Santa
Brígida, en sus Revelaciones, habla del patriarca de los monjes de Occidente,
en estos términos: «San Benito hubiera
podido santificarse en el mundo; pero el Señor lo llamó a la cima del monte,
para que con su ejemplo se animaran otros a abrazar la perfección. La
Providencia adjuntó a San Benito numerosos compañeros para que formasen un
hogar; el Santo les trazó tal Regla de vida que pudiera guiar adecuadamente a cada
uno por el camino de la santidad según la propia disposición: ora fuese
confesor, ora ermitaño, ora doctor y aun mártir; de suerte que al observarla
con fidelidad, numerosos monjes alcanzaron la perfección de su Padre Fundador».
Benito,
cuyo nombre significa «Bendecido o bendito», nació
hacia el año 480 en la ciudad de Nursia, situada en el centro de Italia. Las únicas
referencias ciertas que de su infancia poseemos, nos las dan los Diálogos de
San Gregorio Magno, quien al referirse en ellos a los padres del Santo, sólo
dice que descendía de la antigua nobleza sabina. Pero su santidad precoz, y
casi innata en él, y en su esclarecida hermana Santa Escolástica, nos dan a
entender, bien a las claras, que uno y otra respiraron en el hogar familiar
densa atmósfera de virtudes cristianas.
Hacia el año 497, Benito, gallardo y bien
apuesto joven de 17 años, fue a terminar los estudios a Roma. El libertinaje y
la inmoralidad de sus compañeros, produjeron en él verdadero espanto, y, en
lugar de abandonarse a las nacientes pasiones de la edad, resolvió poner a
cubierto la virtud huyendo de la gran urbe con el ama que le había criado.
Pusieron en práctica su proyecto y, a instancias de algunos habitantes, ambos
se detuvieron en Enfide, hacia las colinas de Tibur, y allí habrían fijado
definitivamente su morada, si la reputación de santidad de Benito, que le
ganara el milagro que hizo con una criba rota e instantáneamente reparada en
virtud de una fervorosa plegaria, no hubiera determinado al estudiante a adentrarse
solo en la espesura de un monte.
VIDA EREMÍTICA
Al
llegar al desierto de Subiáco, a cincuenta millas al sureste de Roma, el joven
encontró un cenobita llamado Román, cuyo monasterio estaba situado en la
cúspide del monte Taleo. El aspirante a la vida eremítica, manifestó, bajo
secreto, a aquel religioso varón sus deseos de perfección. El monje juró
guardárselo y le indicó en las abruptas laderas de la roca una gruta
inaccesible, en la que penetró con ánimo resuelto. Desde el fondo de ésta sólo
se veía el cielo. En determinados días, desde lo alto del peñasco, le bajaba su
maestro un pan colgado de una cuerda: al
toque de campanilla advertía Román a Benito que era llegado el momento de dejar
la oración y de tomar el frugal alimento.
Tres años permaneció el joven recluido en
aquel retiro, hasta que unos pastores lo descubrieron, tomándolo al pronto por
bestia montaraz; pero, oyéndole hablar, reconocieron en él a un gran siervo de
Dios y escucharon dócilmente sus instrucciones.
Satanás quiso aniquilar
desde los comienzos la acción sobrenatural de aquel a quien miraba ya como
temible adversario. Tomando, pues, la apariencia de un mirlo se puso a
revolotear tan cerca de él, que para lanzar al importuno volátil el solitario
tuvo que acudir a la señal de la cruz. Vencido ya por este medio, se le
presentó con toda viveza la imagen de una joven a quien había tratado en Roma,
y surgió en el acto la sugestión diabólica:
« ¿Estoy bien cierto de que debo continuar
llevando un género de vida que tan por encima de las fuerzas de la naturaleza
está?»
Pero en esta lucha que le redujo a terrible congoja, la
gracia divina intervino oportunamente, y a su impulso el Santo se lanzó a unas
zarzas de espinas que había ,en las cercanías de la gruta y se revolcó en
ellas, desgarrando su cuerpo lastimosamente, hasta que el dolor ahogó en él la
rebeldía de los sentidos. Desde aquel momento nunca más los ardores de la
concupiscencia hicieron mella en él.
Murió el abad de Vico varo, cuyos solitarios
fueron a suplicar al ermitaño de Subiáco que tomara el cargo que quedaba
vacante; aunque resistió al principio, consintió al fin y se fue con ellos.
Empero,
el gobierno del Santo les pareció pronto demasiado austero y llegó a tal punto
su descontento que, para librarse de él, envenenaron el vino. Pero Dios velaba
por su Siervo: antes de beberlo, el piadoso ermitaño lo bendijo según
costumbre, y al instante el vaso se hizo pedazos en sus manos.
—Dios os perdone,
Hermanos —dijo
el abad levantándose de la mesa—, por lo que habéis querido hacer. ¿No os había dicho de antemano,
cuando a toda fuerza quisisteis hacerme vuestro Superior, que entre mi vida y
la vuestra no habría armonía? Buscad a otro Padre que os convenga, porque yo no
viviré más con vosotros.
Y se
volvió a su amada soledad de Subiáco.
SUBIACO, «ESCUELA DE VIDA»
La reputación de
santidad de Benito se había extendido por toda la comarca. Las familias de la
alta aristocracia acudían a él para consultarle. El noble Equicio le confió su
hijo Mauro para que lo educara y dirigiera, y el patricio Tértulo hizo otro tanto
con su pequeñuelo Plácido, niño de corta edad. Pronto concurrieron discípulos
de todas partes.
MAURO Y PLÁCIDO |
Así fue
iniciándose y desenvolviéndose la llamada «Escuela de Vida» de Subiaco,
que comprendía los doce monasterios esparcidos en las fragosidades de aquellas rocas, integrados por doce monjes
cada uno con un abad al frente. Benito desempeñaba el
cargo de Abad general, ya que por sus manos había pasado la formación religiosa
de cada uno de los monjes. Se reservó, además, el derecho de continuarla con
los nuevos aspirantes que ingresaban en sus monasterios.
Entre esos conventos había tres instalados
en las partes más altas de aquellas rocas áridas. Los monjes que los habitaban se
veían obligados a bajar por agua al lago que había en el fondo del barranco,
teniendo que seguir una bajada muy peligrosa a causa de lo resbaladizo de la
pendiente. Al cabo de algún tiempo se cansaron de los esfuerzos que esa labor
suponía.
«Padre —dijeron a Benito—, ¿no podríamos
construir nuestra vivienda en un lugar más cómodo? Es muy penoso subir el agua
cada día.»
Benito los consoló
paternalmente y les dijo que pensaría en ello. A la noche siguiente tomó
consigo a Plácido y escaló silenciosamente la montaña, se detuvo al llegar
cerca de los monasterios de aquella cima, se arrodilló sobre la dura roca y oró
largo rato. Luego, señaló con tres piedras el lugar preciso en que había estado
orando y bajó a su monasterio.
Al otro día acudieron los Hermanos a saber
su decisión. «Volved —les
dijo— a vuestros monasterios, hasta un sitio en que
veréis tres piedras puestas sobre otras y cavad allí un poco; el Dios
poderosísimo a quien servimos podría escucharos haciendo brotar el agua que
tanto necesitáis.» Con
absoluta y pronta obediencia los monjes tomaron el sendero que conducía al
lugar indicado, y que se hallaba a las puertas mismas de sus monasterios; ¡cuál no sería
su sorpresa cuando al llegar vieron que la roca, árida y seca hasta entonces,
destilaba hilitos de agua que, en pocos momentos, formaran un riachuelo que
llegó hasta el lago del valle!
Aconteció que por aquel entonces, Italia se
hallaba en poder de los godos. Uno de aquellos bárbaros, hombre de extraordinaria
talla y robustez, pero sin letras, se había convertido y se fue a solicitar el
honor de servir a Dios entre los monjes. Benito lo recibió con gran bondad y lo
destinó a ocupaciones en armonía con sus aptitudes. Un día le entregó un hacha
y le encargó que limpiase de matorrales y arbustos las orillas del lago, para transformarlo
en huerto; se puso al instante a la obra con ardor, y tan recios hachazos daba
que acabó por saltar el hacha, que saliéndose del mango fue a parar al lago,
precisamente a uno de los lugares más profundos, por lo que era imposible
sacarla.
Grandemente apenado, el pobre novicio fue a
contar su desventura a Mauro, que era el discípulo predilecto y brazo derecho
de Benito, pidiéndole que le impusiera una penitencia. Mauro contó el caso a su
santo maestro. Éste al oírlo se dirigió al lugar del accidente, tomó el mango
del hacha, sumergió la punta en las aguas y al instante se vio que el hierro
subía y que por sí mismo se metía en el mango. El godo, que contemplaba estupefacto lo que pasaba, recibió el instrumento
de manos de Benito, quien le dijo paternalmente: «Sigue trabajando, hijo, y cesa ya de estar triste».
Otro milagro conmovedor tuvo lugar por
aquellos días en Subiaco. Una vez que
había ido Plácido a llenar un cántaro al lago, perdió el equilibrio y se cayó
al agua. Benito, que se hallaba en su celda, sintió una voz interior que le advertía
de lo que sucedía.
—Hermano Mauro —exclamó
dando fuertes voces—, corre al lago; el niño ha
caído al agua y se lo lleva la corriente.
El Hermano al oírse llamar acude presuroso, recibe la
bendición de. Su Padre y se dirige a todo correr a la orilla, desde donde ve al
joven Plácido hundido en el agua y arrastrado por la corriente. Sin reparar en
el peligro, llega hasta él, lo coge por su larga cabellera y lo saca sano y
salvo a la orilla. Solamente entonces se dio cuenta del milagro; el abad
recibió al niño, cuyos vestidos chorreaban agua, mientras que Mauro no se había
mojado lo más mínimo.
—Tu obediencia, Hermano Mauro, te ha merecido
este prodigio —dijo
Benito—; yo no tengo parte alguna
en él.
—Menos la tengo yo
—replicó el discípulo—, lo he hecho
todo en estado de inconsciencia, sin darme cuenta de lo que hacía.
—Pues yo —exclamó Plácido— veía sobre mi
cabeza el hábito de mi Padre abad y sentía que era él quien me sacaba del agua.
Para apagar el fulgor de aquella verdadera
«escuela de vida» de Subiaco Satanás
suscitó el odio de un acólito suyo, llamado Florencio, que habitaba en el
valle. El desventurado envió un pan emponzoñado a Benito, quien al recibirlo,
aunque entendió lo que había en él, sin más alteración ordenó con naturalidad a
un cuervo que fuera a arrojar aquel presente homicida a un lugar inaccesible.
Viendo Florencio que no podía matar los cuerpos, trató de perder las almas;
envió junto al jardín donde jugaban los jóvenes monjes, a siete muchachas de
vida licenciosa para que a vista de ellos ejecutaran bailes lascivos.
Benito comprendió en el acto el peligro que
corría la inocencia de sus discípulos. Y como el que se había declarado enemigo
suyo mortal sólo odiaba a su persona, determinó ausentarse para siempre y
asegurar a los suyos los bienes de la paz. Así que, despidiéndose de sus doce
queridos monasterios, se puso en marcha con algunos Hermanos, en busca de otra
soledad.
Florencio contemplaba el caso desde el
terrado de su casa, gozándose en su triunfo al ver partir a Benito; pero de
repente la casa se estremeció, se derrumbó y le sepultó entre sus escombros. El
joven Mauro, que había salido más tarde y fue testigo del hecho, corrió
jubiloso a llevar la noticia a Benito. El hombre de Dios se afligió profundamente,
tanto por la muerte desventurada de su enemigo, como por la alegría de su
discípulo, a quien castigó y dio grave penitencia; y sin más, continuó su
viaje. Benito había pasado en Subiaco, según la tradición, cerca de treinta
años.
MONTE CASINO. — LUCHAS CONTRA SATANÁS
Siguiendo hacia el sur la ruta que le señalaban los
montes, Benito llegó al Monte Casino, en el que encontró las ruinas de la
antiquísima ciudad romana Cassinum. Se conservaban aún los restos de un
anfiteatro y el templo de Apolo.
Fue su primer cuidado
levantar la cruz del Salvador sobre los escombros del ídolo; consagró el templo
pagano para el culto del verdadero Dios y lo transformó en basílica del
Monasterio, bajo el patrocinio de San Juan Bautista y de San Martín.
Corría
el año 529 cuando el Patriarca de los monjes de Occidente llegaba al Monte
Casino. Catorce años había de vivir en aquella altura destinada a ser, en
expresión del papa Víctor III, «el Sinaí de las Órdenes Monásticas». Benito levantó el
monasterio con sus mismos discípulos, no sin la oposición del demonio. Se
cuenta que un día, los monjes no podían mover una piedra que parecía estar
fuertemente sujeta al suelo por invisibles raíces; pero la bendijo el Santo y
se pudo entonces remover con la mayor facilidad.
El demonio rabiaba de
coraje contra el santo patriarca que se instalaba, a pesar suyo, en un monte en
que había reinado como soberana la más grotesca idolatría. A veces se le
aparecía en pleno día en figura horribilísima, lanzando torbellinos de llamas
por ojos, boca y narices, y le llamaba por su nombre; «¡Benito!, ¡Benito! (en latín:
Benedicte!
Benedicte! ). Este
nombre, como es sabido, significa Bendecido o Bendito; por lo cual el demonio, como
si quisiera retractarse de su palabra, repetía: «No,
no Bendito; ¡Maldito!, ¡Maldito! ¿Qué has venido a hacer aquí? ¿Qué tienes tú
que ver conmigo? ¿Por qué te gozas persiguiéndome?» Benito le dejaba gritar sin hacerle el menor caso y se
entregaba con todo sosiego a sus ocupaciones.
Uno de los religiosos que, cediendo a
ocultas sugestiones del tentador, se había disgustado de su vocación, se
presentó al abad pidiéndole licencia para retirarse al siglo. Trató Benito de
hacerle ver la locura de su proyecto, le recordó los días de su primitivo
fervor y cuán razonable era la resolución tomada en tiempos anteriores de
abrazar la vida religiosa. En su paternal amonestación le habló de la decisiva
importancia de la salvación del alma y de la excelencia sin igual de la vida
dedicada al amor y servicio de Dios. Le aconsejó finalmente que orara y
esperara con paciencia el fin de aquella tentación. Pero el religioso nada
quería oír ni saber de razones, pues ya su imaginación se hallaba en el mundo y
no en el claustro. Como el abad difiriera concederle el permiso que el
desventurado solicitaba, turbaba el orden general con escándalo de los
Hermanos, hasta el punto que Benito se vio obligado a despacharle.
El pobre iluso salió contentísimo; pero
estaba aún a corta distancia del convento, cuando vio que se le venía enfrente
un furioso dragón con la boca abierta para devorarle. Horrorizado el fugitivo,
principió a dar grandes voces, a cuyo eco acudieron presurosos los monjes.
Éstos le hallaron temblando de pies a cabeza y, compadecidos de él, le
volvieron al monasterio. El pobre apóstata, que se daba perfecta cuenta del
peligro que había corrido, prometió ser fiel a su vocación y mantuvo íntegra su
palabra, profesando toda su vida vivísima gratitud al santo abad, a cuyas
oraciones se reconocía deudor de la gracia que le había obtenido de ver al
dragón infernal que quería devorarle.
RESURRECCIÓN OBRADA POR SAN BENITO
Un día, Benito había salido al campo a
trabajar con sus Hermanos. Entretanto, cierto campesino embargado por el dolor,
llegó al monasterio con el cadáver de su hijo en los brazos, preguntando por el
Padre Benito. Al decirle que el abad estaba trabajando en el campo, el infortunado
padre dejó el cuerpo del hijo tendido delante de la puerta y se fue
precipitadamente en busca del Santo. Dio con él en los precisos momentos en que
volvía del trabajo y, sin más preámbulo, exclamó:
— ¡Padre, devuélvame a
mi hijo!
—Pero, ¿soy yo quien te lo he quitado?
—Ha muerto; venga en
seguida a resucitarlo —
insistió con viveza el pobre padre.
— ¡Vamos, hombre! Eso no
es asunto nuestro; lo que tú pides es cosa de los santos Apóstoles —le respondió Benito con aparente
brusquedad—. ¿Cómo quieres tú imponernos
lo que está sobre nuestras fuerzas?
El
campesino, entretanto, reiteraba, embargado por el dolor, que no se iría
mientras el Santo no le resucitase al hijo.
— ¿Dónde está ese muerto? —
preguntó el abad.
—Ahí tiene usted su cuerpo a la entrada del monasterio —le
contestó el padre entre suspiros.
Llegado
a él Benito con todos los religiosos, se puso en oración y luego se extendió
sobre el cadáver, como en otro tiempo San Pablo cuando resucitó a Eutiquio.
Poniéndose después en pie y elevando al cielo los brazos, exclamó: “Señor, no mires mis pecados, sino la fe de este hombre, y
devuelve a este cuerpo el alma que le has quitado”. Apenas hubo
terminado esta oración, un fuerte temblor se apoderó del cadáver. Benito tomó
al niño por la mano y lo devolvió a su padre rebosante de vida y salud.
TOTILA Y SAN BENITO
El rey godo Totila habíase apoderado de casi
toda Italia, desde el norte hasta Nápoles. Como oyera hablar del abad de Monte
Casino en tonos ponderativos y particularmente de su espíritu profético, quiso probar
la verdad de lo que se decía, y, al efecto, hizo que su escudero Riggo se
vistiera de las insignias reales, y así disfrazado le envió, con brillante séquito
de oficiales, al Monte Casino.
—Hijo mío —exclamó
Benito apenas lo divisó—, quítate esos vestidos e insignias,
que no son tuyos.
Sobrecogido Riggo por lo inesperado del caso
y espantado por haber pretendido engañar a tal hombre, se postró a sus pies. Sin tardanza se presentó Totila en persona
y, sintiéndose acometido por un terror súbito, cayó humildemente a las plantas
del Santo. El siervo de Dios, dirigiéndose a él, clamó por tres veces: « ¡Levántate!», y a la tercera tuvo que levantarlo él
mismo.
—Muchas malas obras haces
—le dijo Benito—,muchas malas obras has hecho; cesa ya en la maldad.
Tornarás a Roma, pasarás el mar, vivirás nueve años y al décimo morirás.
El rey, con muestras de visible espanto, se
encomendó a sus oraciones y desde aquel instante se mostró menos cruel.
Sucumbió efectivamente en 552, a consecuencia de una herida recibida en la
batalla de Jagina, con lo que se cumplió exactamente la profecía del Santo.
MUERTE DE SAN BENITO. — SU CULTO
Cuando Benito pasaba ya de los sesenta años, tuvo el dolor de
perder a su hermana Santa Escolástica, a la que enterró en el Monte Casino, en
el mismo sepulcro que tenía preparado para sí. Pocas semanas después cayó
enfermo con fiebre muy elevada y ordenó se abriera nuevamente su sepulcro. Al
sexto día se hizo conducir a la iglesia de San Martín para recibir el Sagrado
Viático. Luego, puesto en pie y apoyado en los monjes que sostenían sus
miembros debilitados, entregado el espíritu a una oración suprema, exhaló el
último suspiro en aquella reverente actitud.
Créese que fue el 21 de
marzo del año 543. En el momento mismo de su muerte,
dos monjes que habitaban respectivamente en Monte Casino y en Subiaco, vieron por el lado de Oriente una
deslumbradora ruta triunfal que, partiendo de la
celda del siervo de Dios, se perdía en lo alto de los cielos, a la vez que lucían en ellos con esplendor
inenarrable, multitud de brillantes lámparas.
Mientras contemplaban embelesados aquel portento, un ángel, irradiando a su vez fulgurantes resplandores de luz,
les dijo: «Esa es la vía por la
cual Benito, el amadísimo del Señor, acaba de subir al cielo».
La Regla promulgada por Benito hacia el año
540, es aún hoy un monumento admirable que, a diferencia de la primitiva casa
de Monte Casino donde nació, ha resistido a todos los embates y vicisitudes de
los tiempos. San Benito cuenta entre sus innumerables hijos espirituales con
una multitud de santos, muchos papas y un inmenso número de obispos,
celosísimos todos de la conservación del espíritu de su Fundador en el mundo.
León XIII elevó la fiesta de San Benito al
rito de doble mayor el 5 de abril de 1883.
EL SANTO DE CADA DÍA
POR
EDELVIVES
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