La ciudad de Ancira, hoy Angora o Ankara, es la ciudad más
importante de Asia Menor. Este centro eminentemente industrial, asentado a
orillas de un afluente del Sakaria, fue elegido en 1923 por capital de la
República turca en sustitución de Constantinopla o Estambul.
Entre sus más puras e inmarcesibles glorías
cuenta la de haber poseído en la persona del ilustre presbítero y mártir San
Basilio, a un intrépido y celosísimo defensor de la religión cristiana. Desde
luego, no hay que confundir a este paladín de la fe con su contemporáneo
Basilio, obispo de Ancira, personaje desgraciadamente de sospechosa doctrina y
jefe de los semiarrianos, contra los que tuvo que sostener nuestro Santo los
más reñidos combates.
En un ambiente malsano de lamentables y numerosas
defecciones, este valeroso sacerdote llevaba vida irreprochable y santísima.
Exacto cumplidor de los deberes de su estado, se mostró particularmente asiduo
al ministerio de la predicación; su palabra apostólica producía abundantes y
maravillosos frutos en la Iglesia de Ancira.
No le inquietaban en lo más mínimo las revueltas
que la herejía suscitaba en su derredor, ni la perversidad de los adversarios
que le espiaban deseosos de acusarle apenas hallaran en sus palabras o en su
conducta el menor pretexto de qué valerse para sus dañados fines. Consciente de
sus sagrados deberes sacerdotales, se entregaba a ellos por entero con calma y serenidad
tan admirable, que nada era capaz de alterarle.
PERSECUCIÓN ARRIANA
Permitió la Providencia, para bien de muchos, que Basilio
viviera en la época calamitosa en que el arrianismo hacía terribles estragos y
conseguía los más deslumbradores triunfos. En íntima unión con los cristianos
que estaban resueltos a todo trance a permanecer fieles a su fe, Basilio tuvo
que luchar a brazo partido contra los autores de la herejía que,
desgraciadamente, eran numerosos y poderosísimos en Ancira.
Ocupaba por entonces el trono imperial
Constancio, tercer hijo de Constantino. Este mal aconsejado príncipe, presentándose como decidido
y poderoso protector, hizo que en el sínodo arriano de Antioquía se condenara al
ilustre San Atanasio, intrépido campeón de las doctrinas católicas contra los
errores de Arrio; y en el año 342, prosiguiendo en su furia persecutoria, colocó
en la sede de Constantinopla al intruso semiarriano Macedonio, a pesar de una
sublevación popular que costó la vida a 3.150 personas, según refiere el
historiador Sócrates.
Al amparo de tan poderoso protector, los
arríanos de todas las ciudades de Oriente se sintieron amos. La persecución se
dirigió contra los núcleos cristianos que habían permanecido fieles. Se dieron con tal motivo los espectáculos más
lamentables: la sangre fue derramada sin piedad;
los partidarios de la causa católica tuvieron el dolor de ver sus templos
destruidos, y sus bienes confiscados; muchos de ellos fueron condenados al
destierro o a los suplicios del martirio.
Algunos arríanos
moderados pensaban conciliar y satisfacer a la vez a católicos y arríanos, al
emperador Constancio y al obispo San Atanasio. Proyectaban devolver la paz a la
Iglesia y acabar con la persecución mediante la inserción de una sola letra
griega, la i, en el discutido omoousios vocablo (consustancial),
que lo trocaba en omoiousios. Cambio en apariencia de poca importancia, pero en
realidad de suma gravedad.
Así,
al admitirlo, en vez de decir: “Jesucristo es una misma
sustancia con su Padre, un mismo Dios”; los semiarrianos decían: “Jesucristo es de una
sustancia semejante a la de su Padre”. Era
pacto entendido con el enemigo, una conciliación a todas luces inadmisible para
el catolicismo. Basilio vio inmediatamente el lazo que se tendía al pueblo fiel
y, con el mismo celo con que había combatido ya al arrianismo formal,
desenmascaró al semiarrianismo.
Viendo en él los arrianos al
más temible adversario de su secta, le prohibieron, en el año 360, la
celebración de asambleas en las que enseñase la verdad; pero apoyado por los
obispos de Palestina, no hizo el menor caso de aquella injusta prohibición y continuó
combatiendo el error, aun delante del mismo emperador Constancio.
JULIANO EL APÓSTATA Y EL RENACIMIENTO
DEL PAGANISMO
Al hereje Constancio
sucedió el emperador Juliano, llamado el Apóstata. A su advenimiento al trono imperial, el paganismo, que
tan humillado se había visto en el cristiano gobierno de Constantino el Grande
y de sus tres hijos, reaccionó y volvió a sentirse fuerte.
El degenerado Apóstata
manifestaba sin ambages su vergonzosa adoración y culto al Sol, y apoyaba hasta
las más degradantes funciones del culto idolátrico. Se le vio en ocasiones,
revestido de las insignias y ornamentos pontificios, acarrear en persona la
leña para el sacrificio, soplar y mantener el fuego, meter las manos en la
sangre de las víctimas, cayendo en ridículo ante los mismos paganos, que
calificaban su celo de impropio e intempestivo.
A los pocos días de su
entrada en Constantinopla, el nuevo César ordenó que se volvieran a abrir los
templos paganos y se restaurara el culto oficial de los falsos dioses.
Más aún: con tal de pasar por restaurador y protector
de la idolatría, se presentó como el más fervoroso de sus pontífices. Hizo
levantar un templo en su palacio y consagró los jardines a varias divinidades.
Alentados los gobernadores de las provincias
con tal ejemplo, se envalentonaron y se dieron a reedificar templos, a celebrar
los sacrificios, procesiones y demás fiestas del paganismo.
JULIANO EL APÓSTATA |
UN PROCÓNSUL CONFUNDIDO
Tanto en la lucha contra la religión pagana como en los
combates contra la herejía, Basilio de Ancira fue hasta el fin el intrépido
soldado de Cristo. Lejos de acobardarse el celo del heroico
presbítero ante los sacrílegos atentados de los triunfantes paganos, se elevó y
encendió sobremanera.
Recorría la ciudad en todas direcciones y exhortaba a los
fieles a luchar generosamente por la santa causa de Dios y a no contaminarse con
las abominaciones y ceremonias de los idólatras.
Ello
bastó para encender la cólera de los enemigos.
Cierto día, mientras imploraba el auxilio del cielo con gemidos de dolor a
vista de tantas iniquidades y pedía a Nuestro Señor disipara a sus enemigos y
aniquilara el imperio del demonio, un pagano llamado Macario que le oyó, lo
denunció al procónsul Saturnino.
Pocas
horas después, el acusado comparecía ante ese magistrado. «Señor —Dijeron
los delatores—, aquí tenéis al que derriba nuestros altares, excita
públicamente a oponerse a la restauración de nuestros templos y desde hace
mucho tiempo habla contra nuestro divino emperador y contra su religión».
La
actitud de Basilio ante sus acusadores fue resuelta e independiente. La primera
pregunta que le hizo el procónsul fue si consideraba y creía como verdadera la
religión establecida por el príncipe?
— ¿La crees tú tal? —Replicó
el valeroso confesor de la fe—. ¿Es posible que tu juicio admita como dioses a estatuas mudas?
Saturnino
prolongó el interrogatorio, pero no pudo conseguir del acusado más que
respuestas breves, firmes y humillantes para él.
—El emperador a quien
tanto adulas y ensalzas como a divinidad —le dijo Basilio— es, como los demás, de barro y limo de la tierra, y ha de caer sin
mucho tardar en manos del Rey Supremo, ante quien nada son los reyes terrenos.
Ese mismo Dios omnipotente destruirá en breve la impiedad que has restaurado.
El procónsul, con halagadoras promesas al principio,
con amenazas después, trató de conmover la constancia de Basilio. Desconcertado
ante la inutilidad de sus tentativas y sintiéndose burlado por la resistencia
de aquel débil sacerdote que despreciaba sus ofrecimientos, le condenó al
tormento del potro; y, mientras el Santo sufría sus horrores, le insultaba el
procónsul diciendo:
—Aprende ahora lo que
cuesta desobedecer al emperador. Otra vez te lo digo, obedece al príncipe y
sacrifica a los dioses.
Como rehusara, fue conducido a la cárcel.
Entretanto, se informó al emperador de cuanto había sucedido.
SAN BASILIO AFEA LA CONDUCTA DE UN
APÓSTATA
Juliano, desde su residencia de Constantinopla, envió a
Ancira dos oficiales de alta graduación de su palacio, Elpidio y Pegasio, ambos
apóstatas como él, recientemente afiliados al paganismo para complacer a su
soberano.
Pegasio
fue solo a la cárcel, espejando doblegar el ánimo de Basilio con seductoras
promesas; pero éste ni se dignó siquiera responder a su saludo.
—¿Cómo puedo saludar yo —exclamó— al que traicionó a su Dios y a su fe, al que en otro tiempo
bebía ampliamente en el manantial de aguas vivas, que es Cristo, y ahora sacia
su sed en los charcos de la iniquidad, al que en otro tiempo participaba de nuestros
divinos misterios y ahora come en la mesa de Satanás; guía de las almas hacia
la luz en otro tiempo, y hoy causa de su pérdida, caminando al frente de ellas
hacia los tenebrosos abismos del error? ¡Desventurado!; ¿qué hiciste de los
tesoros que te fueron impartidos? ¿Qué responderás al Señor en el día supremo
de su visita?
Pegasio, confundido, no supo responder
palabra. Se volvió avergonzado al procónsul y a su colega, a quienes contó su
fracaso. Éstos, indignados, exigieron que en el acto compareciera ante ellos el
preso; y Saturnino ordenó que así se hiciera inmediatamente.
Apenas lo tuvieron en su presencia, se le
hizo extender nuevamente en el potro y fue sometido a mayores tormentos que la
primera vez. Con la misma grandeza de alma que antes los sobrellevó el Santo,
quien, cargado de cadenas, fue conducido de nuevo a la cárcel.
JULIANO EL APÓSTATA EN ANCIRA
Entretanto, Juliano partió de Constantinopla
para dirigirse a Antioquía, donde pensaba prepararse a la guerra contra los
persas. Eran los primeros días de junio del año 362.
La marcha fue en extremo lenta, debido a que
en todas las poblaciones de cierta importancia en que habían sido reedificados
los templos paganos, las gentes se presentaban al emperador para suplicarle que
sacrificara a los dioses, sabiendo que con ello complacían al Apóstata. Los
letrados de la localidad se organizaban en corporación para cumplimentar al
príncipe, autor de numerosos escritos, cuya sabiduría ensalzaban exagerando la
nota de la adulación. Juliano se complacía en hallar ocasión de hacerse admirar
por la elegancia de sus discursos, cuantas veces se le ponía en trances de
responderles.
Las distintas etapas del viaje fueron, pues,
otras tantas escenas estudiadas, otras tantas arengas académicas, más largas,
por cierto, de lo que hubiesen querido sus cortesanos, quienes tenían que
escuchar las declamaciones aparatosas de su soberano siempre en pie, aunque
fuera bajo un sol abrasador. Pero la característica vanidad de Juliano
encontraba en ello plena satisfacción, y había que complacerle. En vez de
seguir la vía más directa para llegar a Antioquía, Juliano se apartaba de ella
con visible satisfacción cuando calculaba que podría recibir nuevos homenajes.
Así se explica su paso por Nicomedia y Pesinonte.
Al fin llegó a Ancira,
donde salieron a su encuentro los sacerdotes paganos, llevando en andas el
ídolo dé Hécate: piadosa oficiosidad que les mereció grandes e inmediatas
recompensas y la promesa de fiestas y juegos públicos para el día siguiente.
Juliano hizo la más amable acogida a aquella
simpática población. Su tribunal quedaba abierto a todos y él escuchaba con la
mayor benevolencia las quejas, reclamaciones y solicitudes de toda especie.
Eran una mansedumbre y dulzura calculadas, que se alteraban hasta la grosería
cuando se presentaba algún asunto relacionado con la religión cristiana.
SAN BASILIO HACE FRENTE AL EMPERADOR
En estas circunstancias
le fue presentado Basilio, como delincuente sacerdote cristiano que perturbaba
al país entero y que pocos días antes había sido encadenado por el procónsul. Los
dos oficiales apóstatas, heridos en lo más vivo de su amor propio por el
fracaso antes dicho, no habían parado hasta provocar una audiencia del prisionero
con el emperador.
Basilio compareció en actitud santamente
altiva y con semblante impasible.
— ¿Quién
eres tú —le
preguntó Juliano— y cuál es tu nombre?
— ¿Que quién soy? Pues
óyelo bien —dijo
Basilio—. Ante todo me llamo
«cristiano», y éste es un nombre gloriosísimo, ya que el nombre de Cristo es
eterno y jamás podrá perecer. También me llamo Basilio, y con este nombre se me
conoce entre los hombres. Pero conservando el primero tendré por recompensa la
inmortalidad feliz.
Juliano,
al ver la valentía y libertad con que se expresaba su interlocutor, sintió
gozoso, saboreando de antemano el feliz éxito que para él preveía en una
interesante discusión que la ocasión le deparaba, para ser admirado por la
aduladora asamblea que estaba en su derredor; y, afectando como primera medida
sentimientos de compasión, dijo amablemente a Basilio:
—Te engañas, Basilio. Tú no ignoras que conozco bastante
vuestros misterios. Pues bien, puedo asegurarte que aquél en quien tanto
confías, murió, y bien muerto está— en la época en que Pilato gobernaba
la Judea.
—No me engaño —replicó Basilio—.
El que se engaña eres tú, emperador. Eres tú el que
renunciaste a Jesucristo en el momento mismo en que te daba el imperio; pero te
advierto en nombre suyo, que muy presto fe quitará este imperio juntamente con
la vida, y por ello conocerás, aunque demasiado tarde, quién es Aquel a
quien abandonaste. Él derribará tu trono del mismo modo que tú derribaste sus
altares. Te has gloriado neciamente de pisotear su santa ley, esa ley bendita
que tú mismo habías anunciado tantas veces a los pueblos; pues bien, de igual
manera será pisoteado tu cuerpo, y tu cadáver quedará insepulto al serle
arrancada el alma en medio de atroces dolores y de la más espantosa desesperación. — (Como, en efecto, sucedió en junio del
año siguiente, estando en lucha contra los persas).
Toda la asamblea se sintió profundamente estremecida al
oír estas amenazas que el acusado pronunció con sobrehumana seguridad y
energía.
El emperador se sintió desconcertado y presa
de incontenible furor. En el acto levantó la sesión y ordenó al capitán de la
guardia, Frumencio, que castigase duramente a aquel insolente y le azotase sin
compasión, si no sacrificaba prontamente a los dioses y no daba una
satisfacción a la autoridad imperial ofendida.
SANGRIENTA INJURIA INFERIDA AL
EMPERADOR
Frumencio se sobrepasó en
crueldad y aplicó al mártir la pena de flagelación con azotes más terribles, quizá,
de lo que Juliano hubiese querido. Sin embargo, nada hizo éste para atemperar
las órdenes dadas por su subalterno. El instrumento de tortura era de tal
calidad, que a cada golpe desgarraba y hacía saltar un pedazo de carne. No
había paciente que pudiera resistir más de seis o siete golpes por día sin
perecer en el tormento.
Basilio soportó el primer desgarramiento de sus carnes
con heroica paciencia.
Al terminar pidió audiencia con el emperador.
Frumencio, regocijado en extremo al ver el sorprendente efecto que su atroz
castigo había producido y jactándose sobremanera de haber conseguido al fin
doblegar el heroico valor de Basilio, quiso tener el gusto de informar
personalmente al emperador de lo que pasaba.
Para
hacer más solemne el triunfo que se prometían con ingenua anticipación, eligieron
para sala de audiencia el templo de Esculapio, a fin de que el nuevo apóstata,
dada su elevada calidad, pudiera sacrificar con el emperador y los sacerdotes.
—Pienso —dijo
Juliano— que te has vuelto sensato y confío que habrás reconocido
tu error y sacrificarás con nosotros.
—No lo creas —respondió
Basilio—. He venido para enseñarte
que tus pretendidos dioses no significan ni valen nada. Son simples estatuas de
madera y, como tales, ídolos sordos, ciegos y mudos.
Luego,
entreabriendo sus vestidos y arrancándose un pedazo de carne de sus terribles
desgarraduras, lo lanzó al rostro de Juliano, diciendo: «Toma: aliméntate de mí carne; y bebe de mi sangre, pues que tan
sediento estás de ella; por lo que a mí toca, me alimento del Cuerpo y Sangre
de mi Dios y Señor, Jesucristo».
AI oír esto, se lanzaron sobre él los que le
rodeaban y le arrastraron bárbaramente, mientras el emperador, pálido de
cólera, lanzaba terribles miradas al torpe cortesano que le había expuesto a
tan denigrante humillación, introduciendo a aquel audaz prisionero, en el
templo de Esculapio.
ÚLTIMO SUPLICIO
Estremecido Frumencio ante tan inesperado
desenlace, comprendió que no había más que un medio para apaciguar a su
soberano, irritado hasta el paroxismo. Temiendo se le hiciera responsable de lo
que acababa de suceder, resolvió vengar de un modo ejemplar el ultraje hecho al
emperador. Al día siguiente, sin esperar a que diera orden alguna el Apóstata,
Basilio fue citado a presencia del verdugo. La crueldad ejercida con él fue
horrorosa.
El
capitán de la guardia hizo varios días repetidas tentativas para vencer al
mártir, mientras le aplicaban nuevamente el suplicio de los azotes para dar
pábulo a su furor. Pero Basilio permanecía inquebrantable en su firmeza: fue imposible
alterar su constancia y heroicas disposiciones.
Finalmente, al despojarle
de los vestidos para azotarle por última vez, se vio con asombro que todas las
heridas precedentes habían desaparecido sin dejar huella alguna, y que el
cuerpo aparecía sano, puro y hermoso, como pura y hermosa era su alma ante el
Señor.
—Has de saber —dijo
Basilio— que Jesucristo me ha
sanado durante la noche. Anda, puedes ir a contárselo a tu amo Juliano para que
sepa cuál es el poder del Dios de quien ha apostatado.
Furioso el verdugo,
hizo extender a su víctima boca abajo con el fin de hincarle en la espalda
puntas de hierro candentes. En medio de tan horribles tormentos, Basilio daba
gracias a Dios: el
amor que consumía su corazón le hacía sobrellevar con gozo las atroces
quemaduras que padecía en su cuerpo por él, nombre de Cristo. Pensaba sin duda
en aquellas palabras del real profeta: « ¿Qué tengo que desear
yo en el cielo ni en la tierra sino a ti, Dios mío? Tú eres mi herencia por
toda la eternidad.»
Con
estos admirables sentimientos expiró el 29 de junio del año 362. Los griegos y
latinos celebran su fiesta el 22 de marzo.
EL SANTO DE CADA DÍA
POR
EDELVIVES
No hay comentarios.:
Publicar un comentario