OBISPO, PATRÓN DE LOS
CAZADORES (655-727)
—El ciervo de la milagrosa cruz.
—Cazador,
apóstol, taumaturgo.
Había desaparecido de las Galias la
dominación romana, dejando libre paso a los bárbaros que intentaban asentar
allí sus reales y organizarse. En medio de esta sociedad naciente, agitada,
tormentosa y sin ley, apareció el Santo cuya historia vamos a reseñar. Si hemos de dar fe a una antigua tradición,
Huberto debió de ser príncipe merovingio, descendiente en línea directa de
Clodoveo, primer rey cristiano de los francos. Habría nacido en Aquitania, por
los años de 655, y habría tenido por padre al noble duque Beltrán, biznieto de
Clodoveo, y por madre a una sobrina de la santa reina Batilde, llamada Egberna,
de natural privilegiado y de corazón generoso y accesible a los sentimientos
más elevados.
De ella recibieron
Huberto y su hermano menor Eudes educación sólida y profundamente cristiana.
Gracias a esta cuidadosa preparación familiar, vivieron ambos hermanos en
ambiente de inocencia y piedad los años de su infancia y de la primera
juventud. De este modo, salía Huberto preparado para cumplir entre los hombres
la misión de santidad a que le destinaba el Señor, y se entrenaba al mismo
tiempo para vencer en sus luchas frente al demonio.
EL JOVEN HUBERTO LUCHA CON UN OSO
Niño
aun de doce años, y hallándose en una de esas cacerías a las que tan
apasionadamente se entregaban los príncipes, vio Huberto cómo un oso se
precipitaba furioso sobre su padre y le ahogaba con sus fuertes y poderosas
garras. Ante semejante espectáculo, clamó el adolescente:
—
¡Dios mío!, dadme fuerza para salvarle.
Se arrojó presto sobre el feroz animal y con
certero hachazo asestado por una mano que el amor filial hacía viril, le hendió
el pecho. Su padre estaba salvado. Es el
primer título de Huberto como patrón de los cazadores. En reconocimiento de
este favor, el duque Beltrán hizo voto de edificar, en Tolosa, una basílica en
honor de su primer obispo San Saturnino, basílica reconstruida en el siglo XI,
que subsiste aún bajo el nombre de San Cernín.
EN LA CORTE DE THIERRY III Y PIPINO DE
HERISTAL
Cumplido
que hubo los diecisiete años, el joven príncipe fue enviado por sus padres a la
corte de Thierry o Teodorieo III, rey de Neustria. Le dio su madre una medalla
bendecida; y, deshecha en llanto, le encomendó al Señor. Huberto encontró
en la corte disoluta de Soissons un príncipe falto de energía, aunque parecía
tener a ratos algún valor y grandeza de alma. Ebroín, mayordomo de palacio, por
intrigas y pérfidas maniobras, intentó desembarazarse cuanto antes de este
joven príncipe que podía ser un obstáculo a su desmedida ambición. Huberto, a
quien repugnaban aquellos manejos, huyó del peligro junto con San Leodegario,
obispo de Autún. Los dos fugitivos se separaron en Lutecia.
Mientras volvía el santo obispo a ocupar su
sede, llegaba Huberto a la corte de Austrasia, donde gobernaba un nieto de San
Amoldo, Pipino de Heristal, héroe tan ilustrado como valiente. Nuestro joven
duque compartió la vida de la corte de este príncipe, el cual escogió a Jupille
Mosa por morada favorita, y tuvo parte activa en las grandes cacerías que se
daban entonces en las Ardenas. A tal
extremo llegó el afecto de todos hacia Huberto, que Pipino le dio la mano de
una biznieta de San Arnoldo, Floribania, princesa de Austrusia. De ella tuvo un
hijo, Floriberto, que había de sucederle en la silla episcopal de Lieja y ser
inscrito como Santo en el Martirologio galicano el día 25 de abril (+ 746).
Pronto iban a cumplirse los seis años de tan
santa y dichosa unión, cuando la duquesa de Aquitania se vio precisada a acudir
a la cabecera de la reina Batilde, próxima a la muerte. Huberto buscó medio de
combatir su aislamiento y se juntó con los nobles de Austrasia;
desgraciadamente no tardaron éstos en arrastrarle a las orgías infames que
ordinariamente solían seguir a las cacerías organizadas en las inmensas selvas
de las Ardenas. Huberto olvidó sus
promesas de vida cristiana; pero Dios se cuidó de recordárselas.
El día de Navidad de 695, despreciando
Huberto el gran misterio de esta festividad, se entregaba por entero a su
placer favorito de la caza. De improviso un ciervo de incomparable belleza, al
que perseguía desde largo tiempo, se detuvo y le hizo frente. Entre los cuernos del animal apareció una
cruz resplandeciente y al mismo tiempo se oyó una voz:
— ¡Huberto! ¡Huberto! Si no te conviertes y no
llevas vida santa, no tardarás en ser arrojado a los infiernos.
El
brioso cazador, aterrorizado, saltó de su caballo y, prosternado, exclamó cual
otro Saulo:
—Señor, ¿qué queréis que haga?
—Ve al obispo Lamberto, y él te instruirá.
La visión desapareció.
Huberto ya no cazó más. Aquella
circunstancia de su vida que le arrebataba el placer de la caza, le ha valido
ser nombrado patrón de los que se entregan a ella. Durante dos años siguió
aprovechando las saludables enseñanzas de San Lamberto, obispo de Tongres en
Brabante, que residía en Maestricht.
HUBERTO, PENITENTE
Fiel al consejo de su
maestro espiritual, se retiró después al monasterio de Staveloo para vivir como
penitente. Escribió una conmovedora carta a su esposa para anunciarle su
decisión y abdicó sus derechos a la corona de Aquitania en favor de su hermano
Eudes. En su retiro, Huberto se entregó a la oración y al estudio.
A la
muerte de Floribania, se hizo ermitaño en el mismo lugar donde se le apareciera
el ciervo misterioso.
Ocho años llevaba ya el penitente en su
retiro cuando, movido por el Espíritu de Dios, emprendió el viaje a Roma como
piadoso peregrino.
Mientras Huberto se postraba ante los
sepulcros de los santos Apóstoles, su maestro y padre espiritual, San Lamberto,
perecía martirizado bajo los golpes de una infame adúltera. Pipino de Heristal,
casado con Plectruda, había olvidado los deberes de la vida conyugal y había
entregado su corazón a una miserable concubina de nombre Alpaida, de la que
tuvo un hijo, Carlos Martel, que debía de realizar no pocas proezas. Como en
otro tiempo Juan Bautista a Herodes, San Lamberto no cesaba de fustigar al
culpable con libertad evangélica. Pero las amonestaciones no producían efecto
alguno, y la culpable, temerosa ante el peligro de verse abandonada por Pipino,
buscaba el medio de asesinar al hombre de Dios. La primera vez que intentó
realizar tan diabólico plan fracasó en sus intentos. No por eso cejó el obispo,
antes mostró más firmeza. En un gran festín y ante todos los señores, reiteró
el anatema y salió de la sala inflamado de santa indignación. La familia de
Alpaida juró darle muerte. Efectivamente, apenas había entrado en su quinta de
Leódium —actualmente Lieja—, caía bajo el puñal y al pie del altar. Ocurrió el sacrílego
atentado el 17 de septiembre de 708.
HUBERTO, CONSAGRADO OBISPO
Según una leyenda, en el mismo instante de
acaecer esta muerte, un ángel se aparecía al Sumo Pontífice, Constantino I,
quien tomaba breve descanso después del rezo de Maitines, y le daba cuenta del
crimen que acababa de perpetrarse.
«Empero —añadió el ángel—, un discípulo
de Lamberto vendrá hoy a postrarse ad límina Apostolorum. Se llama Huberto: a
él debes escoger para suceder al nuevo mártir en la sede de Tongres.»
Después de esta visión se
despertó el Papa y, como dudase, un ángel colocó a su lado el báculo pastoral
de San Lamberto.
Terminado que hubo sus oraciones e inmolado
la Santa Hostia, Constantino I se quedó expectante al lado del sepulcro de los
santos Apóstoles. En aquel momento, Huberto, que había pasado la noche en una
villa próxima a la ciudad, entraba por vez primera en la iglesia del
bienaventurado San Pedro, término de sus largas fatigas y fin de sus más caras
esperanzas.
— ¿Quién sois? —le preguntó el Pontífice.
—Me llamo
Huberto, servidor de Vuestra Santidad —respondió el peregrino con
profundo respeto.
Constantino le dio a
conocer con todos sus pormenores la visión angélica. Al saber la muerte de su
venerable obispo, Huberto se deshizo en lágrimas. Pero cuando el Papa añadió
que el discípulo debía suceder al maestro y ser obispo de Tongres, el peregrino
rehusó con decisión declarándose indigno de recibir semejante honor.
Pero Dios manifestó su voluntad de manera
irrecusable revistiendo milagrosamente al elegido con los ornamentos
pontificales de San Lamberto. Se sometió entonces y recibió del Pontífice la
consagración episcopal.
Constantino I envió sin demora a Huberto a
recoger la herencia ensangrentada que le dejaba San Lamberto. Era la hora del
peligro, Alpaida, cuyas mimos estaban aún tintas en sangre inocente, no debía
resolverse a ceder tan fácilmente ante un obispo tan inflexible en el
cumplimiento del deber como lo había sido su predecesor. Huberto tuvo, sin embargo, la suerte de conmover el corazón de Pipino y
llevarle a penitencia.
Alpaida fue despedida, pero encontró en la
persona del obispo un padre misericordioso que logró de ella reparase su vida
criminal por la penitencia del claustro.
La influencia de nuestro Santo en el ánimo
de Pipino fue muy notable a partir de entonces, y el gran mayordomo de palacio
tuvo a gala hacer palpable demostración de ella hasta su muerte, acaecida el
año 714.
EL TRIUNFO DE SAN LAMBERTO
Portentosos milagros
tenían lugar en el sitio donde Lamberto había sido martirizado:
muchos ciegos recobraban la vista. La piedad
popular, enardecida por nuevos milagros, honró con veneración especialísima el
lugar donde Lamberto había derramado su sangre por Cristo. Su sucesor en la silla episcopal acudió
también y, mientras se celebraba la misa, recibió del cielo el aviso de
trasladar de Maestricht a Lieja el cuerpo del santo mártir, y la sede de su
obispado.
Ordenó
Huberto la traslación de las reliquias del Santo después de tomar consejo de
sus hermanos en el episcopado, y tuvo lugar esta traslación la vigilia de
Navidad del año 710. Una muchedumbre de obispos, sacerdotes y monjes acudieron
de todos los puntos de la región y países limítrofes para formar cortejo de
honor.
Al rayar el alba, Huberto fue al sepulcro
donde descansaba el santo mártir. Quitado que hubo la losa que lo cerraba, un
perfume suave embalsamó el ambiente y apareció a los ojos de todos intacto y
como dormido el cuerpo de San Lamberto. Ayudado de algunos prelados lo levantó
Huberto, lo envolvió en ricas telas y colocó en una preciosa arquilla los
vestidos con que el Santo había sido enterrado.
Difícilmente podríamos expresar con qué
sentidas muestras de honor y veneración fueron acogidas por todos tan santas
reliquias. Al paso de ellas se realizaron muchos otros milagros. Fue inmensa la
alegría de los habitantes de uno de los pueblos de los alrededores de Lieja
cuando vieron llegar los despojos del santo mártir, los cuales fueron colocados
en la iglesia que Huberto había hecho edificar en honor de su santo predecesor
y en el mismo lugar de su martirio.
En 720 trasladó Huberto la sede de su
obispado a Lieja, y Carlos Martel, que había sucedido a Pipino de Heristal, le dio
plena posesión de esta ciudad y de numerosas tierras fronterizas. Hasta
principios del siglo XIX fueron los obispos sus legítimos y naturales
gobernadores.
SAN LAMBERTO |
APÓSTOL INFATIGABLE. — MILAGROS
Huberto colocó en la
iglesia de Lieja, de la que fue fundador, la antorcha de su vida apostólica.
«La palabra de Huberto —dice
un biógrafo— tenía una dulzura, una
gracia, una fuerza irresistibles.» El amor infinito de Dios a los hombres, y,
recíprocamente, las alegrías celestiales del amor de los hombres a Dios, la
elevación sobrenatural del cristiano y el respeto que se debe a los templos
vivos de Jesucristo, eran las ideas que volvían a repetirse en casi todos sus
discursos. No se cansaba el pueblo de oírle, tanto más cuanto que a la fuerza
de la palabra añadía la de los milagros.
Un día el santo pontífice
pagó la hospitalidad que le habían dispensado apagando con la señal de la cruz
el fuego que había hecho presa en la casa de sus caritativos bienhechores.
En otra circunstancia, una sequía pertinaz
desolaba los campos. Se puso Huberto de rodillas y rogó con fervor. Se nubló
muy pronto el cielo y una lluvia benéfica fecundó los campos.
Pero brilló de un modo extraordinario su
poder con motivo de los desastres causados por los perros, lobos y osos
rabiosos, que en esta ocasión fueron los instrumentos de la justicia divina
para castigar los crímenes de los habitantes de aquel país, así como los de las
provincias vecinas, culpables de haber perseguido a tantos obispos santos y
arrebatado los bienes de la Iglesia.
Por
los años de 717 anunciaba Huberto la palabra de Dios al pueblo de Villers
cuando, de repente, un extranjero, en un acceso de rabia, se precipitó en medio
de la muchedumbre. Asustados los oyentes, huyeron dejando solo al santo obispo.
Afligido y desolado el varón de Dios por la dispersión del rebaño, mandó con
autoridad a la rabia que saliera de aquel hombre; y el enfermo, perfectamente
curado, fue, cual manso cordero, en busca de los fugitivos, para que siguieran
escuchando la palabra de Dios.
MUERTE DEL SANTO OBISPO
Huberto
recibió del cielo aviso de su próximo fin y se preparó santamente al dichoso
tránsito. No obstante los accesos de fiebre violenta, tuvo aún la bastante
energía para ir a consagrar la iglesia de Heverlé, cerca de Lovaina. Fue la
última salida del pastor.
Al volver, se vio precisado a detenerse en
Tervueren rendido por la enfermedad. Allí pasó cinco días de insomnio, abrasado
por la fiebre. Ya no cesó de orar, rezando con gran devoción los salmos del
Oficio divino, y entregó su hermosa alma en manos del Creador, mientras pronunciaba
las primeras palabras del Padrenuestro. Esto tenía lugar el 30 de mayo de 727;
el Santo contaba a la sazón setenta años.
Los funerales del pontífice fueron triunfales.
Se le trasladó a la iglesia de San Pedro de
Lieja, que él había hecho construir y donde fue inhumado. Los milagros se
multiplicaron en su tumba. Sobre el féretro se había colocado un ramo verde,
símbolo de celestial victoria, y, según se cuenta, de repente se alargó de dos
palmos para cubrir todo el cuerpo del Santo, cual si el Señor quisiera mostrar
con este prodigio que su siervo disfrutaba ya de la vida eterna a que le
hicieran acreedor sus virtudes y apostólicos trabajos.
CULTO DE SAN HUBERTO
Pronto
tomaron los fíeles la costumbre de ir al sepulcro del siervo de Dios para orar,
y, como Huberto escuchara favorablemente los ruegos de aquellos devotos, se
esparció rápidamente su culto por toda la región y por las comarcas
circunvecinas.
Los honores de la
canonización, tal como entonces se practicaban y como él mismo había hecho para
su predecesor San Lamberto, fueron decretados el 3 de noviembre del año 743.
Al levantar la losa que
cerraba el sepulcro, apareció intacto el cuerpo del pontífice. Conmovido por el
relato del prodigio, el rey Carlomagno quiso juntarse a los obispos para elevar
sobre el altar los sagrados restos del apóstol de las Ardenas.
Sin embargo, a pesar del culto que profesaba
al pontífice, a quien podía saludar con el título de fundador, la ciudad de
Lieja no debía conservar mucho tiempo este tesoro. La divina Providencia reservaba el honor de su sepulcro a la iglesia de
Andage, en las Ardenas, perteneciente al monasterio de clérigos fundado por
Pipino II y su esposa en los albores del siglo IX.
Cediendo
a las instancias de los monjes de Andage, el obispo de Lieja, Walcaldo,
reformador de esta casa, trasladó solemnemente a ella el cuerpo de San Huberto.
El emperador Ludovico Pío quiso asistir en persona a la traslación. Un gran
concurso de pueblo, y numerosos obispos de las Galias y de Alemania siguieron
el cortejo hasta el Mosa.
El camino de Lieja hasta el monasterio de
Andage, que duró cinco o seis días, llegó a feliz término el 30 de septiembre
de 825. No bien los pueblos limítrofes de Condroz y de las Ardenas, tuvieron
conocimiento de la llegada del santo cuerpo, salieron en procesión a postrarse
ante las reliquias del glorioso pontífice.
Las maravillosas
curaciones obtenidas por la intercesión del Santo atrajeron tan gran
muchedumbre que la peregrinación a su tumba pronto fue contada entre las más
célebres del mundo entero. Andage llegó a ser una villa importante y tomó el
nombre de San Huberto.
Se le invoca contra la
rabia, la epilepsia y las enfermedades nerviosas, como también en las penas y
aflicciones.
Aun en nuestros días son
muchos los peregrinos que suben a la colina donde se halla la magnífica iglesia
que cobija sus sagrados restos. Un sacerdote impone al enfermo la estola que
San Huberto recibió del cielo el día de su consagración y que tiene la forma de
una cinta de un metro de longitud por cuatro centímetros y medio de ancho. Es
un tejido de seda blanca y oro. Desde la exhumación, realizada el año 825,
fecha en que la citada estola se encontró en el féretro del Santo, suelen cortar
de tiempo en tiempo partecitas que se emplean para tocar objetos piadosos, como
rosarios, medallas, llaves, o para la operación quirúrgica de la talla.
Se celebra su fiesta el día 3 de noviembre, aniversario
de la canonización.
Uno
de los medios más recomendables para obtener la protección del glorioso apóstol
es hacerse inscribir en la cofradía erigida en la iglesia abacial desde hace
varios siglos. El 24 de junio de 1510, el papa Julio II la aprobó y enriqueció
con varios privilegios e indulgencias. León X, Gregorio XIII, Paulo V y
Gregorio XV volvieron a aprobarla, y confirmaron y alabaron sus reglas y
estatutos.
Existe la costumbre de hacer bendecir
panecillos en honor de San Huberto. Se comen devotamente, a fin de ser
preservados, por su intercesión, de la rabia y de las enfermedades. Con el
mismo fin se dan a los animales, panes señalados con un instrumento llamado «llave de San Huberto».
EL SANTO DE CADA DIA
POR
EDELVIVES-1948
No hay comentarios.:
Publicar un comentario