Origen de la medalla
de San Benito
Es imposible fijar con precisión la época en que se
comenzó a usar la medalla que acabamos de describir; pero podemos determinar
las circunstancias que favorecieron su propagación y anticiparon su expresa
aprobación por la Santa Sede.
En 1647, en Nattremberg, Baviera, unas hechiceras, acusadas
de haber hecho maleficios contra los habitantes de la región, fueron
encarceladas por orden de la autoridad pública. En la instrucción del proceso,
declararon que sus supersticiosas maquinaciones siempre quedaban sin resultado
en los lugares en que la imagen de la Santa Cruz estaba suspendida, o aun
oculta en el suelo; agregaron que nunca habían podido ejercer poder alguno
sobre la abadía de Metten, de donde concluían que tal impotencia se debía a
alguna cruz que protegía aquel monasterio.
Las autoridades consultaron a los
benedictinos de Metten sobre tal particularidad. La búsqueda llevada a cabo en
la abadía permitió constatar que en las paredes había muchas representaciones
de la Santa Cruz, acompañadas con los caracteres arriba indicados. Aquellas
señales eran de épocas remotas, y hacía ya mucho tiempo que nadie les prestaba
más atención. Cumplía explicar tales caracteres, cuyo sentido se había perdido;
sólo los monjes podrían revelar la intención con que habían sido trazadas allí dichas
cruces.
Finalmente, después de muchas
investigaciones, se encontró en la biblioteca de la abadía un manuscrito. Era
un Evangeliario, notable por su encuadernación enriquecida con reliquias y
piedras preciosas, cuya primera página incluía trece versos que indicaban que
el volumen había sido escrito y adornado por orden del Abad Pedro, en el año
1415. Ese mismo manuscrito transcribía, a continuación, el libro de Rábano
Mauro sobre la Cruz, y varios dibujos a pluma, ejecutados por un monje anónimo de
Metten. Uno de los diseños representaba a San Benito, revestido con la cogulla
monástica, sosteniendo en la mano derecha un bastón terminado por una cruz.
Sobre el bastón se leía este verso:
Crux sacra sit m lux n
draco sit michi dux
De la mano izquierda del santo Patriarca
pendía una flámula con estos dos versos:
Vade retro sathana nuq
suade m vana.
Sunt mala que libas ipse
venena bibas.
(La descripción del manuscrito de
Metten fue publicada en 1721 por el docto Dom Bernardo Pez, en el tomo primero
de su Thesaunis Andedoctorum novíssimus, donde mandó grabar el diseño que
comentamos).
Así pues, ya en el siglo XV,
San Benito era representado con una cruz; y ya existían los versos cuyas
iniciales se leen hoy en la medalla. Esos versos deben haber sido, en aquella
época, objeto de una devoción particular, porque se veía la imagen de la Santa
Cruz en las paredes de la abadía de Metten, rodeada por las iniciales de cada
una de las palabras que los componen. Se debe reconocer que la
piadosa intención que había inspirado la erección de aquellas cruces había caído
en el olvido, y poco caso se había hecho del precioso Evangeliario cuya
descripción hacemos siguiendo a Dom Bernardo Pez, hasta que una circunstancia
inesperada llevó a los religiosos a buscar la interpretación de los misteriosos
caracteres. Tal incuria es más que explicable a causa de las vicisitudes
atravesadas por los monasterios alemanes más de un siglo antes, como
consecuencia de las agitaciones religiosas y políticas de que fuera teatro la
región, y que provocaron la destrucción de muchos de ellos, dejando otros en
estado próximo a la ruina.
Si ahora quisiéramos investigar en qué época se comenzó a
representar a San Benito con la Santa Cruz, podríamos descubrir algún origen de
esa costumbre en los hechos tan característicos que citamos de las vidas de San
Plácido y San Mauro, primeros fundadores de las tradiciones de la Orden. Vemos
allí que ambos realizaron sus obras milagrosas asociando al poder de la Santa
Cruz los méritos de su maestro San Benito.
Por
otro lado, un hecho narrado en la vida del Papa San Leon IX, quien gobernó a la
Iglesia de 1049 a 1054, nos traerá alguna luz para el esclarecimiento de la
cuestión. Ese
santo Pontífice, nacido en 1002, tuvo al principio el nombre de Bruno, y fue
confiado, de pequeño, al cuidado de Bertoldo, obispo de Toul. Sucedió que,
habiendo ido a visitar a sus padres al castillo de Eginsheim, en la noche del
sábado al domingo, mientras dormía en el cuarto que le habían preparado, un
sapo horrible se instaló sobre su rostro. El inmundo animal apoyaba sus patas
delanteras sobre la región de la oreja y debajo del mentón, y apretaba con fuerza
el rostro del joven, chupándole la piel. La presión y el dolor despertaron a
Bruno. Aterrado con el peligro, se levantó inmediatamente del lecho, y sacudió
con un movimiento de la mano el horrendo bicho, que pudo distinguir
perfectamente a la luz de la luna.
Al verlo, soltó un
grito de terror; acuden muchos criados, trayendo luces; pero a su llegada,
desaparece el bicho venenoso. En vano buscan su rastro: todos los esfuerzos son
inútiles. Quedó pues, la duda sobre si la aparición del monstruo había sido
real o imaginaria; pero no por ello las consecuencias de su paso fueron menos
crueles. Bruno sintió enseguida una inflamación dolorosa en el rostro, en la
garganta y en el pecho; y su estado de salud no tardó en inspirar los más vivos
temores.
Durante dos meses, sus
padres desolados rodearon su lecho, esperando cada día ver llegar su último
momento; Dios, sin embargo, que lo reservaba para la salvación de la Iglesia,
quiso poner término a su aflicción, restituyéndole la salud. Hacía ocho días
que había perdido el habla, cuando, de repente, sintiéndose totalmente
despierto, vio una escalera luminosa que partía de su cama, y atravesando la
ventana del cuarto, parecía subir hasta el cielo. Por esa escalera bajó un venerable
anciano, revestido con el hábito monástico y circundado de brillante esplendor.
Traía en la mano derecha una cruz colocada en la punta de un largo bastón. Llegado
junto al enfermo, apoyó la mano izquierda en la escalera y con la cruz que
llevaba en la derecha tocó el rostro de Bruno y luego las otras partes
inflamadas. Esos toques hicieron salir el veneno por una abertura que se formó
inmediatamente en la región de la oreja. Y dejando al enfermo ya aliviado, el
anciano se retiró, siguiendo el mismo camino por donde había venido.
En el mismo instante, Bruno llama a Adalberón, su
capellán, lo invita a sentarse en su cama y le cuenta la feliz visita que acababa
de recibir. A la desolación que reinaba en la casa, sucedió la más viva
alegría; pocos días después, la llaga había cicatrizado y Bruno gozaba de
perfecta salud. Durante todo el resto de su vida, le gustaba narrar el
milagroso acontecimiento; y el archidiácono Viberto, autor del relato que
acabamos de reproducir, atestigua que el Pontífice había reconocido, en la
persona del venerable anciano que lo había curado con el contacto de la Cruz,
al glorioso Patriarca San Benito (Mabillon, Acta Sancionan Ordinis S.
Benedicti, saeculum VI).
Tal es la narración que leemos en las Actas de San León IX, reproducidas por Dom Mabillon en su Sexto Siglo Benedictino.
Esta narración nos posibilita hacer dos conjeturas de igual verosimilitud. En primer lugar, parece correcto pensar que si San Bruno
reconoció a San Benito cuando se le apareció con la Cruz en la mano, fue porque
ya entonces se acostumbraba representar al santo legislador portando la señal
de la salvación del mundo; en segundo lugar, al haberse dado el acontecimiento referido
con un hombre destinado a una influencia tan grande, y que profesó tan alto
reconocimiento al santo Patriarca que lo había curado por medio de la Cruz,
esto forzosamente ha de haber contribuido sobre todo en Alemania, donde San
León IX pasó la mayor parte de su vida para originar o al menos confirmar la
costumbre de representar a San Benito con la Cruz, que en sus manos fuera instrumento
de tantas maravillas.
El manuscrito de la abadía de Metten es uno
de los documentos de esa práctica, y los versos que acompañaban la efigie del
santo Patriarca no eran simplemente obra ignorada del copista, sino una fórmula
ya honrada por cierta celebridad, puesto que sólo las iniciales de cada una de
las palabras que los componen se hallaban pintadas en diversos lugares de la
abadía de Metten, alrededor de la imagen de la Cruz; y eso desde un tiempo tan
remoto que, en 1647, ya se había perdido el significado de los caracteres.
El suceso de Nattremberg despertó la devoción de los pueblos
a San Benito representado con la Santa Cruz. Desde entonces la piedad comenzó a
multiplicar y propagar los augustos símbolos que se encuentran reunidos en la
medalla, a fin de que los fieles pudieran gozar de la protección prometida a
los que veneraran la Santa Cruz en unión con el santo Patriarca de los Monjes
de Occidente. Al instrumento de la salvación y a la efigie de San Benito se
unieron los caracteres cuya explicación se encontraba en el manuscrito de Metten.
De Alemania, donde se acuñó primeramente, la medalla, considerada por los
fieles como una defensa segura contra los espíritus infernales, se difundió con
rapidez por toda la Europa católica. San Vicente de Paul, fallecido en 1660,
parece haberla conocido, pues todas las Hermanas de la Caridad desde tiempos
inmemoriales la traen en su rosario, y durante muchos años, en Francia, la
medalla se acuñó exclusivamente para el uso de estas religiosas.
Dom Prosper Guéranger
O.S.B.
Abad de Solesmes
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