Con verdad se puede
decir que quiso Dios en estos postreros tiempos renovar en la iglesia del Japón
todas las maravillas que obró su poder en los primeros siglos de la primitiva Iglesia.
Los mismos milagros de la gracia en la
pronta conversión de los pueblos y de los reyes; la misma piedad y el mismo
fervor en los nuevos cristianos; los mismos prodigios obrados por san Javier,
que fué el apóstol de aquella nueva porción del rebaño de Jesucristo; y en fin
la misma persecución, que, así en el número de las personas como en el horror
de los tormentos, excedió a las más crueles persecuciones de los reyes de
Persia y de los emperadores romanos; pero también el mismo valor en los nuevos
cristianos, la misma magnanimidad y la misma constancia de rezar en alta voz el
Padre nuestro y el Ave María todo el tiempo que se conservó vivo en la cruz, y
que el tiernecito Antonio, convidaba a los asistentes a que le ayudasen a
cantar el salmo Laúdate,
pueri, Dóminum, correspondiendo todos, no con voces, que
las ahogaban dentro del pecho el dolor y la ternura, sino con lágrimas que a
torrentes brotaban dulcemente por los ojos. El viernes 5 de febrero del año de
1597, fué el dichoso dia en que esta generosa tropa, primicias de la sangre
cristiana del Japón, aumentó el casi infinito número de mártires que registra
la Iglesia en sus anales.
No tardó el cielo en mostrar con señales
sensibles y brillantes la gloria con que había premiado el valor de aquellos
invictos campeones de Jesucristo. Se
conservaron sus cuerpos por espacio de cuarenta días que se mantuvieron en las
cruces, frescos, incorruptos y aun hermosos. Las aves de rapiña los miraron con
respeto, no solo sin maltratarlos, sino huyendo reverentes de acercarse a ellos,
y exhalaban todos tal fragancia, que hasta los gentiles confesaban el milagro, porque
se les entraba por los sentidos. Con otras muchas maravillas testificó
el cielo la gloria de nuestros mártires, autorizadas todas con multitud de
testigos que judicialmente se examinaron en los procesos. Habiéndose mezclado entre los santos mártires dos
cristianos fervientes y celosos, para asistirlos en el camino, tuvieron la dicha
de tomar parte en la misma corona, digno premio de su caridad ardiente.
Treinta años después de su martirio, precediendo las informaciones necesarias,
decretó el papa Urbano VIII los honores debidos a los santos mártires, a los veinte y
seis confesores de Jesucristo dando licencia para que, en todas las iglesias de
la Compañía, por lo que toca a los tres jesuitas, y en toda la religión
Seráfica, por lo que toca a los demás, se pudiese rezar de ellos y celebrar
misa en su memoria, por cuantos quisiesen concurrir a rendirles este culto;
todo provisionalmente hasta que se procediese a su solemne canonización, sin
dejar por eso el mismo sumo pontífice de apellidarlos con el glorioso título de
mártires. Las reliquias de los tres de la Compañía, están expuestas a la
pública veneración en el colegio de Meaco.
AÑO CRISTIANO
POR EL P. J. CROISSET, de la Compañía de Jesús. (1864).
Traducido del francés. Por el P. J. F. de ISLA, de la
misma Compañía.
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