Nació el
santísimo obispo Tarasio en la ciudad de Constantinopla de padres tan ilustres
por su nobleza como por su religión y piedad.
Criaron
al niño con gran cuidado y entre otros buenos consejos que le daba la madre, no
cesaba de avisarle que huyese de toda mala compañía.
Por esta causa cuando, terminados sus
estudios, resplandeció a los ojos de todos por sus virtudes y talentos, y se
vio ensalzado hasta la dignidad de cónsul y de primer consejero del reino, en
el imperio de Constantino y de la emperatriz Irene su madre, no se desvaneció
con el falso brillo de la gloria del mundo, ni los atractivos de la corte
menoscabaron un punto la entereza de su inocencia y de sus laudables
costumbres: y así por una maravillosa disposición
del cielo, a la cual no pudo resistirse el santo, pasó del palacio del emperador
a la cátedra patriarcal de Constantinopla, siendo consagrado obispo el día de
la Natividad del Señor, para nacer de nuevo y comenzar desde aquel día una
nueva vida.
Sacó de su palacio todas las alhajas y muebles preciosos; se acostaba
el último y se levantaba el primero, y se mostraba padre de todos, siendo los
pobres sus hijos más amados y favorecidos.
Pero a los herejes siempre los aborreció y persiguió como a
enemigos de Dios y de la verdad divina, y empleó todas sus fuerzas para domar
la sacrílega osadía de los inococlastas que destruían con supersticioso furor
las santas imágenes.
A instancias del santo se congregó el séptimo
concilio general, al cual asistió, ocupando en él el primer lugar después de
los legados del Papa, y cuando el emperador Constantino V repudió a la emperatriz María,
su mujer, para casarse secretamente con su concubina Teodora, el santo patriarca
condenó aquel abominable matrimonio, e hizo todo lo que pudo para deshacer
aquel escándalo.
Finalmente, después de haber llevado con
admirable fortaleza las increíbles persecuciones que padeció por querer
remediar tan grande mal, descansó en la paz del Señor y fue a recibir del Rey
del cielo la recompensa de sus virtudes que le negaron los príncipes de la
tierra.
El adúltero
monarca, cuya liviandad había causado al santo tan amarga aflicción, y a todos
sus pueblos tan grande escándalo, acabó su torpe vida con muerte desastrada en
que se echó de ver la poderosa mano del Señor que justamente le hería y tomaba
venganza de aquella iniquidad.
Reflexión:
El que imagina que en esta vida ha de ser
recompensada la virtud y castigada la maldad como merece, yerra torpemente.
Porque fuera de
algunos casos en que nuestro Señor hace resplandecer en este mundo su justicia
soberana, ni los buenos ni los malos llevan acá su merecido.
Si cuando
pecamos sintiésemos al punto el azote de Dios, y cuando obramos el bien
tuviésemos luego a los ojos el premio, le sirviéramos como esclavos, como niños
y como bestias, sólo por el temor del azote y por la golosina de la recompensa.
No quiere eso nuestro Señor: quiere que le sirvamos con toda libertad, que le amemos
como hijos, aun sin temor del castigo ni esperanza del premio: y suficiente
conocimiento ha dado a los hombres para comprender que no faltará después la
recompensa o castigo, conforme a sus obras y conforme a la ley de la soberana
justicia de Dios.
Oración:
¡Oh Dios omnipotente! concédenos que la venerable
solemnidad de tu bienaventurado confesor y pontífice Tarasio, acreciente en
nosotros el espíritu de la devoción y la gracia de nuestra eterna salud. Por Jesucristo nuestro Señor.
Amén.
FLOS SANCTORUM
DE LA FAMILIA CRISTIANA.
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