La
ejemplarísima abadesa santa Bertila, fue francesa de nación, e hija de padres muy
nobles e ilustres, en el territorio de Soissons.
Desde su niñez fue muy inclinada a toda
piedad, y deseosa de toda virtud. Era en extremo retirada, modesta y sincera en
su trato: huía todo vano entretenimiento, y cualquier estorbo que la pudiese
distraer de sus santos intentos de servir a Dios nuestro Señor, y de gozar de
su dulce trato en la oración. Entrando
en más años, anhelaba a mayor perfección: y aunque en la
casa de sus padres podía gozar de todos los bienes y gustos del mundo, lo
hallaba todo tan sin jugo y sustancia, que generosamente se dio a buscar un
solo y perfecto bien, en que hallase una satisfacción y paz cabal.
Fue grande el cuidado que nuestro Señor tuvo
de su sierva; y su divina y dulcísima disposición la guiaba por las seguras
sendas de una vida santísima.
Entendiendo, pues, sus padres, que estaba
tocada de Dios, la llevaron al monasterio de Jouarre, que estaba a cuatro
leguas de Meaux, en donde la abadesa santa Telchildes y todas sus monjas la
recibieron con singulares muestras de gozo. Allí consagró a Dios
todos sus adornos, se despojó de todos los vestidos de seda, de los anillos y
joyas preciosas, se cortó las trenzas de sus hermosos cabellos, y trocó los
atavíos mundanos por el hábito pobre de sierva de Jesucristo.
Se encendió con una emulación santa y
generosa en imitar a sus religiosas hermanas; ni había acción virtuosa, que no
tratase de copiar en sí misma, chupando y convirtiendo en sí, como cuidadosa
abeja, lo más precioso y escogido de cada flor. Servía a sus hermanas
enfermas con dulcísima caridad en los oficios más humildes, enseñaba toda
virtud a las niñas nobles que se educaban en el monasterio: y recibiendo a las
personas que la visitaban, derramaba un perfume de santidad que parecía del
cielo.
Tenía el cargo de priora, cuando la esposa
de Clodoveo reedificó la abadía de Chelles, y fue nombrada, con aprobación
común, primera abadesa de aquel monasterio. Fueron muchas las señoras y
doncellas ilustres que, por su ejemplo y conversación, se movieron a dejar las
cosas del mundo y abrazarse con la pobreza y humildad de Jesucristo;
y entre otras princesas extranjeras, tomó el
hábito de su mano, Hereswita, reina de los ingleses orientales, y más tarde
también Batilde, viuda de Clodoveo II.
Finalmente habiendo
Bertila gobernado santísimamente aquel monasterio por espacio de cuarenta y
seis años, y llegado a una ancianidad venerable por los méritos y los días,
entre tiernas lágrimas de todas sus hijas, y abrazada con una imagen de su
Redentor crucificado, entregó su espíritu en las manos de Dios.
Reflexión: Toda
mortificación y austeridad se hace leve cuando se ama a Dios, y se desea
contemplar la claridad y hermosura de su divino rostro. Así lo vemos en toda la
vida de santa Bertila. Sí: cuando hay amor de Dios, los ayunos no se cumplen ya
con repugnancia: los trabajos de cada día ya no tienen nada de penosos: la
separación de los amigos y parientes no inspira ya tristeza: y un alma así
dispuesta, llena de desprecio por todas las cosas presentes, animada de un solo
deseo que la arrebata sobre todo, merece la muerte de amor, la muerte del
justo.
Oración: Óyenos, oh Dios
Salvador nuestro, para que así como nos alegramos en la fiesta de tu
bienaventurada virgen Bertila, así aprendamos de ella el afecto de su piadosa
devoción. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.
FLOS
SANCTORVM
DE
LA FAMILIA CRISTIANA-1946
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