El muy grande y
santísimo pontífice León, primero de este nombre, fue romano de nacimiento, e
hijo de Quinciano, originario de Toscana.
Siendo
aún acólito, llevó a los obispos de África las Letras apostólicas del papa
Zósimo, que condenaba a los heresiarcas Pelagio y Celestio, y con esta ocasión
trabó amistad con san Agustín: y cuando fue ordenado diácono, el papa san Celestino
le hizo su secretario.
Le mandó después Sixto III a las Galias, donde
compuso ciertas diferencias muy graves que había entre Accio y Alvino,
generales del ejército romano, y que amenazaban la ruina del imperio; y como en
esta sazón muriese el papa, fue León recibido en Roma con grandes aplausos, y reverenciado
como vicario de Cristo en la silla de san Pedro.
En aquel tiempo muchos herejes maniqueos, donatistas, arríanos
y priscilianistas inficionaban la Iglesia del Señor, y en Oriente las herejías de
Néstorio, de Eutiques y Dióscoro procuraban turbar y oscurecer la fe católica: más
el santo pontífice arrancó estas malezas del campo de la Iglesia, desterrando a
los maniqueos de toda la cristiandad, y condenando al hereje Juliano, cabeza de
los pelagianos, (el cual murió de mala muerte en país remoto), y convenciendo a los priscilianistas de España, con las
epístolas que envió a los obispos españoles.
Y para acabar de una vez con los errores y
herejías de Oriente, procuró con gran fuerza y eficacia que se celebrase el
concilio Calcedonense, en el cual hubo seiscientos y treinta obispos; y que
estando presentes sus legados, fuesen condenados en él Eutiques y Dióscoro, y
establecida la santa fe católica.
En tiempo de san León,
por los pecados del mundo hubo grandes calamidades, porque Atila, rey de los
hunos, que se llamaba Azote de Dios, entrando ya por Italia, arruinando y
abrasando todo lo que hallaba, determinó con su ejército copiosísimo acometer a
Roma, y destruirla y hacerse señor de Italia. Entonces el santo pontífice León,
armado de espíritu del cielo, salió al encuentro de Atila, vestido de pontifical,
y estando todo el senado de Roma postrado delante del rey bárbaro, le habló con
tanta gravedad, prudencia y elocuencia que le persuadió a no pasar adelante, y dejar
aquel mal intento y salir de Italia.
Y cuando algunos años
después Genserico, rey de los vándalos entró en Roma, mandó a ruegos del santo pontífice,
que no se quemase la ciudad, ni matasen a nadie, ni saqueasen las principales
iglesias.
Finalmente después de haber rescatado el santo Papa a muchos cautivos,
y reparado los templos, y dejado con sus muchas y buenas obras muy floreciente
la cristiandad, a los setenta años de su vida, y veintiún años de su pontificado,
pasó a recibir la corona inmortal de sus altos merecimientos en la eterna
bienaventuranza.
Reflexión: Cuando este
gran pontífice se vio en la cátedra de san Pedro, dijo llorando en su sermón al
pueblo: «Señor, yo oí vuestra voz y temí; consideré vuestras obras y
espánteme: porque ¿qué cosa hay tan insólita y nueva y tanto para temer como el
trabajo al flaco, la alteza al bajo, y la dignidad al que no la merece? »
Y porque es tan grave
el peso de las dignidades de la Iglesia, nunca hemos de olvidarnos de
encomendar a nuestro Señor así al sumo pontífice como a los demás obispos y
prelados para que iluminados por la gracia de Jesucristo guíen seguramente su
rebaño por el camino de la eterna salvación.
Oración:
Te suplicamos,
Señor, que oigas benignamente las
súplicas que te hacemos en la festividad del bienaventurado León, tu confesor y
pontífice, y que nos perdones nuestros pecados por los merecimientos de aquél
que mereció servirte dignamente. Por Jesucristo,
nuestro Señor. Amén.
FLOS SANCTORVM
DE LA FAMILIA CRISTIANA.
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