martes, 18 de febrero de 2020

SAN SIMEÓN, Obispo de Jerusalén y mártir. (+ ). —18 de febrero





   San Simeón, o Simón, estaba en estrecha unión con Jesucristo, y era consiguiente que tuviese mucha parte en sus singulares favores y en sus particulares gracias. Era hijo de Cleofás, hermano de san José, y por consiguiente reputado por primo hermano del Salvador. Su madre se llamaba María; era aquella misma de quien dice el Evangelio que era cuñada de la santísima Virgen (por serlo de su esposo san José), a quien acompañó hasta el monte Calvario, asistiendo a la muerte del Salvador del mundo, que miraba como á sobrino suyo.

   Supuesta una unión tan estrecha entre el hijo y los padres con Jesucristo, es fácil discurrir la liberalidad con que el salvador colmaría de gracias a toda la familia. Era Simeón de sangre real, como sobrino de san José, legítimo descendiente de la casa de David; pero su mayor y más ilustre distintivo fué haber sido discípulo de Cristo, un santo obispo y un glorioso mártir.

   Le escogió el Salvador por uno de sus primeros discípulos, y le instruyó por sí mismo; con que, saliendo de mano de tal maestro, ¿qué progresos no haría en la ciencia de la salvación? Fué testigo de la mayor parte de los milagros que obró el Hijo de Dios, de su resurrección, y de su ascensión a los cielos; y como era uno de los miembros que componían entonces toda la Iglesia, se halló en el cenáculo con los demás, y recibió el Espíritu Santo el dia de Pentecostés en compañía de la santísima Virgen, a quien reverenciaba como a tía, y de los sagrados apóstoles, de muchos de los cuales era pariente.

   Después de la separación de los apóstoles y de los otros discípulos destinados para llevar la luz del Evangelio a las provincias, parece que san Simeón se quedó en Judea, aplicado por el Señor a trabajar en la conversión de los de su misma nación, de quienes fué siempre muy estimado y muy querido. Estuvo muchos años dentro de la misma Jerusalén en compañía de su primer obispo, pariente suyo, Santiago el Menor, ayudándole a trabajar en la santificación de aquella gran ciudad que Jesucristo acababa de regar con su preciosísima sangre.

   Fué su misión tanto más trabajosa, cuanto tenía que lidiar con un pueblo cuyo corazón y cuyo espíritu respiraba todavía cólera y furor contra Jesucristo, a quien acababa de quitar la vida en un afrentoso madero. Con todo eso, a su apostólico fervor y laboriosas fatigas correspondió una mies muy abundante. Cada dia se aumentaba el número de los fieles, y estas frecuentes conversiones excitaron aquella cruel persecución que hizo tantos mártires en Jerusalén.

   El año 62 del nacimiento del Señor, y el 29 de su gloriosa resurrección, quitaron inhumanamente la vida los judíos a Santiago el Menor. Dícese que Simeón se halló presente a su martirio, y que tuvo valor para reprender agriamente a los homicidas, acriminándoles la enormidad de su delito, sin que ellos se atreviesen a vengarse; lo que acredita el respeto y la veneración que profesaban a nuestro santo. 



   Por razón de la persecución, se pasaron algunos meses después de la muerte del apóstol, hasta que nombraran a quien le sucediese. Sosegada algún tanto la tempestad, luego que se pudo respirar, se juntaron en Jerusalén los apóstoles que no estaban muy distantes, los discípulos que aun vivían el año de 62, y los fieles, y todos de unánime consentimiento eligieron a Simeón como el más digno y el más propio para ocupar el puesto del apóstol Santiago. 



   La eminente santidad y la gran sabiduría del nuevo obispo, contribuyeron mucho no solo para nutrir, sino para encender admirablemente la piedad y el fervor de aquellos primeros cristianos, que, por las persecuciones de los judíos, cada dia se hadan más ilustres y recomendables en la Iglesia.

   Habiéndose amotinado en este tiempo los judíos contra los Romanos, el santo pastor aconsejó a los cristianos que se retirasen de Jerusalén para que no fuesen envueltos en las ruinas de aquella infeliz ciudad. Salieron pues los fieles de Jerusalén bajo la conducta de su santo obispo, como en otro tiempo había salido Lot y su familia de Sodoma bajo la conducta del santo ángel, y se retiraron a un lugar de la otra parte del Jordán, llamado Pella, el año de 69, es decir, poco antes que Vespasiano, enviado por Nerón contra los rebeldes, entrase con su ejército en el país.

   Después de la total ruina de Jerusalén, que sucedió el año 70 del Señor, pasaron los fieles segunda vez el Jordán, y se restituyeron, no a la ciudad, que ya no la había, sino al lugar que antes ocupaba, no habiendo quedado en ella piedra sobre piedra, según la palabra del mismo Jesucristo. Sobre estas miserables ruinas edificaron otra nueva ciudad menos soberbia en edificios, pero más rica de virtudes; porque animados con un nuevo fervor por la solicitud, por la piedad, por el celo de su obispo, presto refloreció la Iglesia más que nunca en la nueva Jerusalén, compitiéndose las raras virtudes de los que la componían con el resplandor de sus prodigios, y con el ruido de sus milagros. 



   Tuvo siempre gran cuidado Simeón de velar sobre su pequeño rebaño, y sobre tocio de conservarle en su primitiva pureza, ya previniéndole contra las herejías que el infierno comenzaba a suscitar, ya distribuyendo continuamente a su pueblo el pan de la divina palabra, y explicándole sin cesar con un celo y con una bondad admirable las grandes verdades de la Religión, como las había aprendido de la boca del mismo Jesucristo.

   Esta vigilancia del santo pastor, este celo infatigable por la gloria de Jesucristo y por la salvación de sus ovejas, esta constancia, este valor heroico en los mayores peligros le merecieron en fin la corona del martirio.

   Le había conservado la divina Providencia por un espacio de tiempo muy considerable, durante el cual había gobernado siempre a sus ovejas con mucha prudencia y con grande tranquilidad. Era muy necesario a la Iglesia mientras duraban aquellos tiempos duros y calamitosos, por lo cual permitió o dispuso soberanamente el Señor que no se acordasen de él en las diligentes pesquisas que hicieron Vespasiano y Domiciano de todos los descendientes de David para quitarles la vida; pero habiéndose renovado estas pesquisas por orden del emperador Trajano, fué delatado Simeón, no solo como descendiente de aquella real casa, sino como la columna y el héroe del cristianismo.

   A los ciento veinte años de edad fué presentado ante el gobernador de Siria, llamado Ático, varón consular que se hallaba a la sazón en Judea, cuya provincia pertenecía a su gobierno. Se movió este a compasión luego que vió delante de sí a un anciano tan respetable, y procuró persuadirle que renunciase su religión, sacrificando a los dioses del imperio: pero quedó sumamente sorprendido cuando oyó la generosidad y la fortaleza con que le hizo demostración nuestro santo de que ni había ni podía haber más que un solo Dios verdadero: que Jesucristo era este verdadero Dios, y que los que él llamaba dioses habían sido unos insignes facinerosos, afrenta del linaje humano, é indignos de ser contados ni aun en el número de los hombres.



   Vuelto Ático en sí de su primer asombro, advirtiendo la grande impresión que hacían en los circunstantes las palabras del santo viejo, le mandó azotar cruelmente, y por muchos días le hizo padecer los más atroces suplicios. Admiraron todos su constancia, sin acertar a comprender de donde podía venir aquel vigor y aquella fortaleza a un cuerpo debilitado por una edad tan avanzada. Todos gritaban que aquello era milagro; lo que irritó tanto al juez, que le sentenció a que perdiese la vida en una cruz, logrando Simeón el consuelo de verse tratado como su divino maestro. No pudo contener dentro del pecho la alegría, y murió dando gracias al Señor por el favor que le hacía de imitar a Jesucristo en el género mismo de su suplicio.




   Fué su glorioso martirio en el año del Señor 107, después de haber gobernado la iglesia de Jerusalén por espacio de más de cuarenta años. Algunas iglesias de Occidente, como las de Bríndisi y Bolonia en Italia, la de Bruselas en los Países Bajos, y la de Torrelaguna en España, se tienen por felices en poseer reliquias de este gran santo, y las veneran con mucha devoción y con no menos confianza.



AÑO CRISTIANO
POR EL P. J. CROISSET, de la Compañía de Jesús. (1864).
Traducido del francés. Por el P. J. F. de ISLA, de la misma Compañía.

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