Con justa razón se dio a san Gregorio el renombre de
Grande o Magno, porque fue grande por su nobleza, por sus riquezas, por su
dignidad, por su santidad y por sus milagros.
Nació en Roma, y en
vida de su padre, que era varón riquísimo y del orden de los senadores, se
ocupó en negocios de la República, y fue prefecto de la ciudad; mas después que
se vio señor de sí, trató de hacerse grande a los ojos de Dios, y poniendo
debajo de sus pies todas las grandezas del mundo tomó el hábito de pobre monje
en uno de los siete monasterios que había edificado.
Pero le sacó más tarde de su encerramiento el
Papa Pelagio II, el cual le hizo
cardenal y le envió a Constantinopla por legado suyo.
Estando de vuelta a Roma, entró desapoderadamente
el Tíber por las calles y plazas, a cuyo azote siguió otro de pestilencia que
hacía gran riza en la ciudad, sobre la cual parecía que lloviera la ira de Dios.
Ordenó san Gregorio siete procesiones de rogativas, de
los clérigos, de los seglares, de los monjes, de las monjas, de las casadas, de
los viudos, y de los pobres y niños, cantándose en ella las letanías hasta llegar
al templo de Santa María la Mayor, cuya imagen, que pintó san Lucas, llevaban
en la procesión.
Entonces vio el santo sobre el castillo de
Adriano, un ángel que envainaba la espada, y por esto se llamó de allí en
adelante aquel edificio el castillo de San Ángelo.
Habiendo fallecido en aquella peste el Sumo
Pontífice, eligieron todos a san Gregorio, más cuando lo supo el santo huyó
disfrazado con unos mercaderes, y aunque se ocultó por montes, bosques,
peñascos y cuevas, hubo de rendirse a la voluntad de Dios.
No se puede creer lo que hizo este gran
Pontífice para bien de la Iglesia en el espacio de trece años y medio que la
gobernó. Reformó las costumbres, dio nuevo lustre al culto divino, desarraigó
las herejías de España y de África, edificó los hospitales de Jerusalén y del
Monte Sinaí, y envió a Inglaterra al santísimo monje Augustíno con otros
misioneros, que a fuerza de milagros, la sacaron de las tinieblas de la
gentilidad a la luz dé la fe católica.
Él fue también quien
reformó el canto eclesiástico que hasta hoy se llama Gregoriano, y era tanta su
humildad que estando malo de gota se hacía llevar en una camilla a donde
cantaban los muchachos, y les enseñaba y corregía, teniendo un azote en la mano
para castigar al que faltase.
Convidaba a los pobres
a comer a su mesa, y tenía escritos en un libro todos los pobres que había en
Roma y en sus arrabales y pueblos comarcanos. Y porque una vez supo que se
había hallado muerto a un pobre en un barrio apartado de la ciudad, se acongojó
y angustió de manera que se abstuvo de decir Misa algunos días, temiendo que
hubiese muerto de hambre por culpa suya.
Finalmente, parecía cosa imposible que un
solo hombre atendiese a tantas cosas a la vez, y escribiese los libros que
escribió, y así después de haber extendido maravillosamente y hecho florecer en
el mundo la santa Religión, pasó de esta vida a recibir la corona de sus
inmensos trabajos.
Reflexión:
Fue tan humilde
san Gregorio el Grande, que no consentía que le llamasen, Sumo Pontífice, ni
Patriarca universal; antes tomó el título de siervo de los siervos de Dios, y
de él usó en las Letras apostólicas, y después por su imitación le han usado
todos los otros Papas que le han sucedido. Aprendamos, pues, de este gran hombre
la virtud de la humildad, que es el fundamento de la verdadera grandeza.
Oración: Señor Dios
nuestro, que llevaste el alma de tu siervo el bienaventurado Gregorio a la
eterna felicidad del paraíso, te rogamos que por su intercesión nos alivies del
peso de nuestros pecados. Por Jesucristo,
nuestro Señor. Amén.
FLOS SANCTORVM
DE LA FAMILIA CRISTIANA
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