Celebra hoy la Iglesia el oficio, y hace como la fiesta
de la Epifanía, para disponer los fieles con un modo particular a la celebración
de este gran misterio, y para darles con esta festividad preparatoria una idea más
alta de la solemnidad de mañana.
Lo que singularmente hizo más
célebre en la Iglesia esta vigilia, fue el bautismo
de los catecúmenos, cuya ceremonia se hacia esta noche en el Oriente con mayor
pompa y con más solemne aparato, que se ejecutaba en el Occidente la vigilia de
pascua de Pentecostés. Se encendía esta noche un gran número de lámparas, de
velas y de hachas; el pueblo la pasaba toda en la iglesia, dedicado a
ejercicios de lección y de oración.
Habiéndose mudado la costumbre de
las vigilias nocturnas, se trasladó esta fiesta al
dia precedente, con el oficio y con parte de las ceremonias. Se dispensó
en el ayuno, que siempre servía de preparación a las mayores solemnidades, en
atención a que esto dia estaba comprendido entre Navidad y Reyes, cuyo tiempo
se consideraba como una fiesta continuada: dice el concilio Turonense: porque el ayuno siempre debe ir acompañado de luto y de
tristeza, y la fiesta está pidiendo gala y alegría.
No contribuía poco a esta misma
solemnidad la bendición de las aguas que llaman saludables;
la cual se hacía tal noche como esta para bautizar a los catecúmenos. Y es que la Iglesia, siguiendo una tradición antiquísima, siempre
hacia memoria del bautismo de Jesucristo en el mismo dia de la Epifanía.
San Juan Crisóstomo dice en un sermón que los fieles de su tiempo, aun los que ya estaban
bautizados, tenían la devoción de lavarse con estas aguas, como santificadas
por la bendición de la Iglesia, y de llevarlas a sus casas. A la media noche de
esta solemne fiesta, dice
este padre, todos los fieles, después de haberse
lavado con las aguas saludables, que por la bendición de la Iglesia están como
revestidas de la virtud de aquellas que consagró con el bautismo el Salvador
del mundo, las llevan a sus casas, y las guardan dos y tres años, conservándose
tan claras y tan puras como si acabaran de salir de la fuente.
Aunque los Orientales incurrieron
después en una infinidad de errores, y casi todos están divididos por el cisma
y por la herejía, se observa que casi todos han
conservado esta ceremonia. Cada territorio bendice el rio que le baña con
largas oraciones y preces, y después concurre un inmenso gentío de todas
condiciones y estados a meterse en él, como para renovar su bautismo en memoria
del de Jesucristo. Esta ceremonia se observó también por algún tiempo en las
iglesias de África, como lo prueba el milagro que hizo san Eugenio, obispo de Cartago, curando a un ciego la vigilia de la Epifanía,
durante la bendición de las aguas bautismales, en presencia de todo el pueblo
que asistía a los solemnes oficios de la noche.
La Iglesia latina no siguió la
misma costumbre, teniendo por más conveniente practicar la ceremonia de
bendecir las aguas bautismales en la vigilia de Pascua y de Pentecostés; pero
con todo eso celebró siempre la vigilia de la
Epifanía con tanta solemnidad, que aun en las vísperas del dia precedente hace
memoria de ella, como de fiesta muy particular.
Aunque por justos motivos suprimió la Iglesia el estilo de pasar en oración las
noches de las vigilias, llamadas así porque en ellas se velaba y no se dormía,
preparándose los fieles de esta manera para celebrar la fiesta del dia
subsiguiente, no por esto les dispensó de esta preparación. Con este
espíritu quiere que se ayune en las más de las vigilias; y aunque en la de hoy
dispensa el ayuno por la razón que llevamos insinuada, no es su ánimo dispensar
en las otras buenas obras que deben acompañarle; antes
desea que esta mortificación se supla con el ejercicio de una devoción más
fervorosa.
Es
error pensar que las fiestas no son más que días de descanso, y es mayor error
imaginarlas como días que se deben dedicar a profanas diversiones. Cesase en
ellas, es verdad, de toda obra servil; pero es únicamente para que nos
entreguemos con mayor desembarazo a las sagradas, las que inmediatamente se dirigen
al mayor bien de nuestras almas. Los días de fiesta son días de alegría, no lo
niego; pero de una alegría toda espiritual y toda santa.
También es cierto que en los
primitivos tiempos de la Iglesia se estilaban muchos festines y convites en los
días de fiesta. ¿Pero qué convites, y qué festines?
Aquellos, dice Tertuliano, en que reinaba la frugalidad, se servía la templanza, y
se hacía ostentación de la piedad; festines que instituía la caridad, y
alentaba la religión, para contraponerlos a los escandalosos excesos de los
paganos. Su mayor aparato era la modestia, llamábanse caridades, porque todo el
gasto que se hacía era principalmente en obsequio de los pobres. Los gastos que
se hacen en obsequio de la caridad no son gastos, que son lucros; se emplean aquellos
no tanto en el regalo de los ricos, como en el refrigerio de los pobres.
Así se explica Tertuliano. Y pregunto: ¿pudiera
explicarse así, si hablara de los festines y de los convites que en los días de
fiesta se suelen hacer en nuestros tiempos?
Cada dia se ve que todo lo que es conforme a
la inclinación de nuestros sentidos, por santo que sea en su primitiva
institución, presto degenera en reprensibles excesos. Aquellos
convites de la caridad y de la religión, degeneraron ya en banquetes de la
vanidad, y no pocas veces del desorden. Hácense grandes gastos para contentar
la gula de los ricos, no para satisfacer la necesidad de los pobres. ¿Y cuántas veces, a costa del sudor, y aun del crédito de
los pobres, banquetean tiranamente los ricos? Entre
los fieles no debiera haber convite en que no fuesen los pobres los primeros
convidados.
Es
probable que la costumbre de echar rey en este dia sea muy antigua, y también
muy loable en su principio. Quizá se introduciría para que, en cada casa, en
cada familia hubiese uno que, con el nombre de rey, a imitación de los Magos,
se esmerase en adorar y reverenciar el dia de mañana a Jesucristo. Hace verosímil
esta conjetura el no descubrirse rastro de superstición en esta costumbre, y el
contar que siempre la practicaron las familias más piadosas y arregladas. Pero el tiempo todo lo vicia, siendo cierto que las
costumbres más honestas y más santas degeneran en reprensibles excesos, pasando
a ser usos ilícitos y licenciosos por la depravada corrupción del corazón
humano.
AÑO CRISTIANO
POR EL P. J. CROISSET,
de la Compañía de Jesús. (1864).
No hay comentarios.:
Publicar un comentario