San
Alfonso María de Ligorio.
INTRODUCCIÓN
Cuán agradable sea a Jesucristo que
meditemos frecuentemente su pasión y la muerte ignominiosa que padeció por
nosotros, bien se echa de ver en la institución del santísimo Sacramento del
altar, que dejó en su Iglesia como monumento para que siempre viviera en
nosotros la memoria del amor que nos tuvo, sacrificándose en la cruz por
nuestra salvación. Sabemos que en la
noche anterior a su muerte instituyó este sacramento de amor, y después de
haber distribuido su cuerpo a los discípulos, les dijo, y en ellos nos dijo a
todos nosotros, que al recibir la sagrada
comunión nos recordásemos de lo que padeció por nosotros. Por eso la santa Iglesia ordena al
celebrante que en la misa, después de la consagración, diga en nombre de
Jesucristo: Siempre que hiciereis esto,
hacedlo en memoria de mí. Y el angélico Santo Tomás escribe «que, para que se conservara entre nosotros la memoria de tan
grande beneficio, nos dejó su cuerpo para que lo tomáramos en alimento. Y
continúa el Santo diciendo que por este sacramento se conserva la memoria del inmenso
amor que Jesucristo nos patentizó en su pasión.
Si alguien hubiera padecido por un amigo
injurias y heridas, y supiera luego que el amigo, al oír hablar de lo
acontecido, no quisiera recordarlo, y cuando se le recordara, dijese: «Hablemos de otra
cosa!», ¡qué pena sentiría aquél al ver el olvido
del ingrato! Por el
contrario, ¡qué
consuelo experimentaría al cerciorarse de qué el amigo profesaba testimoniarle
eterna gratitud y que siempre le recordaba, hablando de él con ternura y
sollozos! De ahí que todos los santos, conocedores del gusto que
proporciona a Jesucristo el evocar a menudo su pasión, se hayan preocupado en
meditar casi de continuo los dolores y desprecios que padeció el amabilísimo
Redentor durante la vida y especialmente en la muerte. Escribe San Agustín que no hay nada tan
provechoso al alma como meditar diariamente la pasión del Señor. Reveló Dios a un santo anacoreta que no hay ejercicio más
apto para inflamar los corazones en el divino amor como el pensar en la muerte
de Jesucristo. Y a Santa Gertrudis le reveló, como atestigua Luis de
Blois, que quien mira devotamente el Crucifijo,
siempre que le mira es mirado por Jesús con amor. Añade el mismo autor que el considerar o leer
cualquier cosa acerca de la pasión reporta más bien que otro cualquiera
ejercicio devoto. Por eso escribía San
Buenaventura: « ¡0h amable pasión, que
divinizas al alma que en ti medita!» Y, hablando de las
llagas del Crucifijo, las llamó llagas que hieren los más duros corazones e
inflaman a las almas más frías en el amor divino.
Se
cuenta en la vida del Beato Bernardo de Corleón, capuchino, que, deseosos sus
hermanos en religión de enseñarle a leer, fue a consultarlo con el Crucifijo, y
le respondió el Señor: “¿Para qué lecturas?
¿Para qué libros? Tu libro quiero ser yo crucificado, en quien leerás el amor
que te he tenido”. Jesucristo
crucificado era también el libro predilecto de San Felipe Benicio, por lo que,
al morir, pidió el Santo le dieran su libro, y quienes le asistían dudaban qué
libro darle; pero su confidente, Fr. Ubaldo, le dio la imagen de Jesús
crucificado, y entonces exclamó el Santo: «Este es mi libro», y
besando las sagradas llagas, exhaló su bendita alma
Beato Bernardo de Corleón |
En mis obritas espirituales
hablé repetidas veces de la pasión de Jesucristo; con todo, creo no estará de
más añadir aquí, para utilidad de las almas fervorosas, muchas otras cosas y
reflexiones que he leído después en diversos libros y en las cuales he pensado
a menudo. Quise trasladarlas aquí para utilidad de los demás, pero sobre todo
para provecho mío propio, ya que escribo el librito próximo a la muerte, pues
cuento setenta y siete años de edad y quiero ocuparme en estas consideraciones
para prepararme al día de las cuentas. En efecto, yo mismo utilizo estas pobres
meditaciones leyendo con frecuencia algún pasaje, a fin de que, cuando llegue
la hora suprema de mi vida, tenga ante los ojos a Jesús crucificado, que es
toda mi esperanza; así espero tener entonces la suerte de entregar el alma en
sus manos. Entremos ahora en las reflexiones prometidas.
CAPÍTULO I
REFLEXIONES SOBRE LA PASIÓN DE
JESUCRISTO EN GENERAL
I
Necesidad de un Redentor. —
Peca Adán, rebelase contra Dios, y, por ser el primer hombre y padre de toda la
humanidad, queda él perdido con todo el género humano. La injuria fue hecha a
Dios, por lo que ni Adán ni el resto de los hombres podían con todos sus
sacrificios, ni aun con el sacrificio de sus vidas, ofrecer digna satisfacción
a la divina Majestad ofendida, para aplacarla cumplidamente era preciso que una
persona divina satisficiese a la divina justicia. Y he aquí al Hijo de Dios, que, movido de
compasión a los hombres e impelido por las entrañas de su misericordia, se
brindó a revestirse de carne humana y a morir por ellos, para de este modo
tributar a Dios cumplida satisfacción por todos sus pecados y alcanzarles la
gracia divina perdida.
Vino, pues, al mundo el amoroso Redentor y
quiso, al hacerse hombre, remediar todos los daños que el pecado había
ocasionado. Y, a la vez, no sólo con enseñanzas, sino que también quiso con los
ejemplos de su santa vida inducir a los hombres a observar los divinos
preceptos, conquistando así la vida eterna. A tal fin renunció Jesucristo a
todos los honores, delicias y riquezas de que hubiera podido disfrutar en esta
vida, eligiéndose otra humilde, pobre y atribulada, hasta morir de dolor en una
cruz. Se engañaron los judíos al fantasear que el Mesías había de venir a la
tierra triunfador de todos los enemigos con el poderío de sus armas, y después
de haberlos aniquilado y conquistado el dominio de toda la tierra, había de
enriquecer y ennoblecer a sus seguidores. Si el Mesías hubiera sido tal como
los judíos lo imaginaban, príncipe triunfador y honrado por todos los hombres
como soberano de toda la tierra, no habría sido el Redentor prometido por Dios
y predicho por los profetas. El mismo lo
declaró al contestar a Pilatos: Mi reino no es de este
mundo. Por eso San Fulgencio reprochó a Herodes tanto temor de perder
el reino por parte del Salvador, que había venido no a vencer a los reyes con
las armas, sino a conquistados con su muerte.
Dos
fueron los engaños de los judíos acerca del Redentor: el primero, pensar que los bienes predichos por los profetas (bienes
espirituales y eternos), con los que el Mesías
enriquecería a su pueblo, serían bienes terrenos y temporales. Los bienes
prometidos por el Redentor son: la fe, la ciencia de la virtud, el santo temor de Dios; éstas
fueron las riquezas de salvación prometidas. El Señor prometió también a los
penitentes la curación de sus males, el perdón a los pecadores y la libertad a
los esclavos de Satanás.
El
segundo engaño en que cayeron los judíos fue el predicho por los profetas acerca de la
segunda venida del Salvador, al fin de los siglos, a juzgar al mundo, tomándolo
los judíos como dicho de la primera venida.
Cierto
que David había predicho del futuro Mesías que vencería a los príncipes de la
tierra, abatiría la soberbia de muchos y con la fuerza de la espada destruiría
toda la tierra. Pero esto ha de entenderse de la segunda venida, cuando venga
como juez a condenar a los malvados.
Verdadero
carácter del mesías. —En cuanto a la primera venida de Nuestro Señor, en que había de
consumar la obra de la redención, sobrado claramente predijeron los profetas
que el Redentor viviría vida pobre y despreciada. He aquí lo que escribe el profeta Zacarías,
hablando de la vida plagada de humillaciones de Jesucristo: He aquí que tu Rey
llega a ti; es justo y victorioso, humilde y montado sobre un asno, sobre un
pollino de cría de asnas, lo
que se realizó de modo particular cuando entró Jesús en Jerusalén montado sobre
un asnillo y fue recibido honrosamente cual anhelado Mesías, como dice San
Juan: Hallando Jesús un asnillo, montó sobre él,
según está escrito: “No temas, hija de Sión; mira, tu Rey viene montado sobre
un pollino de asna”. Sabemos
que fue pobre desde su nacimiento en Belén, humilde ciudad, y dentro de una
cueva: “Mas tú, Belén Efratá, la más pequeña entre las regiones
de Judá, de ti me saldrá quien ha de ser dominador en Israel, cuyos orígenes
vienen de antiguo”; profecía que anota San Mateo y San Juan. Además, el
profeta Oseas escribió: “De Egipto llamé a mi
hijo”, como
se verificó cuando Jesucristo, niño aún, fue llevado a Egipto, donde vivió
siete años como extranjero, en medio de bárbaras gentes, lejos de parientes y
amigos, por lo que forzosamente hubo de vivir muy pobremente. Y cuando
retornó a Judea continuó la pobreza de su vida. Ya había predicho
frecuentemente, por boca de David, que, durante toda su vida había de ser pobre
y lleno de fatigas.
Dios no podía ver plenamente satisfecha su
justicia con todos los sacrificios que le hubieran ofrecido los hombres, aun de
sus vidas, y por eso dispuso que su Hijo tomara carne humana y alcanzarles así
la salvación: “Sacrificio y ofrenda no
quisiste, pero me diste un cuerpo a propósito”. Y el unigénito Hijo consintió de buen grado en sacrificarse por
nosotros y bajó a la tierra para inmolarse con su muerte y llevar a cabo la
obra de la redención.
Dijo
el Señor, hablando a los pecadores: “¿Para qué se os va a
golpear más?”; y lo decía para darnos a entender que, por mucho que
castigara a los que le ofenden, todos los castigos no llegarían a reparar su
ofendido honor; de aquí que mandara a su mismo Hijo a satisfacer por los
pecados de los hombres, porque su Hijo tan sólo podía satisfacer plenamente a
la divina justicia. Por esta
razón declaró por Isaías, hablando de Jesús, víctima de nuestros pecados: “Por el crimen de mi pueblo fue herido de muerte”. Y no se
contentó con una satisfacción cualquiera, sino que quiso verlo gastado por los
tormentos.
¡Oh Jesús mío, oh víctima de amor,
consumida por los dolores en la cruz para saldar la deuda de mis pecados!,
quisiera morir de dolor al pensar en las veces que os ofendí, después de
haberme vos amado tanto. No permitáis que viva aún ingrato a tanta bondad.
Unidme por completo a vos y hacedlo por los méritos de la sangre por mí
derramada.
II
Jesucristo nos quiso redimir por el camino de la cruz. — Cuando el Verbo
divino se brindó a redimir a los hombres, se le presentaron dos caminos para
conseguirlo, uno de gozo y de gloria, y el otro
de penas y vituperios. Más quien con
su venida no sólo quería librar a los hombres de la muerte eterna, sino también
conquistarse el amor de todos los corazones humanos, rechazó la vida de gozo y
de gloria y eligió la de penas y vituperios. Por lo tanto, para satisfacer por
nosotros a la divina justicia y a la vez para inflamarnos en su santo amor,
quiso cargar con todas nuestras deudas y, muriendo en la cruz, alcanzarnos la
gracia y la vida bienaventurada, según se expresa Isaías: Nuestros sufrimientos él los ha llevado, nuestros dolores él los
cargó sobre sí.
El Antiguo Testamento trae dos figuras
expresas de esto: la primera la ceremonia que se usaba todos los años con
el macho cabrío emisario, sobre
el cual cargaba el sumo sacerdote de maldiciones, le arrojaban a la selva para
que allí viviese como objeto de la divina ira. Este animal figura de nuestro
Redentor, que quiso cargar con todas las maldiciones que por nuestras culpas
merecíamos, hecho por nosotros objeto de maldición, o por mejor decir, la misma
maldición; y todo para alcanzarnos la bendición divina. Por esto escribe en otro lugar el Apóstol: “Al que no conoció pecado, por nosotros le hizo pecado, a fin de
que nosotros viniésemos a ser justicia de Dios en El”. Es
decir, como explican San Ambrosio y San Anselmo: quien era la misma inocencia apareció a los ojos de Dios como si
fuese el mismo pecado; o
mejor, vistió el traje de
pecador, queriendo padecer las penas que debíamos pagar los pecadores para
alcanzarnos el perdón y hacernos justos ante Dios.
La segunda figura del sacrificio que Jesucristo ofreció
por nosotros al Eterno Padre en la cruz fue la de la serpiente de bronce,
puesta en un madero, con cuya mirada curaban los hebreos mordidos de serpientes
venenosas. San Juan escribía luego: “Y como Moisés puso en alto la serpiente en el desierto, así es
necesario que sea puesto en alto el Hijo del hombre, para que todo el que crea
en Él alcance la vida eterna”.
Nótese
con qué claridad se predice la muerte ignominiosa de Jesucristo en el libro de
la Sabiduría. Aunque las palabras de este segundo capítulo puedan aplicarse a
la muerte de todo justo, sin embargo, dicen Tertuliano, San Cipriano, San
Jerónimo y muchos otros Santos Padres que principalmente se aplican a la muerte
de Cristo. Que si el justo es Hijo
de Dios —se
lee en libro de la Sabiduría—, él le
protegerá y le librará de manos de sus adversarios. Los judíos escogieron para Jesucristo
la muerte de cruz, como la más ignominiosa, para que su nombre fuera infame
para siempre y ni siquiera se le nombrase ya, como había dicho Jeremías: Destruyamos el árbol con su fruto, borrémoslo de la tierra de
los vivos y no semiente más su nombre. Pues
bien, ¿cómo podrán hoy día negar los judíos que Jesucristo sea
el Mesías prometido, habiendo muerto con muerte afrentosísima, cuando los
mismos profetas predijeron esa muerte?
Jesucristo murió para expiar nuestros
pecados.— El redentor aceptó muerte tan ignominiosa porque moría
para pagar nuestros pecados, y por eso quiso ser circuncidado cual pecador, ser
rescatado en su presentación en el templo, recibir el bautismo de penitencia de
manos del Bautista, y, finalmente, en su pasión, quiso que le clavaran en la
cruz para pagar nuestras malditas licencias: quiso
con su desnudez pagar nuestra avaricia, con sus humillaciones nuestra soberbia,
con su obediencia a los verdugos nuestras ambiciones de dominio, con sus
espinas nuestros malos pensamientos, con su hiel nuestras intemperancias y con
los dolores de su cuerpo nuestros sensuales placeres. De ahí que, con lágrimas de ternura,
deberíamos agradecer al Padre habernos dado a su inocente Hijo para que con su
muerte nos librase de la muerte eterna: Quien a su propio Hijo no
perdonó, antes por nosotros todo lo entregó, ¿cómo no juntamente con Él nos dará de gracia todas las cosas? Y San Juan añade: Así amó Dios al
mundo, que entregó a su Hijo unigénito. La misma santa Iglesia, en el Exultet del
sábado santo, dice: « ¡0h admirable dignación
de tu piedad para nosotros! ¡Oh inestimable amor de los amores, que para salvar
al siervo entregaras al Hijo». ¡Oh misericordia infinita! ¡Oh amor infinito de nuestro Dios! ¡Oh
santa fe! Quien
esto cree y confiesa, ¿cómo puede vivir sin abrasarse
de santo amor hacia este Dios tan amante y tan amable?
¡Oh Dios eterno!, no me miréis a mí, tan cargado de pecados; mirad a
vuestro inocente Hijo pendiente de una cruz, ofreciéndoos tantos dolores y oprobios
para que tengáis compasión de mí. La compasión que yo quiero es que me deis
vuestro santo amor. Atraedme por completo a vos del lodo de mis bajezas.
Abrasad, fuego consumidor, cuanto veáis impuro en mi alma que la impida ser
toda vuestra.
Agradezcamos al Padre y agradezcamos
igualmente al Hijo, que se vistió de nuestra carne y a la vez tomó sobre sí
nuestro pecados para dar a Dios, con su pasión y muerte, cumplida satisfacción.
Por eso dice el Apóstol que Jesucristo se hizo nuestro fiado, es decir, que se
obligó a saldar nuestras deudas. El, como mediador entre Dios y los hombres,
hizo un pacto con Dios, por el que se obligó a satisfacer por nosotros a la
divina justicia y nos prometió de parte de Dios la vida eterna. El Eclesiástico
nos exhortó de antemano a no olvidarnos del beneficio de este divino fiador,
que para alcanzarnos la salvación quiso sacrificar su vida. Y para mejor
asegurarnos el perdón, dice San Pablo que Jesucristo canceló con su sangre el
decreto de nuestra condenación, en que estaba escrita contra nosotros la
sentencia de muerte eterna, y lo fijó en la cruz, en que murió satisfaciendo
por nosotros a la divina justicia.
Por favor, Jesús mío, en vista del amor que os hizo prodigar sangre y
vida sobre el Calvario por mí, haced que yo muera a todo afecto terreno: haced
que lo olvide todo para no pensar más que en amaros y agradaros. ¡Oh Dios mío,
digno de infinito amor!, vos me habéis amado sin reserva, y sin reserva quiero
amaros yo. Os amo, sumo bien mío; os amo, amor mío y mi todo.
III
La muerte de Cristo es nuestra
salvación. — En suma, todo el bien que podemos tener, toda salvación y
toda esperanza, todo en absoluto lo debemos a los méritos de Jesucristo, como
dice San Pedro: “Y no se da en otro
ninguno la salud, puesto que no existe debajo del cielo otro nombre, dado a los
hombres, en el cual hayamos de ser salvos”. De modo que no
tenemos esperanza de salvación más que en los méritos de Jesucristo; de lo que
concluye Santo Tomás, con todos los teólogos, que, después de la promulgación
del Evangelio, hemos de creer explícitamente, no sólo como necesidad de
precepto, sino también de medio, que sólo podemos salvarnos por medio de
nuestro Redentor.
Todo el fundamento, por tanto, de nuestra
salvación, está en la humana redención, llevada a cabo en la tierra por el
Verbo divino. Nótese, en cuanto a las obras de Jesucristo en la tierra, que,
por ser obras de una persona divina, tuvieron mérito infinito, de suerte que
aun la menor de ellas bastaba a satisfacer a la divina justicia por todos los
pecados de los hombres, y, sin embargo, la muerte de Jesucristo fue el gran
sacrificio que terminó nuestra redención; de ahí que en las Sagradas Escrituras
se atribuya principalmente la obra de la humana redención a la muerte por Él
padecida en la cruz. Y añade el Apóstol que al recibir la sagrada Eucaristía
debemos evocar la muerte y no la encarnación, el nacimiento o la resurrección.
Porque la muerte, por ser el suplicio más humillante y doloroso de Jesucristo,
puso el sello a la obra de la redención.
Y
seguía San Pablo: “Resolví no saber cosa
entre vosotros sino a Jesucristo, y éste crucificado”. Sobrado
conocido tenía el Apóstol que Jesucristo había nacido en una gruta, que había
vivido treinta años en un taller, que había resucitado y subido al cielo. ¿Por qué, pues,
escribe que no quiere saber nada más que a Jesús crucificado? Porque la muerte padecida por Jesucristo en la cruz era
la que más le movía a amarle, a obedecerle, a ejercer la caridad con el prójimo
y la paciencia en las adversidades, virtudes que de modo especial practicó y
enseñó Jesucristo en la cátedra de la cruz. Santo Tomás dijo «que en la cruz se halla
el remedio en las tentaciones, la obediencia a Dios, la caridad con el prójimo
y la paciencia en las adversidades»; que por eso dijo San Agustín: «La cruz no fue sólo patíbulo donde Cristo padeció, sino también
cátedra donde enseñó».
La pasión de Cristo, motivo de confianza y
de amor. — Procuremos, almas piadosas, imitar a la Esposa de los
Cantares, que decía: “A su sombra estoy
sentada, como deseé”. Tengamos a menudo ante los ojos, particularmente los viernes,
a Jesús expirando en la cruz, y detengámonos a considerar con ternura, por
espacio de algún tiempo, sus dolores y el afecto que nos mostró cuando
agonizaba en aquel lecho de dolor. Repitamos también nosotros: A su sombra
estoy sentada, como deseé. ¡Qué tranquilo descanso hallan las
almas amantes de Dios entre el tumulto del mundo, las tentaciones del infierno
y hasta el temor del divino juicio, cuando se detienen a contemplar a solas y
en silencio a nuestro amoroso Redentor agonizando en la cruz y cómo su sangre
corría gota a gota de sus miembros heridos y abiertos por los azotes, las
espinas y los clavos! Y ¡cómo a vista de Jesús crucificado se desvanecen del
pensamiento todos los deseos de honra mundana, de riquezas terrenas y de
placeres de los sentidos! Entonces brota de la cruz una como aura celeste que
nos desprende con suavidad de las cosas terrenas y enciende en nosotros santo
deseo de padecer y morir por amor de quien tanto quiso padecer y morir por
nosotros.
Si Jesucristo, en vez de ser lo que es, Hijo de Dios y
verdadero Dios, Creador nuestro y supremo Señor, fuera solamente un simple
mortal, ¿quién no se compadecería viendo un
joven de noble sangre, inocente y santo, morir a puro tormentos en infame leño,
en pena no de sus delitos, sino de los de sus enemigos, y así librarlos de la
muerte por ellos merecida? ¿Cómo habrá, pues, corazones que resistan al amor de
un Dios que muere en un mar de desprecios y dolores por amor de sus criaturas? Y ¿cómo podrán estas criaturas amar otra cosa, fuera de
Dios? ¿Cómo pensarán en ser agradecidas a otros y no a este su amante bien
hechor?
¡Oh si conocieras el
misterio de la cruz!, decía
San Andrés al tirano que pretendía hacerle renegar de Jesucristo por haber
muerto crucificado como malhechor. ¡Oh si conocieras,
tirano, el amor que te manifestó Jesucristo muriendo en la cruz para satisfacer
tus pecados y alcanzarte una felicidad eterna, ciertamente no te cansarías en
persuadirme renegara de Él, sino que tú mismo abandonarías cuanto tienes y
esperas en la tierra, para complacer y contentar a un Dios que tanto te amó! Así obraron tantos
santos y tantos mártires, que lo abandonaron todo por Jesucristo. Grande
debiera ser nuestra vergüenza al ver cuántas tiernas virgencitas renunciaron
las bodas con príncipes y las riquezas reales y todas las delicias terrenas,
para sacrificar voluntariamente su vida y testimoniar de alguna manera su
afecto al amor que les demostró este Dios crucificado. ¿Cómo se explica, pues,
que muchos cristianos se impresionen tan poco ante la pasión de Jesucristo? La razón es que pocos son los que se detienen a considerar cuánto
padeció Jesucristo por nuestro amor.
¡Ah, Redentor mío!, también yo me he contado entre estos ingratos. Vos
sacrificasteis vuestra vida en la cruz para no verme perdido, y yo tantas veces
quise perderos a vos, bien infinito, perdiendo vuestra gracia. Ahora el
demonio, trayéndome la memoria de mis pecados, querría hacerme creer que es muy
difícil mi salvación; más la vista de vos crucificado, Jesús mío, me asegura de
que no me arrojéis de vuestra presencia, si me arrepiento de haberos ofendido y
quiero amaros. Sí, me arrepiento y quiero amaros de todo corazón. Detesto
aquellos malditos placeres que me hicieron perder vuestra gracia. Os amo,
amabilidad infinita, y quiero amaros siempre, y la memoria de mis pecados me
servirá para inflamarme más en vuestro amor, ya que os dignasteis buscarme
cuando de vos huía. No; ya no quiero separarme más de vos ni dejar de amaros,
Jesús mío.
¡Oh María, refugio de
pecadores!, vos que tanto participasteis de los dolores de vuestro Hijo en su
muerte, rogadle que me perdone y me otorgue la gracia de amarlo
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