San
Simeón, o Simón, estaba en estrecha unión con Jesucristo, y
era consiguiente que tuviese mucha parte en sus singulares favores y en sus
particulares gracias. Era
hijo de Cleofás, hermano de san José, y por consiguiente reputado por primo
hermano del Salvador. Su madre se llamaba María; era aquella misma de quien
dice el Evangelio que era cuñada de la santísima Virgen (por
serlo de su esposo san José), a quien acompañó
hasta el monte Calvario, asistiendo a la muerte del Salvador del mundo, que
miraba como á sobrino suyo.
Supuesta una unión tan estrecha entre el hijo y los padres con
Jesucristo, es fácil discurrir la liberalidad con que el salvador colmaría de
gracias a toda la familia. Era Simeón de sangre
real, como sobrino de san José, legítimo descendiente de la casa de David; pero
su
mayor y más ilustre distintivo fué haber sido discípulo de Cristo, un santo
obispo y un glorioso mártir.
Le
escogió el Salvador por uno de sus primeros discípulos, y le instruyó por sí
mismo; con que, saliendo de mano de tal maestro, ¿qué progresos no haría en la ciencia de la salvación? Fué testigo de la mayor parte
de los milagros que obró el Hijo de Dios, de su resurrección, y de su ascensión
a los cielos; y como era uno de los miembros que componían entonces toda la
Iglesia, se halló en el cenáculo con los demás, y recibió el Espíritu Santo el
dia de Pentecostés en compañía de la santísima Virgen, a quien reverenciaba como a tía, y de los sagrados apóstoles, de muchos de
los cuales era pariente.
Después de la separación de los apóstoles y de los otros discípulos
destinados para llevar la luz del Evangelio a las provincias, parece que san Simeón se quedó en Judea, aplicado por el
Señor a trabajar en la conversión de los de su misma nación, de quienes fué
siempre muy estimado y muy querido. Estuvo muchos años dentro de la
misma Jerusalén en compañía de su primer obispo, pariente suyo, Santiago el Menor, ayudándole a trabajar en la
santificación de aquella gran ciudad que Jesucristo acababa de regar con su
preciosísima sangre.
Fué su misión tanto más trabajosa, cuanto tenía
que lidiar con un pueblo cuyo corazón y cuyo espíritu respiraba todavía cólera
y furor contra Jesucristo, a quien acababa de quitar la vida en un afrentoso
madero. Con todo eso, a su apostólico fervor y laboriosas fatigas
correspondió una mies muy abundante. Cada dia se
aumentaba el número de los fieles, y estas frecuentes conversiones excitaron
aquella cruel persecución que hizo tantos mártires en Jerusalén.
El
año 62 del nacimiento del Señor, y el 29 de su gloriosa resurrección, quitaron
inhumanamente la vida los judíos a Santiago el Menor. Dícese que Simeón se
halló presente a su martirio, y que tuvo valor para reprender agriamente a los
homicidas, acriminándoles la enormidad de su delito, sin que ellos se
atreviesen a vengarse; lo que acredita el respeto y la veneración que
profesaban a nuestro santo.
Por razón de la persecución, se pasaron algunos meses después de la
muerte del apóstol, hasta que nombraran a quien le sucediese. Sosegada algún
tanto la tempestad, luego que se pudo respirar, se
juntaron en Jerusalén los apóstoles que no estaban muy distantes, los
discípulos que aun vivían el año de 62, y los fieles, y todos de unánime consentimiento
eligieron a Simeón como el más digno y el más propio para ocupar el puesto del
apóstol Santiago.
La eminente santidad y la gran sabiduría del nuevo obispo, contribuyeron
mucho no solo para nutrir, sino para encender admirablemente la piedad y el fervor
de aquellos primeros cristianos, que, por las persecuciones de los judíos, cada
dia se hadan más ilustres y recomendables en la Iglesia.
Habiéndose amotinado en este tiempo los judíos contra los Romanos, el santo pastor aconsejó a los cristianos que se
retirasen de Jerusalén para que no fuesen envueltos en las ruinas de aquella
infeliz ciudad. Salieron pues los fieles de Jerusalén bajo la conducta de
su santo obispo, como en otro tiempo había salido Lot y su familia de Sodoma
bajo la conducta del santo ángel, y se retiraron a un lugar de la otra parte
del Jordán, llamado Pella, el año de 69, es decir, poco antes que Vespasiano,
enviado por Nerón contra los rebeldes, entrase con su ejército en el país.
Después de la total ruina de Jerusalén, que
sucedió el año 70 del Señor, pasaron los fieles segunda vez el Jordán, y se
restituyeron, no a la ciudad, que ya no la había, sino al lugar que antes
ocupaba, no habiendo quedado en ella piedra sobre piedra, según la palabra del
mismo Jesucristo. Sobre estas miserables ruinas edificaron otra nueva
ciudad menos soberbia en edificios, pero más rica de virtudes; porque animados con
un nuevo fervor por la solicitud, por la piedad, por el celo de su obispo,
presto refloreció la Iglesia más que nunca en la
nueva Jerusalén, compitiéndose las raras virtudes de los que la
componían con el resplandor de sus prodigios, y con el ruido de sus milagros.
Tuvo
siempre gran cuidado Simeón de velar sobre su pequeño rebaño, y sobre tocio de
conservarle en su primitiva pureza, ya previniéndole contra las herejías que el
infierno comenzaba a suscitar, ya distribuyendo continuamente a su pueblo el
pan de la divina palabra, y explicándole sin cesar con un celo y con una bondad
admirable las grandes verdades de la Religión, como las había aprendido de la
boca del mismo Jesucristo.
Esta vigilancia del santo pastor, este celo
infatigable por la gloria de Jesucristo y por la salvación de sus ovejas, esta
constancia, este valor heroico en los mayores peligros le merecieron en fin la
corona del martirio.
Le había conservado la divina Providencia
por un espacio de tiempo muy considerable, durante el cual había gobernado
siempre a sus ovejas con mucha prudencia y con grande tranquilidad. Era
muy necesario a la Iglesia mientras duraban aquellos tiempos duros y
calamitosos, por lo cual permitió o dispuso soberanamente el Señor que no se
acordasen de él en las diligentes pesquisas que hicieron Vespasiano y Domiciano de todos los descendientes de
David para quitarles la vida; pero habiéndose renovado estas pesquisas
por orden del emperador Trajano, fué delatado
Simeón, no solo como descendiente de aquella real casa, sino como la columna y
el héroe del cristianismo.
A los ciento veinte años de edad fué
presentado ante el gobernador de Siria, llamado Ático, varón consular
que se hallaba a la sazón en Judea, cuya provincia pertenecía a su gobierno. Se movió este a compasión luego que vió delante de sí a
un anciano tan respetable, y procuró persuadirle que renunciase su religión,
sacrificando a los dioses del imperio: pero quedó sumamente sorprendido cuando
oyó la generosidad y la fortaleza con que le hizo demostración nuestro santo de que ni había ni podía
haber más que un solo Dios verdadero: que Jesucristo era este verdadero Dios, y
que los que él llamaba dioses habían sido unos insignes facinerosos, afrenta
del linaje humano, é indignos de ser contados ni aun en el número de los
hombres.
Vuelto Ático en sí de su primer asombro, advirtiendo la grande impresión
que hacían en los circunstantes las palabras del santo viejo, le mandó azotar cruelmente, y por muchos días le hizo
padecer los más atroces suplicios. Admiraron todos su constancia, sin acertar a
comprender de donde podía venir aquel vigor y aquella fortaleza a un cuerpo
debilitado por una edad tan avanzada. Todos gritaban que aquello era milagro;
lo que irritó tanto al juez, que le sentenció a que perdiese la vida en una
cruz, logrando Simeón el consuelo de verse tratado como su divino maestro. No pudo contener dentro
del pecho la alegría, y murió dando gracias al Señor por el favor que le hacía
de imitar a Jesucristo en el género mismo de su suplicio.
Fué
su glorioso martirio en el año del Señor 107, después de haber gobernado la
iglesia de Jerusalén por espacio de más de cuarenta años. Algunas
iglesias de Occidente, como las de Bríndisi y Bolonia en Italia, la de Bruselas
en los Países Bajos, y la de Torrelaguna en España, se tienen por felices en
poseer reliquias de este gran santo, y las veneran con mucha devoción y con no
menos confianza.
AÑO CRISTIANO
POR EL P. J. CROISSET, de la Compañía de Jesús. (1864).
Traducido del francés. Por el P. J. F. de ISLA, de la
misma Compañía.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario