el negocio. El año 374, cuando tenía unos
treinta y cinco años, Anfiloquio fue elegido obispo de Iconium y aceptó el
cargo muy contra su voluntad. El padre de Anfiloquio se quejó a San Gregorio de
que le habían privado de su hijo. En su respuesta, el santo afirmó que no tuvo
parte alguna en el nombramiento y que él también sufría al verse privado de su
amigo.
San
Basilio, a quien probablemente se debía el nombramiento, escribió a Anfiloquio
una carta de felicitación. En ella le
exhorta a no dejarse arrastrar nunca al mal, aunque esté de moda y existan
otros precedentes, puesto que está llamado a guiar a los otros y no a dejarse
guiar por ellos. Inmediatamente después de su consagración, San Anfíloco
fue a visitar a San Basilio en Cesarea. Ahí predicó al pueblo y sus sermones
fueron más apreciados que los de todos los extranjeros que habían predicado en
la ciudad.
San Anfíloco o Anfiloquio consultó
frecuentemente a San Basilio acerca de diversos puntos de doctrina y disciplina
y, gracias a sus ruegos, escribió San Basilio su tratado sobre el Espíritu
Santo. San Anfíloco fue quien predicó el panegírico
de San Basilio en sus funerales. Nuestro santo reunió en Iconium un concilio
contra los herejes macedonianos, que negaban la divinidad del Espíritu Santo y,
en el año 381, asistió al Concilio Ecuménico de Constantinopla contra los
mismos herejes. Ahí conoció a San Jerónimo, a quien leyó su propio tratado
sobre el Espíritu Santo.
Anfíloco pidió al emperador Teodosio I que
prohibiese las reuniones de arríanos, pero el emperador se negó porque juzgaba
demasiado rigurosa esa medida. Poco después fue el santo a palacio. Arcadio,
que había sido ya proclamado emperador, estaba junto a su padre. San Anfíloco
saludó a Teodosio e ignoró a su hijo. Cuando
Teodosio se lo hizo notar, el santo acarició la mejilla de Arcadio. Teodosio montó en cólera. Entonces
Anfíloco le dijo: “Veo que no soportas que
se trate con ligereza a tu hijo. ¿Cómo puedes, pues, sufrir que se deshonre al
Hijo de Dios?” Impresionado por esas
palabras, el emperador prohibió poco después las reuniones públicas y privadas
de los arrianos.
San Anfíloco combatió también celosamente la
naciente herejía de los mesalianos. Eran éstos maniqueos e iluminados, que ponían
la esencia de la religión en la oración exclusivamente. El santo presidió en
Sida de Panfilia un sínodo contra dichos herejes. San Gregorio Nacianceno llama
a San Anfíloco obispo irreprochable, ángel y heraldo de la verdad. El padre de
nuestro santo afirmaba que curaba a los enfermos con sus oraciones.
Conocemos bastante bien a San Anfíloco,
gracias a las referencias que se hallan en la literatura cristiana de la época.
Además, existen dos biografías griegas, que pueden verse en Migne, PG., voi. Xxxix,
pp. 13-25, y voi. Cxvi, pp. 956-970. La colección de fragmentos de las obras
del santo que hay en Migne, no es completa.
SAN GREGORIO, Obispo de Agrigento (c.
603 p. c.)
Según
una biografía muy poco fidedigna, cuyo autor, Leoncio, pretende pasar por
contemporáneo del santo y monje de San Sabas de Roma, Gregorio nació en las
cercanías de Girgenti (Agrigentum), en Sicilia, y fue educado por San Potamión,
obispo del lugar.
En Palestina, a donde hizo una
peregrinación, pasó cuatro años estudiando en diversos monasterios y recibió el
diaconado en Jerusalén. Después pasó a Antioquía y a Constantinopla, donde,
según dice Nicéforo Calixto, se le consideró como uno de los hombres más santos
y sabios de la época. Finalmente, el santo fue a Roma, donde se le nombró
obispo de Girgenti.
Muy pronto, su celo por la disciplina
molestó a sus súbditos y el santo fue víctima de una infame conspiración. En
efecto, sus enemigos introdujeron en casa de San Gregorio a una mujer de mala
vida, la “sorprendieron” ahí intencionalmente y acusaron al obispo. San Gregorio fue convocado a Roma,
donde probó su inocencia y regresó a su sede.
SAN TRUDO (c. 690 p.c.)
En el
siglo VII, había todavía muchos paganos en la providencia de Brabante. En la
región de Hasbaye se venera a San Trudo especialmente, por el celo con que
predicó ahí el Evangelio.
Sus padres eran francos. Trudo se consagró al servicio de
la Iglesia. San Remado le envió a la escuela catedralicia de Metz, donde fue
ordenado por San Clodulfo. Después, volvió el santo a la región que le había
visto nacer. Ahí predicó el Evangelio a los paganos y en sus
posesiones construyó una iglesia y un monasterio. La actual Saint-Trond, entre
Lovaina y Tongres, deriva su nombre de dicho monasterio. San Trudo fundó
también un convento de religiosas en las cercanías de Brujas.
La
biografía que escribió el diácono Donato, menos de un siglo después de la
muerte del santo, es fidedigna en conjunto. Además de la edición de Mabillon,
hay una más crítica hecha por Levison en MGH., Scriptores Merov.,.
BEATA MARGARITA DE SABOYA, Viuda (1464
p.c.)
Por
las venas de Margarita corría la noble sangre de las principales casas reales
de Europa, puesto que su padre fue Amadeo de Saboya y su madre era hermana de
Clemente VII, el que pretendió ser Papa en Aviñón durante el “gran cisma”.
En 1403 se realizó su matrimonio, correspondiente a su
encumbrada alcurnia, con Teodoro Paléologo, marqués de Monteferrante, viudo y
con tres hijos, valiente guerrero y buen cristiano de corazón. Margarita no
tuvo hijos con su esposo, pero atendió a sus hijastros con verdadera solicitud,
la misma que usó para atender no sólo a su hogar y su servidumbre, sino a todos
los pobladores del marquesado, a quienes consagró generosamente sus trabajos y
su abnegación, sobre todo durante la epidemia de peste y el hambre que la
siguió en toda la región de Génova.
El
marqués de Monteferrante murió en 1418. Margarita consagró su tiempo a arreglar
satisfactoriamente las infortunadas desavenencias conyugales de su hijastra y,
una vez restablecida la concordia, se retiró a vivir en sus posesiones de Alba,
en el Piamonte, luego de hacer voto de conservar su estado de viudez y de
consagrarse a las buenas obras. Pero la viudita, que era todavía joven, treinta
y seis años a lo sumo, se hallaba en una codiciable posición política y, por
tanto, no era raro que el acaudalado milanés Felipe Visconti la asediase con
propuestas matrimoniales. El pretendiente era un antiguo enemigo de los
Monteferrante y, además, un hombre de carácter insoportable, por lo que Margarita
le rechazó constantemente, para lo que adujo los votos que había hecho. Pero el
tenaz Felipe no se arredró por ello: hizo un viaje especial a Roma para
entrevistarse con el Papa Martín V y regresó con una dispensa que de nada le
sirvió a fin de cuentas, puesto que Margarita se mantuvo firme en su propósito
de no volver a casarse con nadie.
Como en su juventud
había conocido a San Vicente Ferrer, y en vista de que deseaba afirmar su
decisión, tomó el hábito de la tercera orden de Santo Domingo y, con otras
damas del lugar, formó una pequeña comunidad en Alba. La retirada vida de
oración, estudio y obras de caridad, se prolongó durante unos veinticinco años.
En la Biblioteca Real de Turín se conserva un volumen con las cartas de Santa
Catalina de Siena y otros escritos que fueron “copiados y
encuadernados por órdenes de la ilustre dama, Margarita de Saboya, marquesa de
Monteferrante”, durante aquella época.
Eugenio IV, el Pontífice reinante por
entonces, autorizó a las hermanas terciarias de Alba a profesar como monjas en
la misma casa que habitaban y bajo la regla de la Beata Margarita. En el curso
de los últimos dieciséis años de vida de ésta, según se afirma, tuvo numerosos
éxtasis y obró muchos milagros. Fue por
entonces cuando tuvo una visión de Nuestro Señor que le ofrecía tres flechas,
cada una de las cuales ostentaba una inscripción que decía: Enfermedades,
Difamación, Persecución.
Por
cierto, que Margarita padeció las tres calamidades.
Fue acusada de hipocresía y de gobernar
con una tiranía insoportable a sus monjas; su mala salud se atribuyó a la buena
vida que supuestamente llevaba y, Felipe Visconti, su antiguo enamorado, se
encargó de propalar los rumores de que el convento de Margarita era el centro
de propagación de las herejías de Walden. También se formuló un cargo
particularmente infame y repugnante en contra de los frailes de Santo Domingo
y, a raíz del mismo, el confesor y director espiritual de la comunidad de
Margarita, fue a dar a la cárcel. La
propia Margarita acudió a solicitar la liberación del prisionero, y se
desarrolló una patética escena a las puertas de la celda, que los carceleros
cerraron sobre las manos de la beata para aplastárselas brutalmente. Pasó
bastante tiempo antes de que el fraile dominico fuese reivindicado de la perversa
acusación de haber corrompido la fe y la moral de las monjas que estaban a su
cargo.
La Beata Margarita de
Saboya murió el 23 de noviembre de 1464, consolada con una visión que
presenciaron otras religiosas además de la moribunda, de Santa Catalina de
Siena. En 1669 se confirmó su culto.
Durante
el siglo diecisiete se publicaron cuatro o cinco biografías de la Beata
Margarita, la última de las cuales, la de G. Baresiano, apareció en 1638. En
épocas posteriores, se publicó la de F.G. Aliaría (1877) y otra anónima (Turín,
1883).
VIDAS DE LOS SANTOS
DE BUTLER— 1965
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