Hay en la
fisonomía de cada santo una característica que llama especialmente la atención.
Esta particularidad es la que importa hacer resaltar y proponer a la imitación
de los lectores. En Santa
Teresa de Jesús, por ejemplo, es el amor
ardiente; en San
Francisco de Sales, la dulzura y mansedumbre; en San
Vicente de Paúl, la caridad. Por lo que toca a San
Dositeo, debemos hacer resaltar el
vencimiento propio y la completa abnegación de la voluntad.
QUIÉN FUE DOSITEO
No conocemos el
lugar ni la época de su nacimiento; sólo sabemos que fué un joven noble,
hijo de un prefecto, ministro de la guerra o tribuno, oficial que mandaba un
cuerpo de tropas, y que corresponde ahora al grado de teniente general. Como
estaba en la flor de la edad, y era de bello aspecto y bien proporcionado, constituía las delicias de toda la familia, y el ídolo de su
padre, que le crio con gran delicadeza y el mayor regalo. Aunque
cristianos, sus padres le dieron lastimosa educación,
manteniéndole en la total ignorancia de la religión cristiana, y por miedo de
contrariar su libertad, no le dedicaron a los estudios, y le dejaron crecer sin
darle el menor barniz de cultura científica ni literaria.
Si Dositeo no se precipitó en las más funestas
licencias de la juventud, lo debió a la buena inclinación de su bella índole, o
por mejor decir, a la especial gracia con que el cielo
lo preservó hasta de los menores escollos. Era Dositeo de natural dulce,
gracioso y apacible; y como a ello se añadía la hermosura de su semblante, la
proporción airosa de su talle, la delicadeza y blancura de su tez, modales
desembarazados, modestos y llenos de una noble ingenuidad, junto con una rara
inocencia de costumbres, fué universalmente amado de todo el mundo. El padre,
particularmente, estaba tan hechizado con su hijo, que no sabía negarle ningún
gusto, siendo tan excesiva condescendencia la causa de su crasa ignorancia.
VIAJE
A TIERRA SANTA
En esta regalona ociosidad vivía Dositeo cuando
oyó hablar del viaje que unos oficiales iban a realizar a Tierra Santa movidos
por la devoción. El Señor, que tenía particulares
designios sobre aquella alma privilegiada de su gracia, le inspiró el deseo de
hacer este viaje. Apenas dio a entender a su padre la curiosidad que se
le había excitado, al instante providenció todo lo necesario para complacerle y
pidió a los oficiales que llevasen consigo a su hijo y le cuidaran durante
aquellas jornadas.
Llegaron
a Jerusalén. Todas las cosas grandes y santas que
Dositeo veía en aquellos sagrados lugares le tenían como embelesado, causándole
especialmente grande impresión todo lo que oía decir de nuestros sacrosantos misterios.
Le condujo un día la divina Providencia a cierta
iglesia, cerca de Getsemaní, y vió en ella una pintura que le afectó vivamente.
Era un vivísimo retrato de los tormentos que los condenados padecen en el
infierno. Contemplaba inmoble aquel horroroso lienzo, cuando de pronto
apareció a su lado una señora de majestad y belleza extraordinarias, que le
explicó el espectáculo que tenía ante los ojos. Aturdido Dositeo con lo que
estaba oyendo, y reflexionando en la vanidad de su vida pasada, temió que le
estuviese reservada la misma suerte.
—¿Qué debo hacer, pues, para evitar tamaña desgracia? —preguntó.
—Hijo mío —le respondió la matrona-— si quieres no ser del número de los condenados, ayuna, no comas
carne y ora sin cesar.
Y diciendo esto desapareció. Nunca dudó nuestro Santo que esta
Señora había sido la Santísima Virgen, y por esto le profesó siempre una
ternísima devoción.
DOSITEO, SE HACE
RELIGIOSO
Luego que Dositeo volvió al lugar de su
hospedaje, comenzó a poner en práctica el consejo recibido. Sus
compañeros echaron de ver la mudanza, y en tono de broma le aconsejaron que se retirase al claustro. El joven
ignoraba lo que esto quería decir, y cuando se lo explicaron no vaciló un
momento. La broma de sus amigos había sido para él
una advertencia del cielo, porque sin demora se presentó en uno de los
monasterios más florecientes de Palestina, del cual era abad San Seridio.
El venerable abad, al ver a un joven tan apuesto, educado con la mayor
delicadeza y vestido con un rico uniforme militar, temió en un principio que su
resolución fuese hija de un fervor pasajero. Así es que
llamó a San Doroteo —que era su principal discípulo— y declarándole lo que recelaba, le encargó que examinase la
vocación de aquel mozo. No tardó San Doroteo en apreciar todo el mérito
del joven aspirante, pero viendo que su nuevo discípulo era joven, tierno,
delicado y criado con todo regalo, no quiso sujetarle desde luego a todas las
austeridades de la Regla, contentándose por entonces con enseñarle a obedecer
con alegría y puntualidad, a no tener voluntad propia, a modificar sus
inclinaciones, y a desprender su corazón aun de las cosillas más menudas.
Fué acostumbrándole por grados a la abstinencia.
Al principio el joven consumía pan y medio. Pocos días después, por orden de su
maestro, disminuyó una parte de esta cantidad y como le preguntase si había
quedado satisfecho, contestó:
—Tanto como satisfecho no; pero estoy bien.
Más tarde, aumentando el rigor de las mortificaciones, Dositeo, a quien no
bastaban al día cuatro libras de pan en los principios de su conversión, llegó
insensiblemente a contentarse con solas ocho onzas, sin haber enflaquecido ni
experimentado mengua en sus fuerzas.
Ansiaba por entonces el santo mancebo
dedicarse al estudio de la Sagrada Escritura, y así se lo dijo a su abad, el
cual lejos de condescender con aquella petición, le contestó con aparente
menosprecio, y sólo para probarle, que un hombre que había llevado en los
primeros años de su juventud una vida tan disipada, era más digno de cavar la
tierra, a la que estuvo un tiempo tan apegado, que de elevar su espíritu con la
contemplación de las cosas celestiales.
Fácil es comprender, por tanto, cuán violentas tempestades se
levantarían en el corazón de Dositeo con el choque diario de su propia voluntad
con la regla de obediencia que le obligaba a someterse a los mandatos del superior,
y cuántas serían las batallas que hubo de sostener contra el espíritu de la soberbia
y de independencia que tanto le excitaban. Pero de todos estos asaltos salió vencedor, gracias a las plegarias que continuamente
elevaba a la Santísima Virgen para que le encaminara por donde mayor gloria
pudiera dar a Dios y mejor correspondiera al beneficio que le había hecho
cuando se le apareció en Getsemaní, mientras contemplaba la pintura del
infierno, al advertirle los peligros que corría si seguía entregado a las
pompas y vanidades del mundo y a las malas compañías que habían estado a punto
de pervertir su alma.
LE ENCARGAN DE LA
ENFERMERÍA
A causa de su carácter afable, Dositeo era más
apto que ningún otro para el servicio de los enfermos, por lo cual le
encargaron de la enfermería. Desempeñó este empleo con una limpieza y
una caridad que edificaba a todos los religiosos confiados a su cuidado. Si
alguna vez por la propia debilidad de la naturaleza humana se le escapaba
alguna palabra un poco ruda, sentía profundo dolor, se retiraba a su celda y,
postrándose rostro en tierra, deploraba su fragilidad. En tales ocasiones sólo Doroteo
podía secar sus lágrimas.
—¿Qué tienes, pues, Dositeo? —le
preguntaba—-; ¿por
qué lloras de esa manera?
—Perdóneme, Padre mío
—le
respondió entonces el humilde discípulo—me
he dejado llevar de la cólera contra mi hermano y le he hablado con impaciencia.
—¡Cómo!,
hermano mío, ¿no sabes que aquellos a quienes sirves son los miembros de
Jesucristo y que al servirlos sirves al mismo Cristo? ¿Por qué, pues, lo haces
tan mal? ¿Quieres afligir al divino Salvador, que toma como cosa suya todo lo
que se hace a sus siervos?
Nuestro Santo sólo respondía a esta suave
corrección con suspiros y lágrimas. Movido a compasión por aquel arrepentimiento
sincero, Doroteo dejaba entonces el tono de maestro y hablaba como padre:
—Levántate,
pues, y ten buen ánimo. En adelante, procura portarte mejor y no caer en
semejantes faltas. Espero que Dios por su misericordia te perdonará.
Perdonado y alentado de tal suerte, Dositeo se
levantaba en seguida y corría a su trabajo con tanta tranquilidad de espíritu
como si el mismo Dios le hubiese perdonado. ¡Cuántas
almas excesivamente escrupulosas hallarían muy pronto una paz que desesperan de
alcanzar, si, imitando a nuestro Santo, acudiesen con fe sencilla y confianza filial
a solicitar el consejo de su prudente director!
CÓMO SAN DOROTEO
LE EJERCITABA EN LA HUMILDAD Y DESPRENDIMIENTO
Le exhortaba
también a estar continuamente en la presencia de Dios. A corregirse cada día de alguna falta, a no dejar sin
dolor y sin castigo las menores culpas, a no hacer cosa alguna por su propia voluntad,
a no tener apego a persona ni a cosa de esta vida, a no ejecutar aun las
acciones más menudas y más ordinarias, sino puramente para agradar a Dios, y a
no temer nada tanto como desagradarle.
El santo mancebo puso en ejecución estos saludables consejos, cuya
puntual observancia le elevó en menos de cinco años a una eminente santidad; jamás se desmentían su dulzura, su modestia y su profunda
humildad; siempre se mostraba igual, laborioso, alegre; de manera que sólo con
ver aquel risueño y angelical semblante se consolaban los enfermos. Todo
su empeño consistía en hacer perfectamente todas las acciones: ninguna falta se perdonaba, y por eso, si le ocurría
alguna vez levantar algo más la voz o escapársele algún súbito ímpetu de genio,
estaba inconsolable.
Hemos dicho que San Doroteo no imponía a su discípulo duras penitencias
corporales, pero en cambio le acostumbraba a dominar más y más su carácter, de
suyo tan dócil. Para ello le reprendía continuamente,
le humillaba en toda ocasión y le bastaba observar en él el menor apego a
alguna cosa, para obligarle a renunciar a ella. Dositeo aceptaba estas pruebas
con sumisión y aun con alegría.
En cierta ocasión que Doroteo visitaba la enfermería para ver si todo estaba
en orden, le dijo:
—¿No os parece, Padre mío, que hago las camas de los
enfermos con pulcritud y destreza?
—Verdad es, hermano mío
—replicó
el maestro—. Has
alcanzado ser buen enfermero, pero eso no prueba que seas buen religioso.
En otra ocasión le dio San Doroteo paño para que se hiciese un hábito nuevo:
trabajó en él Dositeo muchos días, y le costó mucha
fatiga coserle. Le llevó al fin a su maestro, y éste
le mandó que se lo diese a un monje, y que él hiciese otro hábito nuevo para
sí. Lo ejecutó el santo mozo, y se repitió con
el segundo hábito lo mismo que se había hecho con el primero.
Muchas
veces le hizo repetir estos sacrificios en actos semejantes de desasimiento, y
Dositeo los cumplía no sólo sin quejarse y sin repugnancia, sino cada vez con
mayor alegría.
El mayordomo del monasterio le entregó una vez un cuchillo muy bueno y
muy a propósito para el servicio de la enfermería y Dositeo pidió a su maestro
permiso para aceptarlo. «Es
muy bueno —añadió— y me servirá perfectamente para
el uso a que pienso destinarlo.» Al oír esto San Doroteo creyó que le agradaba
aquel regalo y, queriendo arrancar de su corazón hasta el menor apego a las
cosas, replicó:
—Según veo te satisfaces mucho con inútiles bagatelas.
¿Qué prefieres, ser esclavo de tu cuchillo o servidor de Jesucristo? ¿No tienes
vergüenza, Dositeo, de poner tu corazón a más bajo nivel que un cuchillo?
El humilde discípulo bajó los ojos y respondió
con un ademán silencioso que estaba dispuesto a prescindir de él.
—Ahora —añadió Doroteo—, vete a poner ese cuchillo con
los otros y no lo toques más.
Obedeció inmediatamente y vió, sin sentir la menor acritud ni el más leve
despecho, cómo lo usaban sus hermanos.
A medida que el joven novicio iba aumentando
en perfección, encontraba en su camino mayores pruebas, aunque jamás llegasen a
turbar la tranquilidad de su alma.
Le habían permitido por entonces leer las
Sagradas Escrituras y, como lo hacía con gran pureza de corazón, empezaba a
entender su sentido oculto. Si a veces encontraba alguna dificultad, acudía
inmediatamente a pedir la explicación a su padre espiritual. Éste, para probar
su humildad, le recibía con rudeza y le negaba la explicación deseada. Un día,
en vez de responderle, le envió a San Seridio, el cual, prevenido de antemano,
miró al discípulo con aire severo.
—¿Qué ignorante, como tú, dijo, se atreve a hablar de
cosas tan elevadas?
Añadió otras palabras tan duras como éstas y le despidió sin
contemplaciones. Dositeo recibió esta humillante
corrección con la dulzura de un ángel y volvió tranquilamente a sus
ocupaciones.
Empero conviene saber que, como Dios se complace en comunicarse a las
almas puras y humildes, aunque Dositeo no tenía ni el más leve barniz de
letras, ni de doctrina, poseía un conocimiento tan
comprensivo y una inteligencia tan clara, tan limpia, de los más elevados y
profundos misterios de la religión, que algunas veces hablaba de ellos como
hombre divinamente inspirado. Su maestro, que no perdía ocasión de
ejercitarle en la humildad, lo lograba siempre que se trataba de estas materias,
pues hablaba en ellas Dositeo con su acostumbrado acierto, humillándole entonces
grandemente: pero con tanta complacencia del humildísimo
joven, que nunca sentía mayor gozo que cuando le echaban en rostro su
ignorancia.
ENFERMEDAD Y
MUERTE DEL SANTO
Cinco años pasó Dositeo en estos ejercicios
de obediencia, regularidad, humildad y continua unión con Dios. De noche sólo asistía a la última parte de maitines,
según se le había ordenado, en atención a su poca salud. De día cuidaba a los
enfermos, y comía un poco de pescado a las horas señaladas. Estaba tan mal del
pecho, y arrojaba tanta sangre por la boca, que de esta enfermedad vino a
perder la vida. La inquietud y dolores que le causaba, nunca le pudieron
arrancar ni una leve señal de impaciencia; su oración ordinaria era ésta:
—Señor, ten misericordia de mí. Dulce Jesús mío,
asistidme. Virgen Santísima, mi querida Madre, no me neguéis vuestro favor.
Le dijo un hermano que tal vez unos huevos frescos podían aliviarle y
detener la sangre que perdía en abundancia; mostró Dositeo algún deseo de tomarlos;
pero luego le pareció que ésta era inclinación sensual, y la detestó.
Después se acusó al abad —que a la
sazón era San Doroteo— como de una tentación a que
había prestado oídos.
—Padre mío —le dijo—, me han hablado de un remedio que
quizás me fuera de mucho provecho. Yo desearía indicártelo, pero te conjuro que
no me lo procures, porque me inquieta demasiado.
—¿Qué remedio es ése?
—Unos huevos
frescos. Pero te suplico en nombre de Dios que no accedas a este deseo, pues no
quiero recibir nada que tú no me ofrezcas por tu propio impulso.
—Está bien —dijo San
Doroteo—, así
lo haré; no te acongojes por eso.
Sin embargo, el mal iba empeorando; pero al paso
que crecían sus dolores crecía también su resignación y su paciencia. Le
redujo la debilidad a no poder moverse; y preguntado por San Doroteo si hacía
siempre su acostumbrada oración:
—¡Ay!, Padre —respondió
al punto—, y
¡cómo la hago!, por señas, pues no puedo hacer otra cosa.
Habiéndole ido a visitar San Barsanufio, uno de los
más eminentes religiosos del monasterio, y sintiendo Dositeo que ya le
iban faltando las fuerzas, le dijo con gran humildad:
—Padre mío,
mándame que muera, porque ya no puedo más.
—Ten un poco de
paciencia, hijo mío —le contestó el anciano—, que cerca está la misericordia
del Señor.
En efecto, pocos días después el enfermo le decía dulcemente:
—Padre mío,
permíteme acabar en paz mi destierro.
El santo religioso le respondió lleno de ternura con lágrimas en los
ojos:
—Vete en paz, hijo mío, y ponte con mucha confianza en la
presencia de Dios, que quiere hacerte participante de su gloria; ruega a Su
Majestad por nosotros.
«Entonces —dice la
Vida de los Padres del yermo— aquel
bienaventurado hijo de la obediencia se durmió con el sueño de los justos en el
seno de aquella hermosa virtud que había sido como su nodriza en el camino de la
perfección...»
Los religiosos que se hallaban presentes
quedaron admirados de la extraordinaria opinión que San Barsanufio tenía de
la eminente santidad de su hermano. Es más, algunos monjes ancianos sintieron
cierto despecho:
—Dositeo —decían entre sí— no ayunaba, se le dispensaba en
los ejercicios más penosos de la religión; se le trataba con demasiada
indulgencia; pues ¿en qué consistía su extraordinaria virtud?
Pero Dios
les quiso dar a entender a qué grado tan sublime de virtud se puede llegar en
poco tiempo por el ejercicio de una perfecta obediencia.
Poco después de la muerte de Dositeo, pasando por el monasterio un
solitario de virtud eminente, vió en sueños a
todos los religiosos de la casa, a quienes Dios había llamado ya a su seno. En
medio de los ancianos que componían aquella celeste asamblea, vió a un joven
novicio, cuyas facciones quedaron grabadas en su memoria. Habló de ello con
asombro, y por el retrato que hizo, no fué posible dudar de que se trataba de
San Dositeo.
A partir de aquel momento entendieron los religiosos que el vencimiento y el
renunciamiento de la propia voluntad son más meritorios que las mortificaciones
exteriores, porque si es difícil al espíritu domar la carne y las pasiones que
de ella nacen, más difícil le es aún el dominarse a sí mismo.
Ninguna cosa enseña mejor que los ejemplos. Por eso ha querido el Señor proponérnoslo
en toda edad, condición y estado, atajando por este medio los falsos pretextos
de que pudiera servirse nuestro amor propia para desviarnos de la virtud. Quiso
confundir nuestra cobardía poniéndonos a la vista la santidad de aquellos, que,
siendo más jóvenes, más débiles, más delicados, menos sabios que nosotros, no
por eso dejaron de arribar a un eminente grado de virtud, aun ceñidos siempre
dentro de los límites de los empleos menos brillantes y de las acciones más
comunes y ordinarias.
EL SANTO
DE CADA DÍA
POR
EDELVIVES
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