La fidelísima sierva de
Cristo santa Francisca, nació en Roma; fue hija de nobles padres, y dio desde
niña muestra de las más heroicas virtudes, en que después se señaló.
Lloraba amargamente si la ama que la criaba
la descubría o desnudaba en presencia de algún hombre, aunque fuese, su mismo
padre, ni consentía que éste la llegase arrostro cuando la acariciaba.
En los años de su juventud, no gustaba de los
entretenimientos de otras doncellas, sino del recogimiento y oración, deseosa
de consagrarse a Dios del todo en perpetua virginidad; y así, aunque
condescendió con el gusto de sus padres, casándose con un caballero romano,
igual en sangre y riquezas, sintió con tanto extremo el verse obligada a perder
la joya preciosísima de la virginidad, que de puro dolor enfermó dos veces
gravísimamente.
Siendo de diez y siete años, madre ya de dos
hijos, alcanzó licencia de su marido para quitarse los vestidos de seda y oro,
las joyas preciosas y otras galas, y de allí adelante se vistió de paño basto,
y se ejercitó en admirables obras de humildad, caridad y penitencia, procurando
poner en mucha virtud a las señoras romanas.
Rezando el oficio de la Virgen, cuatro veces dejó la
antífona en que estaba, por llamarla su marido, y volviendo a su rezo, halló la
antífona escrita con letras de oro, en premio a su puntual obediencia al marido.
La concedió el Señor un ángel, que visiblemente la
gobernaba y defendía, se le mostraba como un niño de nueve años, el rostro muy
hermoso, mirando al cielo, los brazos cruzados sobre el pecho el cabello crespo
y rubio esparcido a las espaldas, vestido de una túnica blanca, y sobre ella
una dalmática que a veces parecía de color blanco, otras azul, otras de oro.
Cuando el Señor la libró del vínculo del
matrimonio entró luego en la congregación del Monte Olívete, que ella había
fundado conforme a la Regla de San Benito, y gobernó aquella santa Comunidad con
singular prudencia y dulzura, obrando el Señor por ella innumerables maravillas.
Multiplicó en sus manos
el pan para el sustento de las Hermanas, refrigeró su sed con racimos de uvas,
que colgaban de un árbol en el rigor del invierno, la preservó de una espesa
lluvia rezando ella al descubierto.
La acarició la Reina de los cielos como a hija querida en su
regazo. Otra vez se quitó el velo y se lo puso a la santa en la cabeza, y en el
día de la Natividad del Señor le puso en los brazos el niño Jesús.
Finalmente, después de una vida inmaculada y llena de prodigios,
envió santa Francisca su alma purísima a las moradas eternas a la edad de
cincuenta y seis años, quedando el cuerpo flexible y exhalando un suavísimo olor
como de azucenas y rosas, que llenaba toda la iglesia de fragancia.
Son casi innumerables los milagros con que
después de su muerte confirmó nuestro Señor la santidad de esta sierva suya,
sanando por su intercesión los enfermos que se le encomendaban.
Reflexión:
De la
obediencia de santa Francisca a su esposo,
han
de aprender las mujeres casadas a obedecer a sus maridos, porque como dice el Apóstol,
el marido es cabeza de la mujer, si, como la santa, miran en él la persona de
Cristo, fácilmente dejarán sus gustos y antojos para hacer en todo su voluntad,
siempre que evidentemente no sea contraria a la ley de Dios; y el premio de
esta obediencia será la paz de la familia, el sosiego del alma, un gran tesoro
de méritos, y una grande gloria en el cielo.
Oración:
Señor, Dios
nuestro, que honraste a tu sierva
la bienaventurada Francisca entre otros dones de tu gracia con el trato familiar
con el Ángel de su guarda, concédenos por sus merecimientos, que logremos alcanzar
la compañía de los santos ángeles en el cielo. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.
FLOS SANCTORVM
DE LA FAMILIA CRISTIANA
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