Después de haber propuesto a la meditación de los fieles,
durante las cuatro primeras semanas de Cuaresma, el ayuno de Jesús en el
desierto, ahora la Iglesia consagra a la consideración de los dolores del
Redentor las dos semanas que nos separan de Pascua. No quiere que sus hijos
lleguen al día de la Inmolación del divino Cordero sin haber preparado sus
almas con la meditación de los dolores que El sufrió en nuestro lugar.
1º Misterio del Tiempo de
Pasión.
«Si hoy oyereis la voz
del Señor, no endurezcáis vuestros corazones». ¿Qué cosa más eficaz para excitarnos que este aviso, sacado de
un Salmo del rey David, que la Iglesia nos dirige y que repetirá en todos los
maitines hasta el día de la Cena del Señor? Pecadores,
nos dice, en este día en que se deja oír la voz lastimera del Redentor, no
seáis enemigos de vosotros mismos, dejando endurecidos vuestros corazones. El
Hijo de Dios os da la última y más viva muestra del amor que lo hizo bajar del
cielo; su muerte se acerca; ya se prepara el madero en que será inmolado el
nuevo Isaac; entrad en vosotros mismos y no permitáis que vuestro corazón, tal
vez conmovido por breves instantes, vuelva a su dureza habitual. Habría en ello
el mayor de los peligros y la mayor de las ingratitudes. Estos aniversarios
tienen la virtud de renovar las almas cuya fidelidad coopera a la gracia que se
les ofrece, pero también aumenta la insensibilidad de aquellos que pasan de
largo sin arrepentirse. «Si, pues, oyereis hoy la
voz del Señor, no endurezcáis vuestros corazones».
La
resurrección de Lázaro en Betania, enfrente de Jerusalén, ha colmado la rabia
de los enemigos de Jesús. El pueblo, estupefacto al ver reaparecer en público
ciudad al que había muerto hacía cuatro días, se pregunta: ¿Acaso el Mesías ha de obrar mayores
prodigios? ¿No ha llegado el tiempo de cantar el Hosanna al Hijo de David? Muy pronto va a ser imposible reprimir el
impetuoso entusiasmo de los hijos de Israel. Los príncipes de los sacerdotes y
los ancianos del pueblo no pueden ya perder un solo instante si quieren impedir
las manifestaciones populares que van a proclamar Rey de los Judíos a Jesús.
Vamos a asistir en estos días a sus infames conciliábulos. En ellos la Sangre
del Justo va a ser puesta en venta y tasada en un precio irrisorio. La divina
Víctima, entregada por uno de sus discípulos, será juzgada, condenada,
inmolada; y las circunstancias de este drama no se reducirán a una simple
lectura: la Liturgia las va a representar al vivo, ante los ojos del pueblo
cristiano.
En espera de esta hora, la Iglesia manifiesta sus
dolorosos presentimientos cubriendo la imagen del divino Crucificado. La Cruz
misma deja de mostrarse a las miradas de los fieles, cubierta con un velo.
Tampoco están visibles las imágenes de los santos, pues justo es que se oculte
el siervo cuando se eclipsa la gloria del Señor. Los intérpretes de la Liturgia
nos enseñan que esta costumbre austera de velar la cruz en el tiempo de Pasión
expresa la humillación del Redentor, obligado a ocultarse para no ser apedreado
por los judíos, como se lee en el Evangelio del Domingo de Pasión.
La
Sinagoga corre a su maldición. Obstinada en su error, no quiere escuchar ni ver
nada; ha tergiversado su juicio según sus conveniencias; ha apagado en sí misma
la luz del Espíritu Santo, y se la verá descender por todos los grados de la
aberración hasta el abismo.
Triste espectáculo que se sigue repitiendo con
frecuencia en nuestros días, en los pecadores que, por resistir a la luz de
Dios, acaban complaciéndose en las tinieblas. No nos
extrañemos de encontrar en otros hombres la conducta que observamos en los
actores del drama que se va a cumplir ante nuestros ojos en estos días. La
historia de la Pasión nos proporciona más de una lección sobre los secretos del
corazón del hombre y sus pasiones. Lo que ocurre en Jerusalén se renueva en el corazón del
pecador. Este corazón es un Calvario en que, según el Apóstol, Jesucristo
vuelve a ser sacrificado con la misma ingratitud, la misma ceguera y el mismo
furor. La única diferencia es que el pecador, iluminado por la fe, sabe a quién
crucifica, mientras que los judíos, como dice San Pablo, no conocían al Rey de
la gloria a quien clavaban en la Cruz.
Los
relatos evangélicos, que día tras día vamos a tener ante nuestros ojos, deben
indicarnos que nuestra indignación contra los judíos debe volverse también
contra nosotros mismos y nuestros pecados. Lloremos los dolores de la divina Víctima,
a la que nuestros pecados obligan a soportar tal sacrificio.
2º Práctica del Tiempo de
Pasión.
1º
Contemplación de Cristo. — El cielo de la Iglesia se pone cada vez más sombrío; los
tonos severos de que se había revestido durante las cuatro semanas que acaban
de pasar, ya no son suficientes para demostrar su duelo. Sabe que los hombres persiguen a Jesús y
traman su muerte. Antes de doce días sus enemigos lograrán poner sobre El sus
manos sacrílegas. La Iglesia le seguirá a la cumbre del Calvario; recogerá su
último suspiro; verá sellar la piedra del sepulcro sobre su cuerpo inánime. No
es extraño, pues, que invite a todos sus hijos, en esta quincena, a contemplar
a Aquel que es la causa de todas sus tristezas y afectos.
2º
Conversión y penitencia. — La Iglesia comenzó en Cuaresma la conversión del pecador,
y ahora quiere llevarla a feliz término. Lo que ofrece a nuestra consideración
no es ya a Cristo ayunando y orando; es la divina Víctima que se inmola por la
salvación del mundo. Dentro de pocos días el Hijo de Dios va a ser entregado al
poder de los pecadores, y ellos le matarán.
La Iglesia no necesita exhortar a sus hijos a la penitencia; demasiado
saben ya que el pecado exige esta expiación.
Recordemos
el amor y benignidad del Hijo de Dios que viene a entregarse a los hombres,
viviendo su misma vida, «pasando por esta tierra haciendo el bien», y veamos cómo acaba esta vida con el más infame
de los suplicios. Por una parte, contemplemos al pueblo perverso de los
pecadores, que, no hallando crímenes que imputarle al Redentor, le imputa sus
mismos beneficios y consuma la más negra de las ingratitudes, derramando su
Sangre inocente; y por otra parte, contemplemos al Justo, presa de todas las
amarguras, con «su
alma triste hasta la muerte», cargado
con el peso de la maldición y bebiendo hasta las heces el cáliz que, a pesar de
su humilde súplica, tuvo que beber. Esto es lo que la Iglesia nos recuerda en
estos días, esto es lo que propone a nuestra consideración; porque sabe que si
llegamos a comprender todos lo que esta escena significa, se romperán los lazos
que nos atan al pecado y nos impedirá seguir siendo por más tiempo los
cómplices de estos crímenes atroces.
3º
Amor y fidelidad a Cristo. — No son precisamente lágrimas y compasión
estériles lo que pide de nosotros nuestra Madre; lo que quiere es
que nos aprovechemos de las enseñanzas que nos van a proporcionar los
acontecimientos de esta Semana Santa. Se acuerda la Iglesia de que el Señor, al
subir al Calvario, no rehusó el tributo de las lágrimas de las mujeres de
Jerusalén, sino que se enterneció, y su misma ternura le dictó esas palabras: «No lloréis por Mí; llorad más bien por vosotras mismas y por
vuestros hijos». Esto
es, quiso sobre todo verlas penetradas de la grandeza del acto del que se
compadecían, en una hora en que la justicia de Dios se mantenía tan inexorable
ante el pecado.
Y nosotros, ¿qué hemos de
hacer por el Cordero, que nos ha entregado su Sangre y se ha abrazado con tanto
amor a la Cruz para salvarnos? ¿No es justo que sigamos sus pasos y que, más
fieles que los Apóstoles en su Pasión, le sigamos de día en día y de hora en
hora en su vía dolorosa?
Debemos amar a Dios, nos dice San Juan, «puesto
que Él nos amó primero». Estas
son las miras de la Iglesia en estos solemnes aniversarios. Después de abatir
nuestro orgullo y resistencia por el espectáculo de la justicia divina, estimula
nuestro corazón a amar al que se entregó, en lugar nuestro, a los golpes de la
justicia divina. ¡Desgraciados de nosotros si no volvemos nuestras almas hacia Aquel
que tenía justo motivo para odiarnos, pero que nos amó más que a Sí mismo! Debemos fidelidad al que fue nuestra Víctima y que, hasta
el último momento, en vez de maldecirnos, no dejó de pedir misericordia por
nosotros. Un día aparecerá sobre las nubes del cielo, «y los hombres,
dice el profeta Zacarías, verán al que traspasaron». ¡Ojalá seamos nosotros de aquellos a quienes la vista de
las divinas llagas les inspire confianza, por haber reparado con amor el crimen
infligido al Cordero divino!
4º
Temor y horror del pecado. — La Iglesia sabe cuán duro es el corazón del
hombre y cuánto necesita el temor para determinarse a la enmienda. Por
esta razón no omite ninguna de las imprecaciones que los Profetas ponen en la
boca del Mesías contra sus enemigos. Tienen por fin enseñarnos lo que el
cristiano debe temer de sí mismo si persiste en «crucificar de nuevo a Jesucristo». ¿Qué suplicio tendrá el que haya pisoteado al Hijo de
Dios, el que haya tenido por vil la Sangre de la alianza por la cual fue
santificado, el que haya ultrajado al Espíritu de gracia? Porque sabemos
que ha dicho: «A mí me pertenece la
venganza, y sabré ejercerla». Las
consideraciones sobre la justicia para con la más inocente y la más augusta de
todas las Víctimas, y sobre el castigo de los judíos impenitentes, acabarán de
destruir en nosotros el afecto al pecado, desarrollando este temor tan
saludable sobre el cual vendrán a apoyarse, como sobre base inquebrantable, una
esperanza firme y un amor sincero.
5º
Confianza en la Sangre divina. — Si por nuestros pecados somos los autores
de la muerte del Hijo de Dios, también es cierto que la Sangre que brota de sus
llagas tiene la virtud de lavarnos de este crimen. La justicia del Padre sólo queda aplacada con la
efusión de esta Sangre divina, y la misericordia del mismo Padre quiere que se
emplee en nuestro rescate. Acerquémonos con confianza y glorifiquemos esta
Sangre libertadora que abre al pecador la puerta del cielo, y cuyo valor
infinito sería suficiente para redimir miles de mundos más culpables que el
nuestro. Vengamos, pues, «a beber a las
fuentes del Salvador»; nuestras
almas saldrán de allí llenas de vida, purísimas, completamente esplendorosas:
ya no
quedará en ella la menor señal de sus antiguas manchas, y el Padre nos amará
con el mismo amor con que ama a su Hijo.
Esperemos de la misericordia de Dios que estos
santos días produzcan en nosotros este cambio maravilloso que nos permita,
cuando llegue la hora del juicio, permanecer tranquilos a la mirada del que va
a ser pisoteado por los pecadores. La muerte del Redentor revoluciona toda la
naturaleza: el sol se oscurece al mediodía, tiembla la tierra y las rocas se
parten. Que nuestros corazones se conmuevan también, y pasen de la indiferencia
al temor, del temor a la esperanza, de la esperanza al amor, de modo que,
después de descender con nuestro Salvador hasta el fondo de los abismos de la
tristeza, merezcamos remontarnos con El hasta la luz, rodeados de los
resplandores de su Resurrección y llevando en nosotros la prenda de una vida
nueva, que ya no hemos de dejar que se apague.
6º
Adoración de la Cruz. — La Iglesia nos hace venerar, además de la Sangre del
Cordero que borra nuestros pecados, la Cruz que es el altar en que se inmola la
divina Víctima. El Señor había dicho en la Antigua Alianza: «Maldito el que sea
colgado en un madero». El
Cordero que nos salva se ha dignado arrostrar esta maldición; pero, por eso
mismo, ¡cómo
hemos de amar este leño, en otro tiempo infame! Helo aquí convertido
en instrumento de nuestra salvación, en testimonio del amor ardiente de Jesús
por nosotros. Por
esto, la Iglesia le rinde en nuestro nombre los más sinceros honores, y
nosotros debemos unir nuestra adoración a la suya. El agradecimiento a esa
Sangre que nos ha redimido, y una tierna veneración hacia la Santa Cruz, han de
ser los sentimientos que llenen particularmente nuestro corazón durante estos
quince días.
(Extractos
de El Año Litúrgico, de DOM PROSPER GUÉRANGER)
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