En el reinado del
emperador Teodosio el Grande se
distinguía en la corte de Constantinopla un senador de elevada alcurnia,
llamado Antígono, conocido por su
bondad y liberalidad para con los pobres. Su
esposa, Eufrasia, de sangre real
como él, se
señalaba por su piedad, mansedumbre y sencillez, cualidades harto raras entre
los grandes. Ambos se hicieron agradables al Señor por sus obras y, en
premio de su fidelidad, les concedió el cielo una hija hacia el año 380, quien,
como su madre, recibió el nombre de Eufrasia, palabra griega que significa alegría.
Esta niña debía ser el único fruto de su
matrimonio, ya que algunos días después de su nacimiento, los dos esposos,
cediendo a los impulsos de la gracia, resolvieron, de común acuerdo, renunciar
a los placeres mundanos y vivir en perfecta castidad.
Al
cabo de un año de tan santa vida murió Antígono. El emperador lloró en él a
un pariente y a un amigo servicial; la corte, a un consejero fiel, y los
pobres, a un verdadero padre. La Iglesia le cuenta en el número de sus Santos,
y celebra su fiesta el 4 de marzo.
El gran cariño que el emperador profesaba a
Antígono, lo pasó a su viuda, que se vio rodeada de honores, y a su hija, a la
que desposó desde la edad de cinco años, según costumbre corriente en aquella
época, con un joven senador principalísimo. Mientras que la joven viuda, no
pensaba en otra cosa que en velar por la suerte de su hija, ella misma era
pretendida por otro senador. Éste dio conocimiento de su proyecto a la
emperatriz, que con gusto se encargó de favorecer su propósito; pero la viuda
de Antígono, fiel a su voto, rechazó enérgicamente el partido que se le
ofrecía, y para superar toda clase de dificultades, se retiró a Egipto con su
hija, a las propiedades de su marido, hacia el año 386.
Durante el viaje socorrió copiosamente con limosnas a los
monasterios pobres y a los indigentes, pidiendo en retomo que rezasen por el
alma de su marido y por su hija.
En una ciudad de Tebaida, encontró Eufrasia
un monasterio de mujeres, que gozaba de gran fama. Las religiosas eran unas ciento treinta; comían solamente legumbres cocidas en agua,
y no tomaban nunca vino, ni aceite, ni frutas; su ayuno era continuo y no
hacían más que una comida después de puesto el sol; más aún, algunas ayunaban a
pan y agua dos o tres días a la semana. La abadesa, por vencer molestas
tentaciones, pasó una vez cuarenta días sin tomar ningún alimento, sostenida
milagrosamente por el auxilio de Dios.
Semejante centro de piedad, hizo las delicias
de la ferviente Eufrasia, que fijó su residencia a corta distancia de él. Lo
visitaba con frecuencia, gustando conversar acerca de las dulzuras de la vida
contemplativa, y sobre todo, ponía especial empeño en que su hija se aprovechase
de aquellas piadosas pláticas, para formar sólidamente su corazón en el amor y
práctica de la virtud. Pretendió Eufrasia conceder rentas al monasterio, pero la abadesa
lo rehusó, prefiriendo vivir pobremente a nadar en la abundancia.
VOCACIÓN DE SANTA EUFRASIA
Cierto día tuvo la abadesa del convento un
pequeño desahogo con la joven, a modo de broma o pasatiempo:
—Eufrasia —le
dijo—, ¿quién te gusta más: las monjas con quienes vives o tu
prometido?
—Yo no conozco prometido alguno —contestó
la inocente niña—, pero a ustedes las
conozco bien y las quiero de veras.
-—Si tanto nos quieres
—dijo la Madre en chanzas—, quédate con
nosotras.
—Con mucho gusto, si mi mamá me deja.
— ¿Nos quieres más que al esposo que te tienen destinado? —reiteró
la abadesa.
—No conozco a ese esposo —respondió
cándidamente Eufrasia—, mientras que a vos y a
vuestras religiosas, os conozco y os tengo cariño. Y vosotras, ¿me queréis a
mí?
—Te queremos tiernamente, hija mía, y queremos
también a Jesucristo con todo corazón.
La madre, que oía en silencio este diálogo,
accedió sonriente a su pretensión sin por eso tomar la cosa en serio y, como
declinase el día, cortó la conversación, diciendo:
—Vámonos, hija mía, que ya es tarde.
—Madre, yo quiero quedarme aquí —respondió
con viveza Eufrasia.
—No puede ser —le
dijo entonces la abadesa, que lo tomaba por capricho de niña—, nadie puede
quedarse aquí sin consagrarse por completo al servicio de Jesucristo.
— ¿Y dónde está
Jesucristo?
La
abadesa le mostró la imagen del divino crucificado, y la niña, besándolo con
amor, exclamó resueltamente:
— ¡Oh Señor! Vos sois mi
único dueño y mi exclusivo Esposo. A Vos me consagro para siempre.
Creyendo la abadesa que el relato de las austeridades
de la vida religiosa daría al traste con su resolución, le dijo:
—Pero tendrás que
aprenderte el Salterio, ayunar todos los días, guardar vigilias y otras muchas
obras de mortificación.
—Nada de eso me asusta —replicó
la niña—, confío cumplirlo
fielmente.
Y era verdad; nada fue capaz de quebrantar
aquella voluntad fortalecida en un instante por la gracia de Dios. Comprendiendo
entonces que su hija obedecía a la voz de Dios, la cristiana madre, cayendo de
hinojos ante la imagen de Jesús Crucificado y con voz entrecortada por los
sollozos, exclamó:
—Recibid, oh Jesús mío,
a esta niña, que no desea ni busca más que a Vos, y sed su única recompensa. En
cuanto a ti, hija mía, el que ha criado las montañas inconmovibles en su base
te confirme en el temor de su santo nombre.
Por fin, dejando a la niña en manos de la
abadesa, la virtuosa madre se retiró derramando lágrimas, pero lleno el corazón
de ese gozo que Jesucristo se complace en derramar en las almas de los que
saben imponerse generosos sacrificios.
Pocos
días después la tierna novicia vestía el tosco sayal de religiosa.
VIRTUDES
RELIGIOSAS DE SANTA EUFRASIA
Una desgracia muy
sensible vino a entristecer a nuestra Santa: la muerte de su madre, que
abandonó este mundo en 390; su cuerpo fue inhumado en el monasterio. Se venera
a esta santa viuda el 4 de marzo, juntamente con San Antígono, su esposo. Quedó,
pues, la pequeña Eufrasia huérfana a los diez años, y a pesar de su corta edad,
soportó con resignación perfecta aquella nueva prueba. Pero tan pronto como el
emperador Teodosio supo la muerte de la esposa de Antígono, escribió a la joven
Eufrasia, rogándole que fuese a la corte para casarse con el senador, prometido
suyo.
La santa joven le dirigió esta hermosa respuesta: «Sabiendo, oh invicto emperador, que he prometido a Jesucristo
vivir en perpetua castidad, espero que no pretenderás que viole mi promesa
desposándome con un esposo mortal, cuyo cuerpo será dentro de pocos años pasto
de gusanos.
»No insistas pues, oh emperador, y por aquella
bondad con que honraste a mis amados padres, te suplico dispongas de los bienes
que me legaron distribuyéndolos entre los pobres, los huérfanos y las iglesias
más necesitadas, para que se acuerden, ante Dios, de Antígono, de su esposa y
de su hija.»
Admirado el emperador exclamó: ¡Digno vástago de un árbol santo!
Desde aquel momento, Eufrasia abrazó con ardoroso
celo la vida religiosa y, a pesar de su juventud y de su débil complexión, se
la veía siempre la primera en los trabajos manuales, eligiendo con preferencia
los que a su parecer la humillaban más. Celosa de la observancia de la regla,
llegó a ser en poco tiempo modelo de regularidad y de edificación para todo el convento.
El ayuno, que
tanto asusta a las almas en el siglo, no parecía arredrarla; con frecuencia
pasaba dos y tres días sin comer, sin dejar por eso de cumplir todas sus
obligaciones y de asistir al coro. De esta suerte domaba su cuerpo y daba más
libertad al espíritu, a fin de que pudiese elevarse a las cumbres de la
contemplación.
PRUEBAS DE LA SANTA
El demonio, que no podía tolerar tanta
piedad, dio a la joven religiosa terribles asaltes; pero era tal la virtud de
aquella alma escogida y tal su obediencia, que el espíritu maligno no pudo nada
contra ella. Eufrasia dio cuenta a la abadesa de todo lo que le pasaba, y el
espíritu de tinieblas, que nada teme tanto como la sincera manifestación de las
tentaciones a una persona ilustrada, se retiró avergonzado. Sin embargo, para
triunfar con más facilidad en lo porvenir, la Santa añadió un día más de ayuno
a los tres que ya practicaba.
Para probar el espíritu de obediencia de las
almas religiosas suelen los Superiores imponer algo que parece rebasar el
límite de lo razonable. Y así fue que cierto día le mandó la abadesa que
trasladara de un sitio a otro del jardín unas peñas enormes, que apenas
hubieran podido mover dos hermanas juntas. Cualquiera otra hubiera vacilado
ante orden tan extraña, pero Eufrasia obedeció al punto. «Ha hablado la abadesa
—dijo—, punto en boca.» Cogió, pues, las piedras y sin dificultad las trasladó
al lugar señalado. Al día siguiente, tuvo que volverlas al mismo sitio donde
antes estaban. Treinta días consecutivos la ocuparon en el mismo trabajo, sin
que pudiese observarse en su rostro el más insignificante indicio de
descontento o de impaciencia.
Vivía unida a Dios con oración continua aun
en medio de las faenas más duras, de suerte que no pudiendo el demonio vencerla
de día resolvió intentarlo de noche. La tierna virgen, recurrió al remedio tan
poderoso como ordinario de declarárselo a la abadesa, la cual la animó con
saludables consejos, y le permitió, a petición suya, ayunar en adelante la
semana completa.
La valerosa virgen observó fielmente tan
riguroso ayuno sin por eso omitir ninguna de sus obligaciones ordinarias. Su
vida era un milagro continuo, porque a pesar de su austeridad y de sus
numerosas obligaciones, nunca estuvo enferma; jamás se sentaba, ni aun para
comer y no tomaba otro descanso que las breves horas que pasaba de noche echada
en el suelo.
Sin embargo, el demonio no se cansaba de
atormentarla. De nuevo volvió a turbar su sueño representándole las vanidades y
placeres del mundo, pero Jesucristo velaba por su fiel esposa, la cual,
abandonando inmediatamente su cama, salió del convento y se fue a hacer oración
al aire libre, a pesar del frío de la noche y, levantando sus manos al cielo,
imploró el auxilio del Omnipotente.
Diez días hacía que se hallaba sumida en
oración cuando las hermanas, movidas de lástima, pidieron a la abadesa que la
hiciera cesar, pero ésta prohibió que la estorbasen. De esta suerte transcurrieron
treinta días y la valerosa virgen proseguía su oración, sin tomar alimento ni
descanso. Por último, el cuadragésimo quinto día, agotadas sus fuerzas por la
fatiga, cayó en tierra sin conocimiento. La llevaron al monasterio; tal era la
rigidez de sus miembros, que se hubiera dicho que llevaban un cadáver. La
abadesa se acercó y, haciendo la señal de la cruz, le dijo, dándole un poco de
caldo caliente;
—Eufrasia, en nombre de Jesucristo, toma este alimento.
Eufrasia, recobrando en
seguida el conocimiento, bebió lo que le presentaban y no tardó en recobrar las
fuerzas.
SATANÁS INTENTA QUITARLE LA VIDA
No es
raro en la vida de los santos encontrar casos aflictivos de intervención diabólica
y huellas dolorosas de la lucha con el espíritu del mal. ¡Cuántos directores de espíritu saben de estos combates! Un día que Eufrasia sacaba agua del pozo para la cocina y
que, según su costumbre, oraba trabajando, el espíritu maligno la cogió con
violencia y la precipitó de cabeza al fondo. Tan pronto como se sintió caer, la
sierva de Cristo exclamó: « ¡Oh Jesús, asistidme
en este trance!» Al
oír este grito acudieron las religiosas apresuradamente y la sacaron del pozo
con gran trabajo.
Luego que se vio fuera
de peligro, Eufrasia hizo la señal de la cruz y exclamó llena de regocijo: « ¡Viva Jesús!», y sin perder momento cogió sus dos cántaros llenos de agua y los
llevó tranquilamente a la cocina.
Otra vez la arrojó el demonio desde lo alto de una torre
elevada, pero la Santa no se hizo daño alguno. Apenas tocó el suelo, corrió al
encuentro de las Hermanas, que creían no encontrar sino un cadáver. La abadesa consideró
este prodigio como la mayor prueba de la protección de Dios sobre la Santa y
dispuso preces en acción de gracias.
Vencido
tantas veces, hizo Satanás la última tentativa. Hallábase Eufrasia preparando la comida de
las Hermanas, cuando he aquí que el espíritu del mal, aprovechando el momento
en que llevaba una olla llena de agua hirviendo, la hizo dar un traspié con la
perversa idea de escaldar su rostro. Las Hermanas testigos del accidente no
pudieron contener un grito de espanto y se miraron consternadas; pero, cuál no fue
su sorpresa, cuando vieron a Eufrasia levantarse al instante y decirles con
rostro radiante de alegría: « ¿Por qué os asustáis de
este modo, hermanas mías?»
Y,
sin embargo, el agua que quedaba en la olla seguía hirviendo.
Este descalabro fue el postrero que aguantó
el príncipe de las tinieblas en sus luchas con Eufrasia.
MILAGROS DE SANTA EUFRASIA
Dios, que había probado a su fiel sierva, y
mostrado con obras cuán grata le era, obró por su intercesión estupendos
milagros.
Aconteció que cierto día trajeron al
monasterio un pequeñito, que era a la vez sordomudo y paralítico. La abadesa
mandó a Eufrasia que fuera a tomarlo de manos de su madre. La Santa obedeció al
momento pero, cuando vio en sus brazos a una criatura tan raquítica, se sintió
movida a compasión y, haciéndole la
señal de la cruz en la frente, le dijo: «Cúrate el que te ha
creado». Cuando lo llevaba a la abadesa, el niño lanzó unos gritos
e hizo tales esfuerzos que la Santa hubo de ponerlo en el suelo y, no bien se
halló en libertad, echó a correr en busca de su madre. Refirieron a la abadesa
lo ocurrido y fácilmente comprendió que Dios glorificaba a su humilde sierva.
Por aquel tiempo había en el convento una mujer poseída
del demonio desde su infancia, pues, no sabiendo sus padres lo que hacer de
ella, la confiaron a las religiosas, que se veían obligadas a tenerla
constantemente encadenada. A veces rechinaban los dientes, echaba espuma por la
boca, o lanzaba terribles alaridos, y tal era el terror que infundía, que le
daban de comer con un palo largo que llevaba en el extremo una escudilla en
donde echaban la comida.
Durante largo tiempo
pidieron a Dios su curación sin obtenerla; mas, conociendo la santidad de
Eufrasia, la abadesa le confió aquella desgraciada. Un día, cuando le llevaba
de comer, le preguntó la abadesa si sentía miedo. «Nada temo —dijo
la Santa—, puesto que vos me
mandáis.» Tomando un poco de comida, se presentó ante la posesa, que
empezó a gritar y, lanzándose contra Eufrasia, trató de romper la vasija que
llevaba; pero la Santa, cogiéndole inmediatamente las manos, dijo con voz
resuelta al espíritu impuro: «¡Vivan Dios y sus ángeles!; si te rebelas, te arrojaré al suelo
y te vapulearé duramente».
Se apaciguó el demonio y entonces la Santa dijo con
bondad a la posesa: «no te maltrates hermana mía, y come». Viendo su poder sobre el demonio y la gran caridad con que
cumplía tan penoso encargo, la abadesa mandó a Eufrasia que expulsase
definitivamente al espíritu infernal.
Se retira Eufrasia al
oratorio y, echándose de hinojos ante el Señor, con el rostro pegado al suelo,
implora el auxilio del cielo para llevar a cabo la misión que le ha sido
confiada; luego se levanta llena de fortaleza y a una señal de la abadesa se va
derecha al demonio y trazando la señal de la cruz en la frente de la
desgraciada, dice:
—Cúrate Nuestro Señor
Jesucristo que te ha creado.
— ¡Qué locura y qué audacia —replicó
sarcásticamente el demonio—; hace mucho tiempo que
estoy aquí sin que nadie haya podido arrojarme y quiere hacerlo hoy una
muchacha perdida!
—No te arrojo yo, te
arroja Cristo que es tu Dios.
—Tú no tienes poder para arrojarme y no me iré.
—Obedece a Cristo —dijo
con firmeza Eufrasia, levantando su vara amenazadora sobre la cabeza de la
endemoniada—, o te vapuleo duramente.
—Pero si me voy de aquí, ¿a dónde iré?
— ¿Que a dónde? Al fuego eterno, preparado
para tu padre Satanás y para los que le siguen.
El demonio se puso a
forcejear desesperadamente; se repitieron los gritos, y la desgraciada se
retorcía echando espumarajos por la boca. Las religiosas oraban entretanto con
fervor, y Eufrasia, alzando las manos al cielo, exclamó: « ¡Señor mío Jesucristo, no humilles a tu sierva en este
instante, antes bien confunde al enemigo del género humano!»
Oyó Jesús esta plegaria; el demonio martirizó por última
vez a la desventurada, la arrastró por el suelo, pero huyó moviendo un
espantoso ruido infernal.
Seguidamente fue la
Comunidad al oratorio para dar gracias a Dios por tan señalada merced, y Santa
Eufrasia acrecentó aún sus ayunos y mortificaciones, para así hacerse digna del
favor con que Dios la distinguía.
MUERTE DE SANTA EUFRASIA
Años después de estos acontecimientos supo la abadesa, por
una visión, el día de la muerte de Eufrasia y la gloria que Dios le reservaba
en la eternidad. Se lo comunicó a la
Santa, la cual al oír que su juicio estaba tan próximo se deshizo en lágrimas,
y suplicó a la abadesa pidiese a Dios que le concediese un año más de vida para
hacer penitencia de sus pecados. Pero, el fruto estaba ya maduro para el cielo; fue de pronto
acometida de violenta fiebre.
Las monjas acudieron presurosas en derredor de su lecho,
deshechas en llanto. También la pobre mujer que había sido librada del demonio
quiso besarle las manos y una religiosa, que había sido siempre su compañera y amiga,
le pidió en aquel momento supremo que no la dejase largo tiempo separada de
ella. Y en efecto, tres días después fue a juntarse con ella al paraíso.
Poco antes de expirar, Eufrasia pidió perdón a las Hermanas
por las molestias que hubiera podido causarles, se recomendó una vez más a sus
oraciones y luego voló su alma al cielo a recibir la recompensa merecida. Era hacia
el año 410, en el pontificado de Inocencio I. Tenía a la sazón treinta años.
Sus santos despojos fueron inhumados al lado de los de su
madre y su sepulcro se hizo glorioso por los portentosos milagros que en él se
obraron. La veneración de los griegos a Santa Eufrasia se ha conservado a
través de los siglos y los coptos celebran su fiesta el 8 de enero.
EL SANTO DE CADA DÍA
POR EDELVIVES
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