Por: San
Alfonso María de Ligorio.
I. La flagelación
Escribe
San Pablo de Jesucristo: Se anonadó a sí mismo
tomando forma de esclavo. Lo
que apostilla San Bernardo con estas palabras: «No sólo tomó la forma de esclavo para someterse a otro, sino de
mal esclavo, para ser azotado». Quiso
nuestro Redentor, que es el Señor de todo, no sólo rebajarse a la condición de
esclavo, sino también de mal esclavo, para ser castigado cual malhechor,
satisfaciendo de esta suerte por nuestras culpas.
Cierto que la flagelación fue el tormento más cruel y el que más
abrevió la vida de nuestro Redentor, porque la gran efusión de sangre (predicha
en San Mateo: Esta es mi sangre de la
alianza, por muchos es derramada), fue la principal causa de
su muerte. Cierto
que esta sangre fue derramada primero en Getsemaní, en la coronación de espinas
y en la crucifixión; pero la derramó en mayor abundancia en la flagelación.
Este suplicio fue para Jesucristo
vergonzoso y humillante, porque era suplicio reservado a los esclavos, por lo
que los tiranos, después de condenar a muerte a los mártires, primero los
azotaban y después les quitaban la vida; en cambio,
nuestro Señor fue antes azotado que condenado a muerte. Durante su vida
había predicho a sus discípulos que sería condenado a esta muerte cruel: Será entregado a los gentiles y escarnecido..., y después de
azotarle le matarán, anunciándoles el gran dolor que había de experimentar en
este tormento.
Según
revelación hecha a Santa Brígida, un verdugo mandó a Jesús que
se despojara de sus vestiduras; obedeció, se abrazó a la columna a la que le
ataron, y le azotaron tan cruelmente, que su cuerpo quedó completamente
lacerado; y añade la revelación que los azotes no sólo herían, sino que
surcaban las sacrosantas carnes. De tal modo fue azotado, que, como continúa la
revelación, se veían las costillas a través del pecho. Concuerda con esto lo que escribe
San Jerónimo: «Los azotes destrozaron
el sacratísimo cuerpo de Dios», y
San Pedro Damiano, que los verdugos
perdieron las fuerzas en la flagelación del Señor. Todo lo cual predijo el profeta
Isaías con estas palabras: Fue traspasado por causa
de nuestros pecados. La
palabra attritus tiene también el
significado de desmenuzado o molido.
¡Jesús
mío!, aquí
tenéis a uno de vuestro más crueles verdugos, que os flageló con sus pecados;
pero tened compasión de mí. ¡Amable Salvador mío!, poca cosa es un corazón para
amaros. Ya no quiero vivir para mí, sino sólo para vos, amor mío y mi todo. Por
eso, os diré con Santa Catalina de Génova: «Oh
amor, oh amor, no más pecar!» Basta ya de ofensas, que en adelante
espero ser todo vuestro, y con vuestra gracia, también espero serlo por toda la
eternidad.
II. La coronación de
espinas
La
Madre de Dios reveló a Santa Brígida que la corona de espinas
ceñía toda la sagrada cabeza de su Hijo, abarcándole hasta la mitad de la
frente, y que las espinas fueron tan violentamente clavadas, que la sangre
corría en abundancia por el rostro de Jesús, que aparecía cubierto de sangre.
Dice
Orígenes que esta corona de espinas no se le quitó
de la cabeza al Señor hasta después de expirar en la cruz. Mas, como la túnica
interior no era cosida, sino inconsútil, razón por la que la sortearon los
soldados y no se la dividieron, como los otros vestidos externos, como tenían
que sacarla por la cabeza, con más probabilidad afirman otros autores que al sacársela
le quitaron la corona, que le volvieron a poner antes de clavarlo en la cruz.
Léase
en el Génesis: Maldita será la tierra
por tu causa...; espinos y abrojos te germinarán. Dios fulminó esta maldición contra
Adán y su descendencia, porque, al decir tierra, no sólo se hablaba de la
tierra material, sino también de la carne humana, que, inficionada por el
pecado de Adán, sólo produce espinas de pecados. Ahora bien, para contrarrestar
esta infección de la carne, dice Tertuliano que era necesario que Jesucristo ofreciese a Dios el sacrificio de este extraordinario
tormento de la coronación de espinas.
Este
tormento, en sí tan doloroso, estuvo, además, acompañado de otros tormentos,
como bofetadas, salivazos y sarcasmos de los soldados, según atestiguan San
Mateo y San Juan: Y trenzando una corona de
espinas, la pusieron sobre su cabeza, y una caña en su mano derecha; y,
doblando la rodilla delante de Él, le mofaban diciendo: Salud, rey de los judíos,
y escupiendo en Él, tomaron la caña y le daban
golpes en la cabeza. Y los soldados, trenzando una corona de espinas, se la
pusieron sobre la cabeza, y le vistieron un manto de púrpura; y venían a Él y
le decían: ¡Salud, Rey de los judíos! Y le
daban bofetadas.
¡Oh
Jesús mío, y cuántas espinas añadí a vuestra
corona con mis malos pensamientos consentidos! ¡Quien pudiera morir por ello de
dolor! Perdonadme, por los méritos de aquel dolor que aceptasteis precisamente
para perdonarme. ¡Ah, Señor mío, tan humillado y vilipendiado! Cargasteis con
tantos dolores y desprecios para moverme a compasión de vos, a fin de que, al
menos, os amase por compasión y no os causase más disgustos. ¡Ea, Jesús mío!,
dejad ya de padecer, pues que estoy persuadido del amor que me profesáis y os
amo con toda mi alma. Pero comprendo que no estáis del todo satisfecho, ni
saciado de trabajos, hasta que no muráis en la cruz de puro dolor. ¡Oh Bondad, oh Caridad infinita,
desgraciado del corazón que no os ama!
III. Jesús, conducido al
Calvario
La cruz comenzó a
atormentar a Jesucristo antes de que en ella le clavasen, pues, luego de
condenarlo Pilatos, se la impusieron sobre los hombros para que la llevase al
Calvario y en ella muriese crucificado. El
la llevó sin manifestar repugnancia alguna. San Agustín, glosando a San Juan,
exclama: «A los ojos del impío,
esto es gran ignominia, pero es grande misterio a los ojos de la fe». En efecto, mirando la crueldad que
se usó con Jesucristo, obligándole a cargar con su patíbulo, fue grande humillación; pero, considerando el amor con
que Él abrazó la cruz, se admira el grande misterio, porque, al llevar la cruz,
quiso nuestro Capitán enarbolar el estandarte debajo del que habían de
alistarse y militar sus seguidores en la tierra, para
compartir después con Él el reino de los cielos.
San Basilio, comentando este paso de Isaías:
Un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado, sobre
cuyo hombro está el principado, dice que los tiranos de la tierra agobian a sus
vasallos con injustos tributos para acrecentar su poderío, en tanto que
Jesucristo quiso cargar con todo el peso de la cruz y llevarla sobre sí,
dejando en ella la vida, para alcanzarnos la salvación. Nótese, además,
que los reyes terrenos fundan su imperio sobre la fuerza de las armas y en la
abundancia de las riquezas, en tanto que Jesucristo fundó su principado en el
ludibrio de la cruz, es decir, en ludibrios y padecimientos, y por eso aceptó
voluntariamente el llevar la cruz, en aquel doloroso viaje, para darnos con su
ejemplo valor para abrazar la propia cruz y poderlo seguir. De ahí que luego
dijese a sus discípulos: Si alguno quiere venir en
pos de mí, niéguese a sí mismo y tome a cuestas su cruz y sígame.
Notables son los elogios que San Juan
Crisóstomo hace de la cruz, llamándola Esperanza de los
desesperados; y
¿qué esperanza de salvación tendrían los pecadores
si por salvarlos no hubiera muerto Cristo en la cruz? —Guía de los navegantes. En el proceloso mar de
este mundo, por el cual vamos navegando; en la humillación de la cruz, es
decir, en la tribulación, hallaremos el seguro guía que nos lleve por ruta de
los divinos mandamientos y nos vuelva a ella si, por desgracia, la hubiéramos
perdido, como dice David: Bueno me es haber sido
afligido, para aprender así tus estatutos. Consejera
de los justos.
Los justos toman ocasión de la adversidad
para unirse más íntimamente con Dios. —Descanso de
atribuladas. Y ¿dónde mayor descanso que
mirar la cruz, en la que nuestro Redentor Y Dios murió de dolor por nuestro
amor? —Gloria de los mártires. Gloria fue de los mártires el haber podido unir sus dolores y
su muerte a la muerte y dolores que padeció Jesucristo en la cruz. De
ahí que San Pablo dijese: A mí jamás me acaezca
gloriarme en otra cosa sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo. —Médico de los
enfermos. ¡Qué gran remedio es para muchos que padecen enfermedades
espirituales, pues las tribulaciones los hacen entrar dentro de sí y los
desprenden del mundo —Fuente que apaga la sed.
La cruz, o el padecer por Cristo, es el gran
deseo de los santos. Santa
Teresa decía: «Señor, o morir o
padecer; no os pido otra cosa para mí»; y
Santa Magdalena de Pazzi llegaba hasta decir: «Padecer y no morir», como si rehusara morir
e ir al cielo para quedar padeciendo en la tierra.
Por lo demás,
generalmente hablando, todos, justos y pecadores, tienen su cruz. Y
aunque los justos disfruten de paz de conciencia, aún tienen sus vicisitudes,
ya que unas veces son consolados con visitas divinas y
otras son afligidos por enfermedades corporales y demás contrariedades,
desolaciones, obscuridades, arideces de espíritu, escrúpulos, tentaciones y
temores de la propia salvación. Más pesada
es aún la cruz de los pecadores por los remordimientos de conciencia que
padecen, los temores que de ellos se apoderan al recordar los castigos eternos
y las angustias que sufren en la contrariedad. Los santos se conforman
con la voluntad de Dios y llevan pacientemente las contrariedades pero los
pecadores, ¿cómo podrán conformarse con la voluntad
divina, si viven como enemigos de Dios? Las penas de los enemigos de
Dios son penas sin alivio ni consuelo. Razón tenía Santa Teresa para decir: «Y no abrazan la cruz, sino llévanla arrastrando, y así las
lastima, y cansa, y hace pedazos; porque, si es amada, es suave de llevar; esto
es cierto».
IV. La crucifixión
Tratemos ya de la
crucifixión. Fue
revelado a Santa Brígida que, cuando el Salvador se vio en la cruz, extendió la
mano derecha al sitio en que había de ser clavada. Después le clavaron la otra
mano, luego los sagrados pies, y se dejó que Jesucristo muriese en aquel lecho
de dolor. Dice San Agustín que el suplicio de la cruz
era acerbísimo, porque en ella, como escribe, era la muerte más lenta, para
acrecentar el padecimiento.
¡Oh Dios, qué espanto debió de apoderarse del cielo al ver al
Hijo del Eterno Padre crucificado en medio de dos ladrones!, como había predicho Isaías: Y haber sido entre los delincuentes contado. Por eso, San Juan Crisóstomo,
contemplando a Jesús crucificado, exclama, lleno de estupor y de amor: «En medio de la Santísima Trinidad, en medio de Moisés y Elías y
en medio de dos ladrones...» Cual
si dijese: Yo miro a mi Salvador,
primero en el cielo entre el Padre y el Espíritu Santo, luego en el monte Tabor
entre los santos Moisés y Elías, y ¿cómo es posible que lo vea después
crucificado en el calvario entre dos ladrones? Así
debía, empero, suceder, porque, según el divino decreto, así debía, morir para
satisfacer con su muerte por los pecados de los hombres y salvarlos, según la
ya citada profecía: Haber sido entre los
delincuentes contados, llevando los pecados de muchos.
El mismo profeta pregunta: ¿Quién es este que viene de Edom, rojos los vestidos, de Bosrá;
que resplandece en su vestidura, camina altivo en la plenitud de su fuerza?
¿Quién es este, tan hermoso y fuerte, que viene de Edom, con los vestidos
teñidos de sangre? Edom
significa color de rosa, un tanto obscuro, bermejo, según se lee en el Génesis.
A la pregunta anterior responde Jesucristo, según los intérpretes: Yo soy el que habla con justicia, el que es grande en el salvar.
Yo soy el Mesías prometido, que vine a salvar a los hombres, triunfando de sus
enemigos. Torna
de nuevo a preguntar el profeta: ¿Por qué está roja tu
vestidura y tus ropas como las de quienes pisan el lagar? ¿Por qué está rojo tú
vestido y semejante al de los que pisan la vendimia en el lagar?, y responde: El lagar he pisado yo solo, y de los pueblos nadie ha estado
conmigo. Tertuliano,
San Cipriano y San Agustín entienden por lagar la
pasión de Cristo, en la que su vestido, es decir, su sacrosanta carne, fue
cubierta de sangre y de llagas, según aquello de San Juan: E iba envuelto en un manto de sangre, y es llamado por nombre el
Verbo de Dios. San
Gregorio, al explicar las palabras El lagar he
pisado yo solo, escribe: «El lagar en que pisó y
fue pisado». Dice
pisó, porque Jesucristo, con su
pasión, venció y trituró al demonio; y
dice fue pisado, porque en la pasión fue su cuerpo pisoteado y prensado como el
racimo en la prensa.
Más a Yahveh —dice Isaías— le plugo destrozarlo con padecimiento.
Y el Señor, el
más bello de los hombres —Tú eres el más hermosos
entre los hombres—,
aparece en el Calvario tan desfigurado por los
tormentos, que causa horror al que lo contempla, si bien tal deformidad lo
torna más bello a vista de las almas amantes, porque las llagas y las carnes,
lívidas y desgarradas, son otras tantas pruebas y demostraciones del amor que
nos tiene. Petrucci
cantó: «Al veros, Señor, tan
maltratado por los verdugos, los corazones amantes os tienen por más hermoso
cuanto más deformado os contemplen».
San Agustín dice que la fealdad de Cristo es nuestra hermosura; y, en efecto, la deformidad de Jesús
crucificado fue causa de la belleza de nuestras almas, que, antes deformes y
luego lavadas con la divina sangre: Estos que andan
vestidos de ropas blancas, ¿quiénes son?, y responde: Estos son los que vienen de la gran tribulación y lavaron
sus vestidos y las blanquearon con la sangre del Cordero. Todos los
santos, como hijos de Adán, excepción hecha de la Santísima Virgen María,
estuvieron durante algún tiempo cubiertos con el manto de la culpa de Adán y de
los personales pecados; mas, una vez purificados con la sangre del Cordero, tornáronse hermosos y agradables a los ojos de Dios.
Razón tuvisteis, Jesús
mío, para decir que, cuando fueseis levantado en
alto de la cruz, atraeríais a vos todas las cosas. Sí, porque nada habéis
omitido para atraeros el afecto de todos los corazones. Y ¡cuántas y cuántas
felicísimas almas, al veros crucificado y muerto por su amor, lo abandonaron
todo, riquezas, dignidades, patria y parientes, y desafiaron los tormentos y la
muerte, para entregarse del todo a vos! ¡Desventurados los que resisten a la
gracia que les ganasteis con tantas fatigas y dolores! Este será su mayor
tormento en el infierno: haber tenido un Dios que, para conquistarse su amor,
murió en una cruz y que ellos espontáneamente quisieron perderse, sin esperanza
de remedio, por toda una eternidad.
¡Ah,
Redentor mío!, después de las ofensas que os causé
merecía haber caído en tamaña desgracia. ¡Qué de veces resistí a vuestros
llamamientos amorosos y a los esfuerzos que hacíais para cautivarme con los
lazos de vuestro amor! ¡Ojalá hubiera muerto antes de ofenderos por primera
vez! ¡Ojalá os hubiera amado siempre! Gracias, amor mío, por haberme llamado
con tanta insistencia, en lugar de abandonarme, como tenía merecido; gracias
por las luces e impulsos amorosos que me habéis infundido. Las gracias del
Señor contaré siempre. Por favor, no ceséis, Salvador mío y esperanza mía, de
continuar cautivándome con vuestras gracias, para que os pueda amar en el cielo
con más fervor, recordando tantas misericordias como habéis usado conmigo,
después de tantos disgustos como os he causado. Todo lo espero de aquella
preciosa sangre por mí derramada y de la afrentosa muerte que habéis por mí
padecido.
¡Oh Santísima Virgen
María!, protegedme y rogad a Jesús por mí.
V. Jesús, clavado en la
cruz
Jesús en la cruz fue
espectáculo que conmovió al cielo y a la tierra. ¡Un Dios omnipotente, Señor de todo, muriendo en un patíbulo
infame, condenado cual malhechor entre dos facinerosos! Sorprendente caso de
justicia del Eterno Padre, que castigó los pecados de los hombres en la persona
de su Hijo, a quien amaba como a sí mismo, para que quedase aplacada la divina
justicia. Sorprendente espectáculo de misericordia del inocente
Hijo, que moría con muerte tan cruel e ignominiosa para salvar a sus criaturas
de la pena por los pecados merecidos. Sorprendente espectáculo de amor de un
Dios que ofrece y da la vida para redimir de la muerte a sus enemigos, los
esclavos. Estas maravillas del Señor fueron y serán siempre el más agradable
motivo de la contemplación de los santos, pues con sólo su recuerdo se
despojaron de todos los bienes y placeres terrenos y abrazaron, ansiosos y
alegres, las penalidades y la muerte, para corresponder de alguna manera a un
Dios muerto por su amor.
Alentados con el
ejemplo de Jesucristo, despreciado en la cruz, los santos amaron los desprecios
más aún que los mundanos los honores terrenos. Al
ver a Jesús morir en la cruz, despojado de sus vestiduras, abandonaron los
bienes terrenos. Al verlo plagado de llagas y chorreando sangre, aborrecieron
los placeres sensuales y se dieron a mortificar la propia carne, para acompañar
con sus dolores los dolores del Crucificado. Al ver la obediencia de Cristo y
su total conformidad con la voluntad del Padre, se esforzaron en mortificar y
vencer todos los apetitos opuestos a la voluntad divina; y muchos, si bien
ocupados en obras de caridad, con todo, conocedores de que el privarse de la
propia voluntad era el sacrificio más grato al corazón de Dios, se recluyeron en
cualquier instituto religioso para vivir sujetos a obediencia y sometidos a la
voluntad ajena.
Al ver la
paciencia de Jesucristo, sufriendo tantas penalidades y oprobios por nuestro
amor, aceptaron con paz y alegría las injurias, enfermedades, persecuciones y
tormentos de los tiranos. Al ver, filialmente, el amor que nos demostró
Jesucristo, sacrificando su vida a Dios por nosotros en la cruz, sacrificaron a
Jesucristo cuanto tenían: bienes, placeres, honores
y vida.
¿Cómo, pues, explicar que haya tantos cristianos que, sabiendo
por la fe lo mucho que Jesucristo padeció por su amor, en vez de consagrarse a
su servicio y amor, vivan entre continuas ofensas y desprecios entregados a
gustos pasajeros y mezquinos? ¿De dónde procede tamaña ingratitud? De que se olvidan de la pasión y muerte de Jesucristo. Y ¿cuál
no será su remordimiento y vergüenza cuando el Señor les eche en cara cuanto
por ellos hizo y padeció?
Almas devotas, tengamos
siempre ante la vista a Jesús crucificado, que muere entre tanto dolores e
ignominias por amor nuestro. Todos los santos sacaron de la pasión de Cristo
las llamas de caridad que les hicieron olvidar los bienes de este mundo, y aun
a sí mismos, para dedicarse sólo a amar y complacer a este divino Salvador, tan
enamorado de los hombres, que ya no supo qué más hacer para ser amado de ellos.
La cruz, en una palabra, o la pasión de Jesucristo, nos alcanzará la victoria
de todas las pasiones y tentaciones de que el infierno se sirviere para
apartarnos de Dios. La cruz es el camino y la escala para llegar al cielo.
¡Dichosa el alma que se abraza con ella y no la abandona ni en la hora de la
muerte! Quien muere abrazado a la cruz tiene segura garantía de la vida eterna,
prometida a cuantos siguieren con la propia cruz a Jesús crucificado.
Crucificado Jesús mío,
nada
habéis perdonado para haceros amar de los hombres, llegando hasta perder
vuestra vida con afrentosísima muerte. ¿Cómo, por tanto, se explica que los
hombres, tan amantes siempre de quienes reciben alguna muestra de afecto, sean
con vos tan ingratos que desprecien vuestro amor y vuestra gracia por bienes
viles y miserables? ¡Ah, desventurado de mí!, yo fui uno de esos ingratos que
por una nonada renuncié a vuestra amistad, volviéndoos las espaldas. Merecido
tengo que me arrojéis de vuestra presencia, como os arrojé de mi alma. Pero
oigo que aún me reclamáis mi amor: Amarás, pues, a Yahveh, tu Dios. Sí, Jesús
mío; puesto que deseáis que os ame y me brindáis con el perdón, renuncio a
todas las criaturas y no quiero amar de hoy en adelante más que a vos sólo,
Criador y Redentor mío. Vos
seréis el único amor de mi alma.
¡Oh
María, Madre de Dios, refugio de pecadores!, rogad por mí, alcanzadme la gracia
de amar a Dios, y nada más os pido.
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