El glorioso san Román fué natural del condado
de Borgoña; y hallándose bien enseñado en la ciencia de los santos por el abad
de León llamado Sabino, se retiró a un desierto del monte Jura, que separa el
Franco Condado del país de los suizos.
Allí encontró un chopo de enorme corpulencia
cuyas ramas entendidas y entretejidas formaban un techo que le defendían así de
la lluvia como de los rayos del sol: y no lejos del árbol brotaba una fuente de
agua cristalina, rodeada de zarzas llenas de unas como acerolas silvestres.
Allí vivió
muchos años el santo como ángel en carne humana, y allí le visitó su hermano
Lupiciano, guiado por soberana inspiración, que le movió a dar también de mano
al siglo, y gozar de las espirituales delicias que halló su hermano en aquella
soledad.
Comenzaron luego a concurrir a aquel yermo
aldeanos y ciudadanos, unos por solo venerar a los santos hermanos, y otros
para hacerse sus discípulos: y tantos fueron estos
últimos, que en breves años se labraron varios monasterios así de hombres como
de mujeres, cuya santidad era celebrada en todo el reino de Francia.
Entre otras maravillas que hizo el Señor por
mano de san Román, una fué que yendo un día el santo a visitar a sus hermanos los
monjes, le sorprendió la noche sin hallar otro
albergue que el pobre hospicio donde se curaban los leprosos, que a la sazón
eran nueve.
Luego que los vio,
hizo calentar un poco de agua, les lavó los pies, y aquella noche se acostó en
medio de ellos.
Acostados todos diez, los nueve leprosos se durmieron, velando sólo Román y
rezando a Dios salmos e himnos de alabanzas.
Tocó luego un
lado de uno de los leprosos y al instante sanó y se vio libre de la lepra.
Tocó a otro, y
al instante también sanó. Despertaron los dos, y hallándose así milagrosamente limpios,
cada uno tocó a su compañero que más cerca le estaba para despertarle, y que
despierto rogase a Román le sanase como a ellos.
Pero ¡oh bondad
de nuestro gran Dios! ¡oh poder grande de la virtud de su siervo Román!
Al despertar, todos
se hallaron tan sanos y buenos como si en su vida no hubiesen tenido lepra, ni otro
mal alguno.
Finalmente, después de haber poblado san Román
de santos aquellos desiertos, a los sesenta años de
su edad, lleno ya de méritos y virtudes, entregó su purísima alma al Señor, con
gran sentimiento de sus discípulos que le amaban como a padre y le veneraban
como a santo abad y espejo de perfección.
Reflexión: Muy
regalados eran de Dios san Román y sus monjes, y era tal la abundancia de
dulzura interior, que apenas sentían la aspereza de aquellos desiertos.
Pero si tú
cuando estás orando, u oyendo Misa, o leyendo algún libro santo, no
experimentas aquel sabroso afecto de devoción, no dejes por eso lo que hubieras
comenzado.
Forma un santo deseo de
agradar a Dios, y ofrécele en alabanza eterna esa esterilidad y trabaja.
Porque así no menos
agradable le será esa esterilidad que padeces, que una grande abundancia de
suavidad, y por ventura más.
La devoción racional es
más cierta y agradable a Dios que la sensible cuando uno aborrece el pecado y
lo abomina y sirve a Dios con una voluntad determinada y desinteresada, y las
cosas en que sabe que ha de agradar a Dios, las abraza con buen ánimo y las
pone por obra.
Si tienes esta
devoción, no perderás nada de tu trabajo, aunque te falte la otra.
Oración: Te
suplicamos, Señor, que por la intercesión del bienaventurado abad san Román hallemos gracia
delante de tu Majestad para conseguir por sus oraciones lo que no podemos
alcanzar por nuestros merecimientos. Por
Jesucristo, nuestro Señor. Amén.
FLOS SANCTORVM
DE LA FAMILIA CRISTIANA.
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