Capítulo II
La imagen de San Benito
representada en la medalla
La honra de figurar en la misma medalla
junto con la imagen de la Santa Cruz fue concedida a San Benito con la
finalidad de indicar la eficacia que tuvo en sus manos esta señal sagrada. San
Gregorio Magno, que escribió la vida del Santo Patriarca, nos lo representa
disipando con la señal de la Cruz sus propias tentaciones, y quebrando con la
misma señal hecha sobre una bebida envenenada, el cáliz que la contenía,
quedando así patente el perverso designio de los que habían osado atentar
contra su vida. Cuando el espíritu maligno, para aterrorizar a los monjes, les
hace ver el Monasterio de Montecasino en llamas, San Benito desvanece ese
prodigio diabólico haciendo la misma señal de la Pasión del Salvador sobre las
llamas fantásticas. Cuando sus discípulos andan interiormente agitados por las
sugestiones del tentador, les indica como remedio trazar sobre el corazón la imagen
de la Cruz.
En su Regla determina que el hermano que
acaba de leer ante el altar la obligación solemne de su profesión religiosa,
estampe en la cédula de los votos la señal de la Cruz, a manera de sello
irrevocable.
Los discípulos de San Benito,
llenos de confianza en el poder de esa sagrada señal, realizaron por su
intermedio innumerables prodigios. Basta recordar a San Mauro, que curó a un
ciego; a San Plácido, quien curó a muchos enfermos; a San Richmir, libertador
de cautivos; a San Wulstan, que salvó a un obrero que caía de lo alto de la torre
de una iglesia; a San Odilón, que extrajo una astilla de madera que había perforado
el ojo de un hombre; a San Anselmo de Canterbury, ahuyentando espectros
horribles que acosaban a un anciano moribundo; a San Hugo de Cluny, aplacando una
tempestad; a San Gregorio VII, cuando impidió el incendio de Roma, etc.: todos
estos prodigios y muchísimos más, referidos en las Actas de los Santos de la
Orden de San Benito, fueron realizados con la señal de la Cruz.
La gloria y la eficacia de ese augusto
instrumento de nuestra salvación fueron celebradas con entusiasmo por la
gratitud de los hijos del santo Patriarca. Citemos el oficio parvo de la Santa
Cruz que rezaba San Udalrico, Obispo de Augsburgo, y que se celebraba en el
coro de las Abadías de San Gali, de Reichenau, de Bursfeld y otras; los poemas
dedicados a la Santa Cruz por el Beato Rábano Mauro y San Pedro Damián; las
admirables oraciones compuestas en su honor por San Anselmo de Canterbury. El
venerable Beda, San Odilón de Cluny, Ruperto de Deutz, Exbert de Schonaugen, y
muchos otros, nos dejaron sermones sobre la Santa Cruz; Eginardo escribió un
libro para defender su culto, que los iconoclastas (Herejes
del siglo VIII que combatían el culto de las imágenes. Fueron condenados por el
II Concilio de Nicea, en el año 787) combatían, y Pedro el
Venerable defendió, en un tratado especial, el uso de la señal de la Cruz,
ridiculizado por los petrobrusianos (Seguidores
de Pedro de Bruys, heresiarca discípulo de Abelardo que murió quemado en 1126,
en Saint-Gilles, Languedoc).
Un gran número de las más ilustres abadías
de la Orden de San Benito fueron fundadas bajo el título de la Santa Cruz. Recordemos
apenas el célebre monasterio construido en París por el obispo San Germain; en
la diócesis de Meaux, el que fue erigido por San Faron; en Poitiers, la abadía
de la Santa Cruz, fundada por Santa Radegunda; en Bordeaux, la que Clodoveo II
construyó bajo la misma advocación; la de Metten en Baviera; la de Reichenau,
en Suiza; la de Quimperlé, en nuestra Bretaña; y en Vosges, los cinco muy
conocidos monasterios construidos de tal modo que forman entre sí la imagen de
la Santa Cruz.
El mismo Salvador del mundo parece haber
querido confiar a los hijos de San Benito, como especial favor, una
considerable parte de la Cruz con la cual rescató a los hombres. Pues a su custodia
fueron confiados insignes fragmentos de aquel madero sagrado. Si se reunieran
delante de un cristiano todos los pedazos conservados en las diversas abadías
de la Orden, ese cristiano podría alegrarse de tener delante de los ojos el
instrumento de su salvación. Entre los monasterios favorecidos con tal tesoro,
nombremos, en Francia, Saint-Germain-des Prés, en Paris; Saint- Denys; Santa
Cruz de Poitiers, Cormery, en Touraine; Gellone, etc. Recordemos también a San
Miguel de Murano, en Venecia; Sahagún, en España; Reichenau, en Suiza; en
Alemania, San Ulrico y Santa Afra, en Augsburgo; San Miguel, en Hildesheim; San
Trudperto, en la Selva Negra; Moelk en Austria; la célebre abadía de
Gandersheim, etc.
Pero
la misión más gloriosa confiada a los benedictinos para la glorificación de la
Santa Cruz, fue la de llevar ese instrumento de salvación a numerosas regiones,
a través de la predicación apostólica a los paganos. Fue su celo el que arrancó
de las tinieblas de la infidelidad a la mayor parte de Occidente; bien se sabe
cuánto debe Inglaterra a San Agustín de Canterbury, Alemania a San Bonifacio,
Bélgica a San Amando, Holanda y Zelandia a San Willibrordo, Westfaliaa San
Switbert, Sajonia a San Ludger, Baviera a San Corbiniano, Suecia y Dinamarca a
San Anscario, Austria a San Wolfango, Polonia y Bohemia a San Adalberto de Praga,
Prusia a San Otón de Bamberg, Rusia al segundo San Bonifacio.
Muy resumidamente, son éstas las relaciones
de la Santa Cruz con las grandes obras vinculadas a la persona y al nombre de
San Benito. Por todo ello, es lícito concluir que era muy conveniente reunir en
una sola medalla la imagen del santo Patriarca y la de la Cruz del Salvador.
Esto quedará aún más claro cuando
consideremos lo que se narra en las vidas de los dos grandes discípulos del
siervo de Dios, San Plácido y San Mauro.
Cuando realizaban sus frecuentes milagros tenían la costumbre de invocar junto
con el auxilio de la Santa Cruz, el nombre de su santo Fundador, y así
consagraron, desde el principio, la piadosa costumbre expresada más tarde por
la medalla.
San
Plácido acababa de despedirse de San
Benito, para ir a Sicilia; al llegar a Capua, le piden la curación del
vicario de la iglesia local. Después de largas resistencias de su humildad,
consiente en imponer las manos sobre la cabeza del sacerdote, afectado por una
dolencia mortal, y lo cura instantáneamente, pronunciando estas palabras: “En nombre de Jesucristo, Señor nuestro, que por las oraciones y
por la virtud de nuestro Maestro Benito, me sacó sano y salvo de las aguas,
recompense Dios tu fe y te restituya la primitiva salud”.
Poco después, se le presentó un ciego,
pidiendo a su vez la curación. Plácido le
hace sobre los ojos la señal de la Cruz, acompañada de esta oración: “Mediador entre Dios y los hombres, Señor Jesucristo, que
descendisteis del cielo a la tierra para iluminar a los que están en las
tinieblas y en las sombras de la muerte; que disteis al bienaventurado Benito,
nuestro Maestro, la virtud de curar todas las dolencias y heridas, dignaos, por
sus méritos, dar vista a este ciego, a fin de que él, contemplando la grandeza
de vuestras obras, Os tema y Os adore como a soberano Señor”. Volviéndose enseguida al ciego,
agregó: “Por los méritos de
nuestro santísimo Padre Benito, y en nombre de Aquel que creó el sol y la luna
para que sirvieran de ornato al cielo, y que dio al ciego de nacimiento la
vista que la naturaleza le negara, yo te ordeno: levántate y sé curado; ve a
anunciar a todos las maravillas de Dios”. Y
el ciego inmediatamente recobró la vista.
Podríamos relatar aún otros hechos
milagrosos de la vida de San Plácido,
como curaciones de enfermos y expulsiones de demonios, en los que la invocación
o la memoria de San Benito, que
todavía estaba vivo, se conjugaba con la utilización de la señal de la Cruz. En esos relatos, hasta los
mismos enfermos reconocían y
proclamaban esa misteriosa correlación.
San
Mauro dejó al gran Patriarca que le ordenaba ir a las Galias para
establecer su Regla. Como dijimos, una vez allí, obró numerosos milagros,
realizados también por medio de la Santa
Cruz, a cuya divina virtud el santo Abad tenía la costumbre de unir la
invocación de San Benito. El mismo
lo afirmó, cuando después de arrancar de las garras de la muerte a uno de sus
compañeros de viaje, declaró formalmente a los testigos del milagro: “Si la Divina Majestad se dignó obrar este prodigio por el
madero de nuestra redención, no es a un hombre, sino al propio Redentor a quien
debe atribuirse la gloria, aunque nadie pueda poner en duda que esta gracia nos
fue alcanzada de Jesucristo por los méritos de nuestro santísimo Padre Benito”.
Los hechos prueban, pues,
con evidencia, que ese modo de recurrir a la bondad divina en la Orden
benedictina estuvo en uso desde sus comienzos, con pleno resultado. Todavía
estaba vivo San Benito, y ya sus discípulos se dirigían a Dios en su nombre; y
si entonces el Cielo bendecía la confianza en sus merecimientos, ciertamente el
poder de intercesión de tal siervo de Dios había de aumentar, una vez exaltado
en la Gloria.
Dom Prosper Guéranger
O.S.B.
Abad de Solesmes
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