San José, esposo de la Virgen María y padre adoptivo del Niño Jesús,
ocupa un lugar preeminente en el plan de la Redención. Como último patriarca de
la Ley antigua y primero de la Ley nueva, su figura y su persona llenan la
historia del mundo desde el principio hasta el fin de los siglos.
Abrahán, padre de los creyentes, representaba ya a José
cuando, yendo a Egipto, decía proféticamente de Sara, la esposa bella entre
todas, que era su hermana.
El antiguo José, hijo
de Jacob, desterrado a Egipto por la maldad de sus hermanos, figuraba al nuevo
José huyendo del furor de Herodes. Ambos
varones justos llevan el mismo nombre e idéntico título: intendentes de la casa real, y ambos merecieron tan honrosa
distinción por haber guardado y conservado la pureza.
En la Ley antigua se habían prometido los
bienes de la tierra a los siervos de Dios, y el antiguo José, desterrado en
Egipto, sacaba de aquella nación trigo para los pueblos castigados por el
hambre. En la Ley nueva, el nuevo José trae de Egipto, país del
pecado, un trigo muchos, más maravilloso.
Entre los muchos personajes que han servido
al Espíritu Santo para figurar a José, citemos al prudente Mardoqueo, guardián
y protector de la reina Ester, salvadora de su pueblo. Mardoqueo «fue el intendente de palacio» y el ministro del rey. San José es el intendente de la casa de
María, donde reina Jesús.
Anunciaban los profetas
que el Mesías debía pertenecer a la raza de David, y su padre, aunque sólo era
adoptivo, debía darle su filiación legal, así como su madre —madre virgen— le había de dar
su descendencia según la sangre. Era, pues,
necesario que José y María descendiesen de David. El Evangelio conserva ambas genealogías:
San Mateo da la
de José y San Lucas la de María. Después del Salvador la distinción
de familias entre los judíos cayó en completa confusión, como si tal distinción
no hubiese tenido otro objeto que señalar las genealogías de María y de José.
La opinión de muchos teólogos —y la más
generalmente admitida— es que San José tuvo el privilegio, como Jeremías y San
Juan Bautista, de ser santificado antes de su nacimiento. Cuando vino al mundo, su padre Jacob le puso, el
día de la circuncisión, el misterioso nombre de José, que significa acrecentamiento y encierra la idea de
la grandeza por excelencia.
Colmado de gracias
desde el primer instante de su vida, San José estaba preparado para el sublime
ministerio que debía ejercer cerca de Jesús, de María y de la Iglesia. Tal
tesoro de gracias lo describe en pocas palabras la Sagrada Escritura al decir
que
«era justo», esto es, que poseía, según la definición
de Santo Tomás, «esa rectitud completa del alma que consiste en la
reunión de todas las virtudes». Es muy fundado pensar —dice Suárez— que
San José ocupó el lugar preeminente en el estado de gracia entre todos los
Santos.
Empero, si San José se vio colmado de riquezas
espirituales, le faltaban las otras riquezas, pues, en Judea la abundancia de
granos y la fecundidad de los rebaños eran la base de la jerarquía y de la
fortuna, en tanto que la industria y el comercio, poco estimados entonces, eran
patrimonio de los pobres, y ya sabemos que San
José era artesano.
Su padre le formó y educó en las modestas labores del trabajo
de la madera y del hierro, y le ejercitó en todo lo concerniente a su oficio de
constructor de viviendas (San Agustín); José labró, con la ayuda de Jesús, yugos para
uncir bueyes (San Justino) y, era Maestro en otros trabajos, pero la tradición universal
nos dice que ejerció principalmente el oficio de carpintero y que Jesús
aprendió con él a trabajar la madera. Él, que debía consumar nuestra redención
en el madero de la cruz (San Juan Crisóstomo).
¿Qué sentiría allá en su corazón el bendito San José al
oír que el Hijo de Dios le llamaba con el dulcísimo nombre de padre? ¡Misterio sublime de sólo Dios conocido! Y en verdad que José era padre de Jesús, si no en cuanto a la
sustancia, sí en cuanto a las funciones y prerrogativas.
DESPOSORIOS DE SAN JOSÉ. — ENCARNACIÓN
DEL SALVADOR
Tocante a las circunstancias de los
desposorios de San José con María Santísima, podemos optar por la opinión más
común, que sostiene que María debió perder a sus padres cuando aún estaba en el
Templo, y que el Sumo Sacerdote en persona hubo de encargarse de colocar a la
joven al cumplir los quince años. Hay que dar por seguro que San José no era ni
anciano ni hombre ya maduro, sino antes un joven cuya edad estaba, en relación
con la de María Santísima.
Se llevaron a cabo estos desposorios por
manifestaciones directas de la voluntad divina, y cada consorte guardó preciosamente
los secretos del Rey de la gloria, que había acogido sus promesas de
virginidad. Esta
unión, bella a los ojos de los ángeles, debía —dice San Jerónimo— poner a cubierto el
honor de María ante los hombres y ocultar a los demonios el parto virginal. Muy por encima
de los demás desposorios, fue éste el prototipo de la unión mística de
Jesucristo con la Iglesia, según hace notar San Ambrosio, y en ese día tomaba
San José posesión del título de Patrono de la Iglesia universal.
San José esperaba al Mesías, y sabía que nacería de su
estirpe, pues no ignoraba las profecías; pero era tal su humildad que no podía
sospechar que su pobre casita había de ver al Salvador esperado.
A no mucho tardar se presentó el ángel Gabriel a María y
le anunció el gran misterio de la Encarnación del Verbo en sus purísimas
entrañas. La morada de José se
trocó entonces en el santuario más augusto del universo. José, empero, por
divino beneplácito, ignoró entonces los misterios que allí se realizaron.
Entretanto, la Santísima Virgen fue a visitar a su prima
Santa Isabel, porque el ángel le había revelado que había concebido en su
vejez; San José, custodio de María, la acompañó sin demora y sin oponer el
menor reparo. Ese viaje de veinticinco leguas era penosísimo en aquel tiempo y
en aquellas circunstancias.
Según la costumbre de
Oriente, mientras la Santísima Virgen fue recibida por Santa Isabel en la
habitación de la casa reservada a las personas de su sexo, San José saludó a
Zacarías, y no asistió al Magníficat ni a las íntimas expansiones de estas dos
venturosas madres colmadas de bendiciones divinas; sus palabras le habrían
revelado el misterio que debía ignorar aún.
A la vuelta de tan venturoso viaje, siendo
ya el tercer mes de la Anunciación, le sobrevino a San José una turbación
penosísima y violenta, la prueba más cruel de su vida. Consiguió dominarla, y,
aunque no podía explicarse lo que veía, tampoco dudó de la santidad de su
esposa; más para no difamarla, resolvió dejarla secretamente. Se apiadó el Señor
de sus angustias, más crueles que las de Abrahán al ver a su hijo Isaac en la pira,
y, apareciéndosele un ángel durante el sueño, le dijo:
—«José, hijo de David, no tengas recelo en
recibir a María tu esposa, porque lo que se ha engendrado en su vientre es obra
del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo a quien pondrás por nombre Jesús —esto
es, Salvador—; pues Él es el que ha de salvar a su
pueblo de sus pecados» (Mat. 1, 20-21).
Sabía que María había advertido sus zozobras
y angustias, y por eso la hizo partícipe de la comunicación celestial:
aconteció entonces algo consolador y placentero como en la Visitación.
En la Visitación, María no había declarado
el secreto del Señor a su prima, pero el Señor se dignó revelarlo mediante un
milagro, e Isabel fue la primera que habló de ello; de igual manera, en esta
ocasión, María guardó el secreto, pero el ángel lo reveló y José empezó a
hablar, pronunciándose entonces otro Magníficat, cuyo texto el cielo ha
guardado. ¡Dichosas las almas que dejan a Nuestro Señor el cuidado de
manifestar su gloria! El período de felicidad y de alegría que precedió al
nacimiento del Salvador, no fue de larga duración para los dos santos Esposos.
NACIMIENTO DEL NIÑO DIOS
Habiendo dado un edicto el César de Roma,
para que se hiciese el empadronamiento de su pueblo, José, modelo perfecto de
obediencia, se sometió al momento a las prescripciones imperiales y partió para
Belén, de donde era originaria su familia, con María próxima ya a su alumbramiento.
Iba la
Virgen en un asnillo y José llevaba el buey. Nada tan modesto como esta
caravana ni nada más grande. El asno que llevaba a la Madre y al Niño figuraba
al pueblo judío; el buey, según las palabras de Isaías, iba a reconocer a su
amo, bos cognóvit possessórem suum (El buey conoce a su
dueño).
En
las hospederías de Belén no hallaron sitio donde albergarse, «y los suyos no le recibieron». Así,
pues, cumplidas las prescripciones del empadronamiento, que se hacía en la
misma casa de la familia de David, anduvieron a la ventura por los contornos. Dios velaba,
sin embargo, por su Hijo, como lo hace por cada uno de nosotros. A doscientos
pasos de la ciudad, por el oriente, vieron una gruta bajo las rocas que
sostienen las murallas del recinto: era una de
tantas cuevas como hay en Judea, donde se albergan los pastores en las noches
de invierno.
Era
sábado, 24 de diciembre. José se durmió a la entrada de la cueva; María, allá en
el fondo, aguardaba en éxtasis los acontecimientos que Dios preparaba. Era la
medianoche cuando nació el Mesías, a quien saludaron los ángeles y adoraron los
pastores, avisados por un emisario celestial. A éstos los recibió José y los condujo a María, quien
les mostró al Niño, acostado en un pesebre como espiga madura sobre la paja. No
en vano el misterio se realizó en Belén, cuyo nombre significa «casa del pan».
Cuando se cumplieron los ocho días, Jesús fue
circuncidado. José, según los privilegios del
padre, fue el sacrificador que derramó las primicias de la sangre divina (San
Efrén); y tuvo el honor insigne de poner al Niño el nombre de Jesús,
revelado por el ángel.
Corría
el mes de enero cuando se detuvo una estrella sobre el establo, y tres Reyes
Magos, venidos del Oriente, solicitaron de José licencia para adorar al Niño.
Lo que con tal ocasión refirieron excitó la admiración de la Sagrada Familia; la
obsequiaron los Magos con ricos presentes, que José llevaría a Egipto o tal vez
daría a los pobres. Sea como fuere, a los cuarenta días del nacimiento de Jesús, se
presentó la Sagrada Familia en el Templo para cumplir la ley de la
purificación. Para rescatar al que es Dueño del mundo sólo ofrecieron las
tórtolas de los pobres y no el cordero de los ricos.
José
asistió al
Nunc dimíttis del anciano Simeón y oyó las
profecías, aunque su corazón no había de verse traspasado por la espada del
dolor como el de María.
HUIDA
A EGIPTO
Pasada
la Purificación —2 de febrero—, la Sagrada Familia volvió a Nazaret, según refiere San
Lucas; pero créese que este traslado no fue definitivo, sino que muy pronto
volvieron a Belén, que tan dulces recuerdos evocaba en su mente y donde
contarían ya con muchas simpatías. Poco después el ángel apareció de nuevo en sueños a José, diciéndole:
—«Levántate, toma al Niño
y a su Madre y huye a Egipto, y estate allí hasta que yo te avise, porque
Herodes ha de buscar al Niño para matarle».
José
despertó a María y partieron inmediatamente. Era tiempo. La noticia de los
sucesos de la Purificación y el regreso de los Magos a su tierra por otro
camino, habían excitado las sospechas de Herodes y estaba para dar el cruel
edicto de degollar a todos los niños varones de Belén y su comarca. En el camino del
destierro supo José el degüello de los niños asesinados por causa de Jesús, y
estrechó al Salvador con más amor entre sus brazos.
Lo único que de este
viaje sabemos con certeza, es su larga permanencia cerca de Heliópolis —la ciudad del sol—, donde se ve todavía el árbol de Jesús y de María; transcurrieron
dos o tres años —siete dicen otros— antes que
el ángel dijera a José:
—«Levántate y toma al Niño y a su Madre, y vete
a la tierra de Israel, porque ya han muerto los que atentaban a la vida del
Niño».
EN NAZARET
Se
levantó José y partió. Sin duda, durante esa larga permanencia en Egipto habían
allegado recursos y organizado su casa; pero todo lo dejó al instante,
cumpliendo la antigua profecía de Oseas que dice: «De Egipto llamé a mi Hijo». Supo José que Arquelao, heredero de la crueldad de Herodes,
continuaba los degüellos, y el ángel le advirtió que no fuese a Jerusalén, sino
que volviese a Nazaret de Galilea, donde encontró intacta su casita. En ella pasó Jesús los años
de su vida oculta.
El que había de llamarse Nazareno, quiso pasar allí su vida oculta, retirado en el
taller de San José. Con el tiempo se edificó una iglesia suntuosa en el taller
en donde José trabajaba ayudado por el adolescente Jesús, y que estaba separado
de la casa en donde tenían la habitación.
El Evangelio nos refiere que cuando Jesús cumplió los
doce años, José, que iba solo a Jerusalén en las tres festividades más
señaladas, llevó por primera vez, siguiendo la costumbre de los judíos, al Niño
y a su Madre; asistieron durante
ocho días a las ceremonias pascuales que figuraban la Pasión y se hospedaron en
una casa próxima al Calvario.
Terminada la semana, los peregrinos de
Jerusalén partieron de la Ciudad Santa por grupos, yendo, como se acostumbraba
en Judea, las mujeres separadas de los hombres. Los adolescentes se juntaban
indistintamente con el padre o con la madre, de forma que María creía que Jesús iba con José, en tanto
que éste se figuraba que estaba con María.
Cuando
al caer de la tarde se juntaron los padres en la hospedería, fue grande el
dolor que ambos sintieron; el Niño Jesús se había perdido.
Preguntan a unos y a otros; vuelven a Jerusalén; le buscan
por todas partes; entran en el Templo a implorar el auxilio de Dios, y allí fue
donde al tercer día hallaron al que también al tercer día debía resucitar
glorioso y triunfante. Jesús estaba
sentado en medio de los doctores a quienes, ora escuchaba, ora preguntaba,
dejándolos atónitos por su sabiduría.
—Hijo mío —dijo María, dominando su asombro—, ¿por qué te has
portado así con nosotros? Mira como tu padre y yo, llenos de aflicción, te hemos
andado buscando.
— ¿Por qué me buscabais? —les
respondió Él—. ¿No sabíais que yo debo emplearme
en las cosas que miran al servicio de mi Padre?
Palabras que José y María meditarían durante
muchos años. El Niño crecía en ciencia y en sabiduría y les estaba
sumiso, et erat súbditus illis (y estaba sujeto a ellos). Esto es cuanto sabemos de los dieciocho años que siguieron a
este paso de la vida del Salvador, pues esta parte de la vida de San José, cuya gloria sólo en el cielo
nos será revelada, mereció compartirse con la oscuridad de la vida de Jesús y
como ella permaneció ignorada de los hombres.
VIRTUDES Y MUERTE DE SAN JOSÉ
¿Cuándo murió San José? No se sabe con
certeza. Hay quienes suponen que fue poco antes del bautismo de Nuestro Señor
por el Precursor y explican las exclamaciones de la muchedumbre que llama a
Jesús: el hijo del carpintero,
por el recuerdo vivo aún del santo Patriarca. Otros, apoyándose precisamente en las
observaciones de los compatriotas de Jesús: « ¿No es éste el hijo del carpintero?», referidas por San
Mateo, ponen la muerte de San José mucho más tarde. Sin embargo, es indudable
que San José murió antes de la Pasión del Señor.
La muerte del bendito
Patriarca fue dulce y tranquila, expiró en los brazos de Jesús y de María,
probablemente en Jerusalén, adonde había ido por última vez en peregrinación,
con motivo de la Pascua, pues la tradición pretende que fue enterrado en el
valle de Josafat.
Tuvo
este santo Patriarca todas las virtudes en grado sumo: ardiente fe, grande esperanza y encendida caridad; virginal y
celestial pureza, profundísima humildad,, perfectísima obediencia, rara
sencillez, singular prudencia, maravillosa fortaleza y constancia, increíble
paciencia y mansedumbre, vigilancia cuidadosa, solícita providencia, y un
silencio tan extraño, que no leemos en todo el Evangelio que San José haya
hablado palabra alguna. Porque no era hombre de palabras, sino de obras; y
estaba tan absorto en la contemplación del sumo bien que tenía consigo, y tan
transportado de aquella altísima admiración —dice San Lucas— que tenía al considerar y rumiar lo que veía en el Niño y
oía de Él, que estaba como mudo, hablando con solos los sentimientos, afectos y
obras, reverenciando con tanto silencio, aquello que le causaba tan inefable
admiración.
«El ideal de San José fue
someterse a la voluntad de Dios; bendecir al que da la pobreza o la abundancia;
cerrar el corazón a todo sentimiento que no emanara del cielo; mirar con
indiferencia los bienes tras los cuales corre el mundo desatentado; ver la
tierra, no como patria definitiva, sino como lugar de tránsito donde el hombre,
soldado del deber, conquista, a costa de su sangre, inmortales destinos. Podía
San José llevar corona como sus abuelos...; pero a todo prefirió la oscuridad
de su hogar, sabiendo hacer lo que es más difícil y meritorio: vivir oculto e
ignorado.» (Calpena).
Finalmente, fue tan acabado y perfecto San José, que más
se podía llamar varón divino que hombre mortal; y a la medida de su caridad y
altos merecimientos, recibió el galardón y la corona de la gloria.
Una piadosa
opinión, apoyada por varios Padres de la Iglesia, sostiene que San José
resucitó a la muerte de Cristo, cuando se abrieron muchos sepulcros, y que el
padre adoptivo de Jesús subió luego al cielo en cuerpo y alma con el Divino
Salvador.
CULTO A SAN JOSÉ
El nombre de San José permaneció olvidado —digámoslo
así— por
mucho tiempo y su culto se ha extendido poco a poco en la Iglesia. A últimos
del siglo XV, el papa Sixto IV incluyó la fiesta de San José en el Breviario y
en el Misal romano, y Gregorio XV la declaró obligatoria para la Iglesia
entera, con rito de doble menor, el 8 de mayo de 1621.
En nuestra España hizo mucho para propagar
la devoción a San José la gloriosa Santa
Teresa de Jesús, que escribió: «No me acuerdo hasta ahora haberle suplicado cosa que la haya
dejado de hacer. A otros Santos parece que les dio el Señor gracia para
socorrer en una necesidad; de este glorioso Santo tengo experiencia que socorre
en todas» (Libro de la Vida, capítulo VI). Gran propulsor fue
igualmente el padre Baltasar Álvarez,
el cuál declaró
que estando en Loreto orando a Nuestra Señora, le recomendó que fuera gran
devoto del glorioso San José.
Los
últimos Papas, especialmente, han contribuido en gran manera al florecimiento
del culto a San José. Pío IX el 8 de
diciembre de 1870 proclamó al santo Patriarca Patrono de la Iglesia universal y
mandó celebrar su fiesta con rito doble de primera clase. León XIII
exhorta repetidas veces al pueblo cristiano a que acuda a su poderosísima
intercesión. Pío X aprueba el 18 de
marzo de 1909 las letanías en honor del santo Patriarca
y autoriza su rezo público. Benedicto XV, por decreto del 9 de abril de 1919,
aprueba el Prefacio propio para las misas que se celebren en honor de San José.
Finalmente, la costumbre de dedicar un mes del año —marzo— a honrarle, se
halla, difundida hoy por toda la cristiandad.
Su colosal figura se agranda y agiganta conforme se avanza en
su estudio, y va apareciendo en todo su esplendor para consolar al triste,
sanar los corazones ulcerados, alentar a los trabajadores, aliviar nuestras
penas, apartar de nosotros envidias, egoísmos, rencores y venganzas, y
extinguir nuestra sed de placeres.
EL SANTO DE CADA DÍA
POR
EDELVIVES
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