Nació el admirable varón san Juan de Dios en la villa de
Monte-mayor en el reino de Portugal, de padres, virtuoso y pobres. En su
mocedad andaba mudándose de pastor a soldado, y de soldado a pastor, sin hallar
reposo en ningún ejercicio.
Se puso después a vender libros y estampas, y
en traje de mercader se hizo predicador apostólico, porque repartiendo estampas
a los niños les enseñaba la doctrina, y a los mayores exhortaba a huir de las
culpas, reduciendo muchos pecadores a penitencia.
Así pasó algunos años, y andando un día su camino,
encontró un niño muy hermoso, con vestido pobre y roto y los pies descalzos. Le
tomó, pues, en hombros, y era al principio la carga liviana, pero luego se hizo
tan pesada que sudaba el santo, y se fatigaba en gran manera, por lo cual,
hallando una fuente, le dejó para beber y reposar. Pocos pasos había dado hacia
la fuente cuando oyó a su espalda una voz del niño que le decía: “Juan,
Granada será tu cruz”, y volviendo el rostro, vio
que el niño celestial le mostraba una granada abierta que tenía en la mano, y
en medio una cruz, y luego desapareció.
Se encaminó el santo a Granada, y en una mala casilla puso su pequeña librería, más
ansioso de ganar almas que dineros. Predicaba a la sazón en Granada el beato Padre maestro de Ávila, y oyendo
sus sermones el santo, quedó tan encendido en un divino fervor, que comenzó a servir
a Dios con una muestra de altísima y perfectísima santidad.
Porque repartió todo lo que tenía a los pobres y encarcelados,
y se dio a tan maravillosos extremos de penitencia y humildad, que se hizo
espectáculo del pueblo, hasta el punto de tenerle muchos por loco y afligirle
como tal en las calles y en el hospital de locos.
Fue allí a verle el maestro Ávila, que dirigía su
conciencia, y le dijo que ya era tiempo de quitarse aquella máscara de fingida
locura, para atender a otras obras del servicio divino.
Entendiendo, pues, que el Señor le llamaba a los oficios
de misericordia con los pobres enfermos, echó los cimientos de la Orden de los
Hermanos Hospitalarios, y alcanzó al poco tiempo médicos, cirujanos, boticarios,
regalos y medicinas, e hizo entre sus amados enfermos indecibles proezas de
caridad.
Se encendió fuego en el hospital real de Granada; nadie
se atrevía a entrar dentro por estar la puerta ocupada de humo y de fuego. Vino
corriendo san Juan de Dios, y fue sacando cuantos pobres había en la sala que
ardía, trayéndolos a cuestas, y saliendo ileso al cabo de media hora de entre
las llamas.
Finalmente, después de una vida llena de prodigios, méritos
y virtudes, a la edad de cincuenta y cinco años descansó en la paz del Señor,
quedando su cuerpo hermosísimo y arrodillado como cuando oraba.
Reflexión:
Presenten a
la admiración del mundo los modernos filántropos un solo ejemplo de caridad
como san Juan de Dios, y así podrán blasonar de amor al prójimo; pero mientras se vean tan lejos de los hospitales, de las
cárceles y de las moradas de los pobres, sin enjugar jamás una lágrima, ni oír
un suspiro, ni presenciar un espectáculo de dolor y de miseria, bien podemos
decir que la única verdadera caridad es la que nos enseña el santo Evangelio y
que fuera de ella no hay más que hipocresía y detestable egoísmo.
Nunca han producido otra
cosa la falta de religión y la impiedad.
Oración:
Señor Dios
nuestro, que concediste al bienaventurado Juan la virtud de andar
sin lesión en medio de las llamas, e ilustraste tu Iglesia con su nueva Religión,
concédenos por sus méritos el fuego de la caridad para enmendar nuestros vicios,
y alcanzar los eternos remedios. Por
Jesucristo, nuestro Señor. Amén.
FLOS SANCTORVM
DE LA FAMILIA CRISTIANA
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