La bienaventurada
santa Margarita, llamada de Cortona por el lugar de su penitencia y de su sepultura,
nació en el pueblo de Alviano, o Laviano, de la diócesis de Quiusi en Toscana, hacia
el año de 1249. Le faltó su madre a los siete u ocho de su edad; y faltándola
el freno y educación, se dejó llevar de su natural inclinación a la libertad y
al deleite, precipitándose en todos los desórdenes de que es capaz una doncella
joven, hermosa y despejada, cuando no la contiene ni el temor santo de Dios, ni
la autoridad de sus padres, ni los respetos de la honra, y aún menos los
motivos de religión y una conciencia timorata.
Nueve años había vivido licenciosa y escandalosamente
amancebada con un caballero de Monte-Policiano, cuando una noche, al salir el
infeliz amante de su casa, le quitaron violentamente la vida, sin que jamás se
haya podido averiguar el agresor. Tenía Margarita una
perrita que amaba mucho, la cual se fuera tras el caballero, y que volviendo al
cabo de dos días ladrando y aullando, agarraba a su ama de la ropa, y la tiraba
de ella en ademan de quererla llevar a alguna parte. Como vió Margarita que su amante
no parecía, entrando ya en cuidado por los continuos lastimeros aullidos de la
perrilla, resolvió seguirla, y apenas había salido de la ciudad, cuando vió
arrojado en un barranco el cadáver de su galán ya medio podrido, y que despedía
un hedor intolerable.
Quedó atónita á
vista del horroroso y no esperado espectáculo, y se sirvió Dios de este
desengaño para convertirla. Después de dar algunas lágrimas a su dolor, dio
muchas más a su profundo arrepentimiento. Le causó horror la vida que traía y
entrando la gracia a obrar en su corazón, concibió tanto dolor de sus enormes
culpas, que solo pensó en los, medios de salir de aquel abismo, y de borrar sus
pecados con los rigores de la penitencia.
Penetrada de tan
piadosos sentimientos, se fué a echar a los pies de su padre, y deshaciéndose
en lágrimas, le pidió perdón de las pesadumbres que le había dado, y del
menosprecio que había hecho de su autoridad y de su bondad paternal,
suplicándole con las voces más tiernas, más respetuosas y más eficaces, que no
la abandonase, que la permitiese vivir en su casa, así para estar retirada del
pecado, como para llorar a su misma vista los desórdenes de su vida pasada. Ya
se puede discurrir cuánto la costaría este primer paso. La cólera de un padre
justamente irritado, el genio desabrido de una madrastra declarada enemiga
suya, la deshonra que había causado a toda la familia, eran a la verdad
dificultades terribles; pero por todo atropelló. El
padre, aunque tan indignado por la conducta de su hija, no pudo resistirse a
señales tan visibles de un vivo y sincero arrepentimiento, y así la recibió en
su casa; pero no estuvo en ella mucho
tiempo.
No pudo sufrirla la cruel madrastra, y
negado aquel corazón a todos los sentimientos de religión y de humanidad, la
arrojó ignominiosamente de la casa paterna, exponiéndola a las mayores tentaciones
y a los más inminentes peligros de la salvación.
Una mujer joven,
bien dispuesta, solicitada de los libertinos, arrojada de la casa de sus
padres, sin rentas, sin socorros, sin amparo, sin recurso alguno humano para
mantenerse, estaba reducida a la mayor necesidad, y a la más terrible tentación
en que puede verse una mujer. Hallándose en esta desolación y desamparo,
se sentó debajo de una higuera en la huerta de su padre, con resolución de
dejarse morir de hambre y de miseria, antes que volver a precipitarse en los
desórdenes pasados. Allí deshecha en lágrimas, y volviendo los ojos al cielo, gemía
su triste suerte, exclamando llena de ternura: ¿Es posible dulcísimo Salvador de las almas, que convirtiendo
cada dia tantas, solo a la pérdida de la mía te has demostrar insensible? Pues
en verdad, Señor, que tanto te costó como la de una Magdalena, como la de una
Tais pecadora. ¡Oh tú, que me rescataste con el precio infinito de tu sangre,
no me abandones en el triste desamparo en que me veo, y ten misericordia de mí! Así exhalaba su corazón en suspiros y gemidos, cuando se sintió
interiormente inspirada con fuerte impulso de ir a Cortona, y buscar allí un
prudente confesor a cuyos pies desahogase su conciencia, y saber de él lo que
debia ejecutar para salvarse.
Lo ejecutó al instante y se fué derecha al convento de san Francisco, donde la
deparó Dios un santo confesor, que oyó muy detenidamente su confesión general,
instruyéndola con mucho celo, amor y caridad, y la alentó a seguir con fervor
los movimientos del Espíritu Santo, siendo fiel a la gracia, y entregándose a
ejercicios de penitencia.
Lo hizo así; y persuadida a que ya no podía
escoger otro género de vida, pidió con humilde instancia la recibiesen en la orden tercera de
san Francisco, en el número de las que llaman hermanas de la penitencia. Aunque no dudaban aquellos prudentes
religiosos de la sinceridad de su conversión, con
todo eso no la concedieron lo que pretendía, basta haber probado su vocación
por espacio de tres años, y hasta que hubiese edificado al pueblo con su vida
ejemplar y con su perseverancia.
El fuego del divino amor, que se apoderó
luego de su corazón, consumió bien presto el ardor que antes tenía por las
criaturas. Apenas se ha visto conversión más pronta
ni más perfecta. El lugar que antes tenía aquella
vehementísima ansia de lograr todos los gustos, todos los deleites de la vida,
le ocupó una mortal aversión a cuanto podía lisonjear la inclinación de los sentidos.
Fué su vida un prodigio de mortificación y de humildad. Pasmaron a los más fervorosos sus
primeros pasos, y parece que no podían subir más de punto ni el amor a los abatimientos,
ni los rigores de la penitencia.
Se encerró en
una estrecha celdilla, sin admitir a persona alguna, ni salir jamás de ella sin
orden expresa de su confesor. Miraba con
horror aquella su hermosura que había sido tan perniciosa a su alma y a las
ajenas; y no contentándose con debilitarla por medio de un perpetuo ayuno,
desde los primeros días de su conversión la ajó, la destruyó con espantosas mortificaciones.
Se abollaba el semblante con repetidos
golpes de una dura piedra, le frotaba después con piedrezuelas agudas hasta
derramar sangre, la que limpiaba con un pedazo de cáñamo o de estopa gruesa,
que enjugaba la sangre y al mismo tiempo lastimaba de nuevo el cutis, siendo en
fin tan ingeniosa en desfigurar su belleza, que logro no quedase ni señal de lo
que había sido.
Se reducía su
comida y su bebida a un pedazo de pan y unas gotas de agua, que tomaba una sola
vez al dia; de manera, que su subsistencia era tenida por especie de milagro. Dormía
en el duro suelo, sin más cabecera que una piedra. Despedazaba su cuerpo con sangrientas
disciplinas, que se daba muchas veces al dia, y pasaba casi toda la noche en
oración.
Oiasela prorrumpir frecuentemente en dolorosos sollozos y suspiros
con la memoria de sus culpas pasadas, y era tan viva su contrición,
especialmente cuando estaba a los pies del crucifijo o del altar, que no pocas
veces se temió iba a espirar a violencias del dolor.
El enemigo común, que a los principios
parecía estar acobardado a vista de un fervor tan generoso, mostró después que
no le amilanan del todo ni las mayores penitencias, ni la más constante
perseverancia. Dio principio a la tentación,
representándola que tanto retiro era indiscreto, y que era imprudente tanta
penitencia; que sin duda seria homicida de sí misma con tanto ayuno, con tanta
vigilia y con tanta mortificación inmoderada; que ya había hecho bastante, y
que era tiempo de tomar algún aliento; y que, pues Dios la había dado a
entender que se le habían perdonado sus pecados, debia, darse por contenta, y
vivir más descansada.
No costó mucho a
nuestra dichosa iluminada penitente descubrir la cara del maligno tentador
entro estos mal disimulados rasgos de su engañoso espíritu; y así, solo
sirvieron sus artificios para obligarla a doblar las penitencias, y para
hacerla más humilde. Un dia en que se sintió más oprimida con la
multitud y con la violencia de las tentaciones, se quejaba amorosamente al
Señor, postrada a los pies de un crucifijo, y su divina Majestad la consoló
maravillosamente con estas dulces palabras: Ten ánimo, hija mía por más violentos que sean los esfuerzos del
demonio, pues yo estoy contigo en el combate, y siempre saldrás victoriosa; sé
fiel en todo a los consejos de tu director; confía cada dia más y más en mi
bondad, desconfía de ti misma, y con el socorro de mi gracia triunfarás del enemigo.
Cuanto más se
perfeccionaba la virtud de Margarita, mas crecía en su corazón el amor a los
trabajos, y el ansia por los abatimientos. Le parecía que era objeto de
horror y de abominación a las gentes, y se admiraba mucho de que la tolerasen
en Cortona. El mayor consuelo que la podían dar,
era mostrar que la despreciaban. Era menester toda la rendida obediencia
que profesaba a sus confesores, para no dar en imprudentes excesos. Les pedía licencia muchas veces para salir por las calles
públicas con un dogal al cuello, pidiendo perdón del escándalo que había dado; o,
en fin, para que la encerrasen en la casa donde estaban recogidas las malas
mujeres.
No podía dejar de ganar el corazón y los cariños de Dios una alma
tan penitente y tan humilde. La colmó el Señor de los mayores favores, y fué
dotada de un sublime grado de contemplación. La favorecieron
con muchas visitas los espíritus bienaventurados, y especialmente el santo
ángel de su guarda. Su confesor, que escribió su vida,
asegura que el Salvador la enseñaba por sí mismo,
hablándola en la oración con modo muy extraordinario. La materia casi continua de
su meditación era la pasión del mismo Salvador, a la que profesaba una devoción
ternísima, y siempre con nuevas ansias de padecer más y más por Jesucristo. Su
ternura y su devoción con la santísima Virgen era amorosísima, considerándola
como madre de pecadores. Todos los días se
llegaba a los sacramentos de la penitencia y de la eucaristía, y cada dia con
nuevo consuelo y con mayor fervor. La autorizó Dios con el don de los milagros;
pero era menester valerse de alguna estratagema para reducirla a que tocase
los enfermos, que al instante quedaban sanos, y después era preciso guardarse
bien de atribuirla su milagrosa curación.
Veinte y tres
años había que esta dichosísima penitente vivía entregada al continuo ejercicio
de las más heroicas virtudes, especialmente de una excesiva penitencia, cuando
el Señor la dio a entender que se acercaba la hora de su muerte, y que en ella
vendrían a asistirla todas aquellas almas que con sus oraciones había librado
de las penas del purgatorio. Desde aquel punto se ocupó únicamente de su Dios,
y del ardentísimo deseo de poseerle. En fin, consumida al rigor de las penitencias,
y abrasada en fuego del divino amor, habiendo recibido los santos sacramentos,
rindió tranquilamente su alma en manos de su Creador el dia 22 de febrero
del año 1297, casi a los cuarenta y ocho años de su edad.
Luego que se divulgó en la ciudad su dichosa
muerte, tan preciosa a los ojos del Señor, acudió a su celdilla todo el pueblo,
así para venerar el santo cadáver, como para encomendarse en las oraciones de
aquella alma bienaventurada. La enterraron en la iglesia del convento de san Francisco; y su
entierro más pareció triunfo que pompa funeral. Declaró presto el Señor la
santidad de su fidelísima sierva con multitud de milagros, los que jurídicamente
comprobados con autoridad de León X, aquel pontífice permitió su culto en la
diócesis de Cortona. El año de 4023 expidió el decreto de su beatificación el
papa Urbano VIII, dando permiso para que se celebrase su oficio en toda la
orden de san Francisco; y finalmente, el dia diez y seis de mayo de 1728, la
canonizó solemnemente el papa Benedicto XIII, mandando se celebrase su fiesta
por toda la universal Iglesia en este mismo dia 23 de febrero, posterior al de
su felicísimo tránsito, por estar este ocupado con la fiesta de la Cátedra de
san Pedro.
El cuerpo de esta
bienaventurada penitente se conserva incorrupto hasta el dia de hoy, y todos
los años se expone a la veneración pública de la ciudad de Cortona, en el
convento de padres franciscos observantes, cuya iglesia tenía antes la
advocación de san Basilio, y ahora se llama santa Margarita.
AÑO
CRISTIANO
POR
EL P. J. CROISSET, de la Compañía de Jesús. (1864).
Traducido
del francés. Por el P. J. F. de ISLA, de la misma Compañía.
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