domingo, 23 de febrero de 2020

SANTA MARGARITA DE CORTONA, de la Orden Tercera de San Francisco. (+ 1297)—23 de febrero.




   La bienaventurada santa Margarita, llamada de Cortona por el lugar de su penitencia y de su sepultura, nació en el pueblo de Alviano, o Laviano, de la diócesis de Quiusi en Toscana, hacia el año de 1249. Le faltó su madre a los siete u ocho de su edad; y faltándola el freno y educación, se dejó llevar de su natural inclinación a la libertad y al deleite, precipitándose en todos los desórdenes de que es capaz una doncella joven, hermosa y despejada, cuando no la contiene ni el temor santo de Dios, ni la autoridad de sus padres, ni los respetos de la honra, y aún menos los motivos de religión y una conciencia timorata.

   Nueve años había vivido licenciosa y escandalosamente amancebada con un caballero de Monte-Policiano, cuando una noche, al salir el infeliz amante de su casa, le quitaron violentamente la vida, sin que jamás se haya podido averiguar el agresor. Tenía Margarita una perrita que amaba mucho, la cual se fuera tras el caballero, y que volviendo al cabo de dos días ladrando y aullando, agarraba a su ama de la ropa, y la tiraba de ella en ademan de quererla llevar a alguna parte. Como vió Margarita que su amante no parecía, entrando ya en cuidado por los continuos lastimeros aullidos de la perrilla, resolvió seguirla, y apenas había salido de la ciudad, cuando vió arrojado en un barranco el cadáver de su galán ya medio podrido, y que despedía un hedor intolerable. 



   Quedó atónita á vista del horroroso y no esperado espectáculo, y se sirvió Dios de este desengaño para convertirla. Después de dar algunas lágrimas a su dolor, dio muchas más a su profundo arrepentimiento. Le causó horror la vida que traía y entrando la gracia a obrar en su corazón, concibió tanto dolor de sus enormes culpas, que solo pensó en los, medios de salir de aquel abismo, y de borrar sus pecados con los rigores de la penitencia.

   Penetrada de tan piadosos sentimientos, se fué a echar a los pies de su padre, y deshaciéndose en lágrimas, le pidió perdón de las pesadumbres que le había dado, y del menosprecio que había hecho de su autoridad y de su bondad paternal, suplicándole con las voces más tiernas, más respetuosas y más eficaces, que no la abandonase, que la permitiese vivir en su casa, así para estar retirada del pecado, como para llorar a su misma vista los desórdenes de su vida pasada. Ya se puede discurrir cuánto la costaría este primer paso. La cólera de un padre justamente irritado, el genio desabrido de una madrastra declarada enemiga suya, la deshonra que había causado a toda la familia, eran a la verdad dificultades terribles; pero por todo atropelló. El padre, aunque tan indignado por la conducta de su hija, no pudo resistirse a señales tan visibles de un vivo y sincero arrepentimiento, y así la recibió en su casa; pero no estuvo en ella mucho tiempo.

   No pudo sufrirla la cruel madrastra, y negado aquel corazón a todos los sentimientos de religión y de humanidad, la arrojó ignominiosamente de la casa paterna, exponiéndola a las mayores tentaciones y a los más inminentes peligros de la salvación.



   Una mujer joven, bien dispuesta, solicitada de los libertinos, arrojada de la casa de sus padres, sin rentas, sin socorros, sin amparo, sin recurso alguno humano para mantenerse, estaba reducida a la mayor necesidad, y a la más terrible tentación en que puede verse una mujer. Hallándose en esta desolación y desamparo, se sentó debajo de una higuera en la huerta de su padre, con resolución de dejarse morir de hambre y de miseria, antes que volver a precipitarse en los desórdenes pasados. Allí deshecha en lágrimas, y volviendo los ojos al cielo, gemía su triste suerte, exclamando llena de ternura: ¿Es posible dulcísimo Salvador de las almas, que convirtiendo cada dia tantas, solo a la pérdida de la mía te has demostrar insensible? Pues en verdad, Señor, que tanto te costó como la de una Magdalena, como la de una Tais pecadora. ¡Oh tú, que me rescataste con el precio infinito de tu sangre, no me abandones en el triste desamparo en que me veo, y ten misericordia de mí! Así exhalaba su corazón en suspiros y gemidos, cuando se sintió interiormente inspirada con fuerte impulso de ir a Cortona, y buscar allí un prudente confesor a cuyos pies desahogase su conciencia, y saber de él lo que debia ejecutar para salvarse.

   Lo ejecutó al instante y se fué derecha al convento de san Francisco, donde la deparó Dios un santo confesor, que oyó muy detenidamente su confesión general, instruyéndola con mucho celo, amor y caridad, y la alentó a seguir con fervor los movimientos del Espíritu Santo, siendo fiel a la gracia, y entregándose a ejercicios de penitencia. 



   Lo hizo así; y persuadida a que ya no podía escoger otro género de vida, pidió con humilde instancia la recibiesen en la orden tercera de san Francisco, en el número de las que llaman hermanas de la penitencia. Aunque no dudaban aquellos prudentes religiosos de la sinceridad de su conversión, con todo eso no la concedieron lo que pretendía, basta haber probado su vocación por espacio de tres años, y hasta que hubiese edificado al pueblo con su vida ejemplar y con su perseverancia.



   El fuego del divino amor, que se apoderó luego de su corazón, consumió bien presto el ardor que antes tenía por las criaturas. Apenas se ha visto conversión más pronta ni más perfecta. El lugar que antes tenía aquella vehementísima ansia de lograr todos los gustos, todos los deleites de la vida, le ocupó una mortal aversión a cuanto podía lisonjear la inclinación de los sentidos.

   Fué su vida un prodigio de mortificación y de humildad. Pasmaron a los más fervorosos sus primeros pasos, y parece que no podían subir más de punto ni el amor a los abatimientos, ni los rigores de la penitencia. 



   Se encerró en una estrecha celdilla, sin admitir a persona alguna, ni salir jamás de ella sin orden expresa de su confesor. Miraba con horror aquella su hermosura que había sido tan perniciosa a su alma y a las ajenas; y no contentándose con debilitarla por medio de un perpetuo ayuno, desde los primeros días de su conversión la ajó, la destruyó con espantosas mortificaciones.

   Se abollaba el semblante con repetidos golpes de una dura piedra, le frotaba después con piedrezuelas agudas hasta derramar sangre, la que limpiaba con un pedazo de cáñamo o de estopa gruesa, que enjugaba la sangre y al mismo tiempo lastimaba de nuevo el cutis, siendo en fin tan ingeniosa en desfigurar su belleza, que logro no quedase ni señal de lo que había sido.

   Se reducía su comida y su bebida a un pedazo de pan y unas gotas de agua, que tomaba una sola vez al dia; de manera, que su subsistencia era tenida por especie de milagro. Dormía en el duro suelo, sin más cabecera que una piedra. Despedazaba su cuerpo con sangrientas disciplinas, que se daba muchas veces al dia, y pasaba casi toda la noche en oración.

   Oiasela prorrumpir frecuentemente en dolorosos sollozos y suspiros con la memoria de sus culpas pasadas, y era tan viva su contrición, especialmente cuando estaba a los pies del crucifijo o del altar, que no pocas veces se temió iba a espirar a violencias del dolor. 



   El enemigo común, que a los principios parecía estar acobardado a vista de un fervor tan generoso, mostró después que no le amilanan del todo ni las mayores penitencias, ni la más constante perseverancia. Dio principio a la tentación, representándola que tanto retiro era indiscreto, y que era imprudente tanta penitencia; que sin duda seria homicida de sí misma con tanto ayuno, con tanta vigilia y con tanta mortificación inmoderada; que ya había hecho bastante, y que era tiempo de tomar algún aliento; y que, pues Dios la había dado a entender que se le habían perdonado sus pecados, debia, darse por contenta, y vivir más descansada.




   No costó mucho a nuestra dichosa iluminada penitente descubrir la cara del maligno tentador entro estos mal disimulados rasgos de su engañoso espíritu; y así, solo sirvieron sus artificios para obligarla a doblar las penitencias, y para hacerla más humilde. Un dia en que se sintió más oprimida con la multitud y con la violencia de las tentaciones, se quejaba amorosamente al Señor, postrada a los pies de un crucifijo, y su divina Majestad la consoló maravillosamente con estas dulces palabras: Ten ánimo, hija mía por más violentos que sean los esfuerzos del demonio, pues yo estoy contigo en el combate, y siempre saldrás victoriosa; sé fiel en todo a los consejos de tu director; confía cada dia más y más en mi bondad, desconfía de ti misma, y con el socorro de mi gracia triunfarás del enemigo. 



   Cuanto más se perfeccionaba la virtud de Margarita, mas crecía en su corazón el amor a los trabajos, y el ansia por los abatimientos. Le parecía que era objeto de horror y de abominación a las gentes, y se admiraba mucho de que la tolerasen en Cortona. El mayor consuelo que la podían dar, era mostrar que la despreciaban. Era menester toda la rendida obediencia que profesaba a sus confesores, para no dar en imprudentes excesos. Les pedía licencia muchas veces para salir por las calles públicas con un dogal al cuello, pidiendo perdón del escándalo que había dado; o, en fin, para que la encerrasen en la casa donde estaban recogidas las malas mujeres. 



   No podía dejar de ganar el corazón y los cariños de Dios una alma tan penitente y tan humilde. La colmó el Señor de los mayores favores, y fué dotada de un sublime grado de contemplación. La favorecieron con muchas visitas los espíritus bienaventurados, y especialmente el santo ángel de su guarda. Su confesor, que escribió su vida, asegura que el Salvador la enseñaba por sí mismo, hablándola en la oración con modo muy extraordinario. La materia casi continua de su meditación era la pasión del mismo Salvador, a la que profesaba una devoción ternísima, y siempre con nuevas ansias de padecer más y más por Jesucristo. Su ternura y su devoción con la santísima Virgen era amorosísima, considerándola como madre de pecadores. Todos los días se llegaba a los sacramentos de la penitencia y de la eucaristía, y cada dia con nuevo consuelo y con mayor fervor. La autorizó Dios con el don de los milagros; pero era menester valerse de alguna estratagema para reducirla a que tocase los enfermos, que al instante quedaban sanos, y después era preciso guardarse bien de atribuirla su milagrosa curación.



   Veinte y tres años había que esta dichosísima penitente vivía entregada al continuo ejercicio de las más heroicas virtudes, especialmente de una excesiva penitencia, cuando el Señor la dio a entender que se acercaba la hora de su muerte, y que en ella vendrían a asistirla todas aquellas almas que con sus oraciones había librado de las penas del purgatorio. Desde aquel punto se ocupó únicamente de su Dios, y del ardentísimo deseo de poseerle. En fin, consumida al rigor de las penitencias, y abrasada en fuego del divino amor, habiendo recibido los santos sacramentos, rindió tranquilamente su alma en manos de su Creador el dia 22 de febrero del año 1297, casi a los cuarenta y ocho años de su edad.



   Luego que se divulgó en la ciudad su dichosa muerte, tan preciosa a los ojos del Señor, acudió a su celdilla todo el pueblo, así para venerar el santo cadáver, como para encomendarse en las oraciones de aquella alma bienaventurada. La enterraron en la iglesia del convento de san Francisco; y su entierro más pareció triunfo que pompa funeral. Declaró presto el Señor la santidad de su fidelísima sierva con multitud de milagros, los que jurídicamente comprobados con autoridad de León X, aquel pontífice permitió su culto en la diócesis de Cortona. El año de 4023 expidió el decreto de su beatificación el papa Urbano VIII, dando permiso para que se celebrase su oficio en toda la orden de san Francisco; y finalmente, el dia diez y seis de mayo de 1728, la canonizó solemnemente el papa Benedicto XIII, mandando se celebrase su fiesta por toda la universal Iglesia en este mismo dia 23 de febrero, posterior al de su felicísimo tránsito, por estar este ocupado con la fiesta de la Cátedra de san Pedro.





   El cuerpo de esta bienaventurada penitente se conserva incorrupto hasta el dia de hoy, y todos los años se expone a la veneración pública de la ciudad de Cortona, en el convento de padres franciscos observantes, cuya iglesia tenía antes la advocación de san Basilio, y ahora se llama santa Margarita.



AÑO CRISTIANO
POR EL P. J. CROISSET, de la Compañía de Jesús. (1864).
Traducido del francés. Por el P. J. F. de ISLA, de la misma Compañía.

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