El glorioso san Benito
de Palermo, que se llama comúnmente el Santo Negro, porque era de este color a semejanza de los etíopes, nació en la
aldea llamada San Filadelfo del obispado de Messana, de padres moros de linaje,
pero que profesaban la ley cristiana.
Mozo era todavía cuando para seguir el
llamamiento del Señor vendió su hacienda, repartió el precio de ella a los pobres
y se retiró a una soledad, juntándose con unos varones piadosos que por
concesión apostólica vivían allí debajo de la regla de san Francisco de Asís.
Perseveró en esta vida
santa y penitente por espacio de cuarenta años, hasta que el Papa Pío IV,
ordenó que aquellos solitarios que habían profesado el instituto de san
Francisco se agregasen a una de las órdenes religiosas aprobadas por decretos
pontificios.
Entonces se retiró san Benito a Palermo, en
el convento de Menores Observantes de santa María de Jesús, y allí resplandeció
a los ojos de sus religiosos hermanos como un acabado ejemplar de todas las
virtudes.
Se ejercitaba con singular
gozo en los oficios más bajos y humildes: ayunaba constantemente las siete
cuaresmas anuales prescritas por el patriarca san Francisco; su cama era la tierra
desnuda, su sueño breve, su hábito el más raído y desechado, extremado su amor
a la pobreza, angelical su castidad y recato, su oración continua, porque en todas
las cosas no buscaba sino a Dios, no deseaba sino a Dios, y en cuya presencia
estaba, y a quien hablaba con dulces lágrimas y amorosos suspiros del alma.
Le hicieron prelado del mismo convento de
santa María de Jesús, y aunque era lego y hombre sin letras, gobernó con tanta
prudencia, caridad y gracia del Señor aquella comunidad, que llevó adelante con
gran conformidad de toda la reforma y estrictísima observancia de su Regla.
A todos sus religiosos
animaba el santo con sus heroicas virtudes, y con la suavidad de su gobierno,
de manera que aquel convento no parecía sino una morada de santos que hacían en
ella vida de ángeles.
Finalmente, habiendo profetizado el día y hora
en que el Señor quería llevarle para sí, recibió con grande fervor los
sacramentos de la Iglesia y entregó su purísima alma al Creador, a la edad de
sesenta y tres años.
Su sagrado cuerpo se
conserva entero, y despidiendo suave olor, en la ciudad de Palermo, donde
empezó a ser solemnemente venerado. Su culto se extendió después no sólo por
toda Sicilia, sino también por España, Portugal, Brasil, Méjico y Perú, hasta
que en 1807 el Papa Pío VII le puso en el catálogo de los santos.
*
Reflexión: ¡Un santo negro! ¡Un alma hermosísima en un cuerpo feo!, ¡un corazón precioso,
morada del Señor de los ángeles en un hombre de raza mora y parecido a los etíopes!
¡Ah!, ¡y qué poco repara nuestro Señor en estas cosas de que se avergüenza y deshonran los hombres!
¿Qué importa que el
cuerpo corruptible y mortal sea feo o hermoso, con tal que el alma conserve la
imagen y semejanza de Dios? Esta es la belleza
inmarcesible que debemos desear y procurar, porque así como el alma muerta por
el pecado es asquerosa como un cadáver podrido, horrible como un demonio, y tan
horrorosa, que si se apareciese como es, mataría de espanto a los que la viesen;
así el alma santificada por la gracia divina es más bella que el sol,
hermosísima como un ángel y tan semejante al ser Divino, que, si la viésemos
con nuestros ojos, la tomaríamos por retrato del mismo Dios.
Oración:
Oye, Señor, las súplicas que te hacemos en la solemnidad del
bienaventurado Benito, tu confesor, para que los que no confiamos en nuestras
virtudes, seamos ayudados por los ruegos de aquel santo que fue de tu agrado. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.
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