— Si el leer vidas de los santos es, como decía san Felipe Neri y enseñan todos los maestros de espíritu, un medio poderoso para conservar la piedad, mucho más útil debe de ser la lectura de las victorias de los santos mártires, que en medio de los más atroces tormentos hicieron a su Dios el sacrificio de su vida. Así pues, antes de entrar en la narración de sus victorias particulares, consideraremos para nuestro provecho las principales virtudes en que descollaron durante sus combates.
VIRTUDES
EJERCITADAS POR LOS SANTOS MARTIRES EN SUS
LUCHAS
COSTRA SUS PERSEGUIDORES.
—Es
indudable que los mártires alcanzaron sus coronas principalmente por la virtud
de la gracia a ellos concedida por Jesucristo, la cual les infundió valor para despreciar
todas las promesas y amenazas de los tiranos, y para soportar los tormentos
hasta consumar entre ellos el sacrificio de sus vidas. Así que, todos sus
méritos, como escribe san Agustín, fueron dones de la gracia que Dios les
dispensó por su bondad. Pero también es cierto, y es de fe, que los santos
mártires cooperaron también por su parte a la gracia en el logro de la
victoria, contra lo que sacrílegamente propalan los impíos novadores, diciendo
que todas las culpas de los malos, y todas las obras buenas de los santos son
hechas por la necesidad. Mas esta impostura les es también desmentida por el mismo
san Agustín, el cual dice que si esto fuese verdad no habría justicia ni en los
premios ni en las penas: Sive autem iniquitas, sive justitia, si in potestate non
esset, nullum proemium, nulla poena justa esset (S.Aug., lib. 12, contra
Faust. cap. 78).
—
Grandes pues fueron los méritos de los mártires, porque grandes fueron y
heroicas las virtudes que desplegaron en su martirio, cuya descripción haremos aquí
en pocas palabras para imitarles nosotros en las tribulaciones de nuestra vida.
En primer
lugar los santos mártires tenían firmemente arraigados en su corazón todos los
dogmas que enseña la Religión cristiana. En los primeros siglos de la lglesia
dos eran las falsas religiones que principalmente combatían contra nuestra
Religión cristiana: la de los gentiles y la de los judíos.
La de los gentiles, o politeísmo que adoraba muchas divinidades, dejaba traslucir por
sí misma su falsedad; pues que bajo el dominio de diversos soberanos el mundo
no hubiera podido conservarse con aquel orden tan regular y estable como le
vemos aun que se conserva después de tantos siglos. Esta verdad la manifiesta claramente
la misma razón natural: Omne regnum in seipsum divisum desolabitur —Todo reino dividido
contra sí mismo es asolado. (Luc.
11,17).
A más de que las mismas imposturas que
propalaban los sacerdotes idólatras demostraban a toda luz la falsedad de sus
deidades, pintándolas como dechado de todas las virtudes y de todos los vicios
en sus obras. Y esto era lo que echaban
en cara a sus tiranos los santos mártires, cuando aquellos les exhortaban a que
sacrificasen a sus ídolos: ¿Cómo podemos nosotros, decían, adorar a vuestros dioses,
si en vez de darnos ejemplos de virtud, no nos han dado sino ejemplos de
vicios, hasta de los más abominables?
—
La religión de
los Judíos, aunque en algún tiempo haya
sido santa y revelada por Dios, no obstante en aquel entonces era claramente
reprobada y falsa. Pues que en las mismas Escrituras que estos habían recibido
de Dios, y que tan cuidadosamente habían guardado y trasmitido hasta nosotros,
estaba escrito y predicho que en un tiempo determinado debía venir a la tierra
el Hijo de Dios a hacerse hombre y morir por la salud del mundo, y que los
mismos Judíos habían de hacerle morir en cruz, como realmente habían hecho; y
en castigo después de esta impiedad, debían ser desterrados de su propio reino,
y privados de rey, de templo y de patria, habían de vagar dispersos y perdidos
por toda la tierra, odiados y aborrecidos de todas las naciones. Todo lo cual, después
de la muerte del Salvador se vio verificado tan distintamente como estaba
predicho.
—
Y lo que daba más carácter de certitud a
la verdad de la fe era la conversión del nuevo pueblo gentil, que se leía
profetizada en las mismas divinas Escrituras, y que se veía ya cumplido desde
el tiempo en que los Apóstoles diseminados por el mundo, promulgaron la nueva
ley predicada por Jesucristo, en lo cual aparecía visible la protección de Dios
sobre la Religión cristiana, pues de lo contrario, sin la intervención de la
Divinidad, ¿cómo hubieran podido unos infelices
pescadores o publícanos, como eran los Apóstoles, hombres sin letras, sin dinero,
sin poderosos protectores, antes bien perseguidos de los príncipes y
magistrados, inducir a tantos cristianos a renunciar sus dignidades y honores,
y dar valerosamente la vida entre los más fieros tormentos que supo inventar el
poder y la crueldad de los tiranos?
—
Pero el mayor portento consistió después en ver abrazada por tantos gentiles una
religión tan difícil de ser creída, y más difícil aun de ser practicada.
Difícil de ser creída por
el entendimiento, porque enseña misterios superiores a nuestra razón, como la
Trinidad de un solo Dios en tres distintas personas, las cuales tienen una sola
naturaleza, un poder y una voluntad; el misterio de la Encamación del Hijo de
Dios que vino a morir en la tierra por la salud de los hombres, a más de muchos
otros artículos sobre el pecado original, la espiritualidad é inmortalidad del
alma, los santos Sacramentos, y en especial el Sacramento de la Eucaristía.
Difícil además de practicarse por parte de
la voluntad, porque sus preceptos son del todo opuestos a las inclinaciones de
la naturaleza corrompida por el pecado, y repugnante al desenfreno de
costumbres practicado por los infieles, acostumbrados a segundar sus pasiones y
satisfacer los placeres de los sentidos; y esto no obstante, vióse abrazada la
Religión cristiana por tantos y tan distintos pueblos.
De
este consentimiento unánime de las naciones sacaba argumentos san Agustín para
probar la verdad de nuestra lglesia, cuando decía, que si no hubiese Dios con su gracia
omnipotente iluminado tantos pueblos, cultos y bárbaros, doctos e ignorantes,
nobles y plebeyos que estaban ciegos y vivían sumergidos en las tenebrosas
supersticiones de su país, educados y embebidos de máximas enteramente contrarias
a la fe, ¿cómo hubieran podido abrazarla?
— A más de la divina luz, muchos otros
excitativos tenían las gentes para abrazar y tenerse firmes en la Religión cristiana.
Mucho cooperaron a esto los milagros, porque durante el tiempo de la
predicación de los Apóstoles el Señor hacia que abundasen los milagros en
testimonio de la fe, como escribe san Marcos (cap. 16,20): Proedicaverunt ubique, Domino cooperante, et sermonen confirmante,
sequentibus signis. Es
indudable que mucho cooperaron a la conversión del mundo los estupendos
milagros obrados por los Apóstoles y por sus discípulos.
En vano clamoreaban los idólatras, diciendo que aquellos prodigios
eran obrados por arte de magia; pues nadie dejaba de conocer que Dios no hubiera
nunca podido permitirlos si hubiesen debido servir para confirmar obras diabólicas,
o alguna falsa religión. Así que la prueba de los milagros era una prueba
divina demasiado cierta, con la cual el Señor confirmaba la Religión cristiana
y la fe de los creyentes.
— Era además confirmada y robustecida la fe
con la constancia de los mártires de todo sexo, edad y condición, hombres,
mujeres, viejos, jóvenes, nobles, plebeyos, ricos, pobres, doctos, ignorantes,
casados, y vírgenes: con el portento de ver a todos estos renunciar a su patria, a
sus padres, a sus destinos, a toda su fortuna e intereses para abrazar con
azotes, con ecúleos, con garfios ardientes, y con las más horribles muertes, y
no solo con fortaleza, sino con resolución y hasta con júbilo a Dios que les
hacía padecer y morir por su amor.
Confesaba san Justino que esta constancia de los mártires
le había servido de poderoso estímulo para abrazar la fe de Cristo.
— Lo que daba también grande intrepidez a los mártires para sufrir todo
género de tormentos era el deseo de volar presto a unirse con su Dios y gozar
de las promesas hechas por Jesucristo: Beati estis cum maledixerint vobis, et persecuti vos
fuerint... gaudete, et exultóte, quoniam merces vestra copiosa est in coelis -
Bienaventurados seréis cuando os injurien, y os persigan... Alegraos y
exultaos, porque vuestra recompensa es en los cielos (Mat., 5, 11-12).
Omnis ergo
qui confitebitur me coram hominibus, confítebor et ego eum coram Patre meo, qui
in coelis est - A cualquiera que me reconozca delante de los hombres, yo lo reconoceré ante mi Padre que
está en los cielos. (Mat. 5, 10, 32).
—Pero
sobre todo lo que infundía más valor y deseo de morir a los santos mártires era
el amor ardiente que tenían a Jesucristo Rey de los mártires, como llama san Agustín,
el cual quiso morir de dolor y sin amparo en una cruz por el amor que nos ha
tenido, como nos lo asegura san Pablo: Dilexit nos, et tradidit semetipsum pro nobis - Nos amó y
se entregó a sí mismo por nosotros. (Ef., 5, 2). Y este amor les hacía caminar con alegría a
padecer y morir por Jesucristo, de modo que no contentos de la pena que sufrían
rogaban y desafiaban a los verdugos y tiranos á que aumentasen sus tormentos, para
mostrarse así más vivamente agradecidos a un Dios muerto por su amor.
—
De ahí vino, como escribe san Justino
mártir, que por espacio de tres siglos se llenó la tierra de cristianos y de
mártires, por lo cual escribe el santo en su diálogo con Trifon (núm. 42): « No hay nación
alguna, griega, ó bárbara en la que no se ofrezcan votos y acciones de gracias
al Criador del universo en nombre de Jesucristo. »
Así
mismo atestigua san Ireneo (lib. contr. Hoeres.) que en su tiempo la fe de Jesucristo
estaba diseminada por todo el globo de la tierra. Plinio
en su célebre carta al emperador Trajano escribe que la fe cristiana se había
extendido de tal manera, que los templos de los dioses se hallaban desiertos, y
ya no se veían ofrecer víctimas a los ídolos. A más, Tiberiano escribe al mismo
Trajano que no era conveniente dar la muerte a todos los cristianos, pues que
el número de los que deseaban morir era innumerable.
— Por lo cual decía después san Clemente Alejandrino que si Dios mismo no
hubiese sostenido la fe de los cristianos ¿cómo hubiera esta podido subsistir contra
la fuerza de tantos filósofos que procuraban oscurecerla con sus sofismas, y
contra la violencia de tantos reyes y emperadores que emplearon todo su poder
para aterrarla?
Más
la fe, en vez de menguar con la muerte de los mártires, iba creciendo como
escribe Tertuliano en su Apologético (cap. 51): « Crece el número de nuestros hermanos, cuanto
más nos diezmáis: la sangre de los cristianos es una especie de semilla. »
Decía semilla, porque en realidad la
sangre de los mártires era lo que hacía multiplicar los fieles. Esta verdad
daba valor a Tertuliano para echar en cara a los tiranos, que mientras ellos
agitaban todos sus esfuerzos para extinguir a los Discípulos de Cristo, estos
lo llenaban todo; las plazas, el foro, el senado. A este propósito escribe también Orígenes (lib. 4, de Princip., tom. 1,
cap. 1): «Es ciertamente cosa digna de notarse como
en tan breve tiempo, con los martirios y con las muertes se haya aumentado
tanto la república cristiana... de tal manera que los Griegos y los bárbaros, y
los sabios y los ignorantes la abrazan espontáneamente, de lo cual debemos
concluir sin réplica, que en esto interviene una fuerza superior a la de los
hombres. »
—
Ya cerca de dos siglos antes decía Tertuliano, que todas las gentes, universo,
naciones, habían abrazado la fe de Jesucristo; y nombraba «los Partos,
los Medos, los Elamitas, los habitantes de la Mesopotamia, de la Armenia, de la
Frigia, de la Capadocia del Ponto, del Asia, de la Panfilia, del Egipto, de la
Cirenaica, de la Palestina, los Getulos, los confines de la Mauritania, las dos
Hesperias, las naciones de la Galia, la Bretaña, los Sármatas, los Dacios, los
Scitas, y muchas naciones, provincias e islas remotas.» (Tert., Apol., 1
et 37, et ad Scap., 2.)
Arnobio
que murió cien años después de Tertuliano (lib. 2) nombró entre los pueblos
convertidos a la fe « los Indios, los Serios, los Persas, los Medos, la
Arabia, la Siria, la Galacia, la Acaya, la Macedonia, el Epiro, todas las islas
y provincias, en donde nace el sol, y en donde se pone. » a más de
las otras regiones designadas por Tertuliano.
San Atanasio,
medio siglo después, añadía, escribiendo al emperador Joviano (lib, de
lncarn.): «Sabed
que esta fe, predicada desde un principio, y reconocida por los Padres del
concilio Niceno, es seguida por todas las Iglesias del mundo, en España, en
Inglaterra, en las Galias, en toda la Italia, en la Dalmacia, en la Dacia, en
la Mísia, en la Macedonia, en toda la Grecia, en toda el África, en Cerdeña, en
Chipre, en Creta, en la Panfilia, en la Licia, en la Isauria, en el Egipto, en
la Libia, en el Ponto, en la Capadocia. Y se han de añadir a este número todas
las Iglesias vecinas, así como las de Oriente, a excepción de un corto número
que pertenecen a la secta arriana.»
— Por manera que al fin de las diez persecuciones de los emperadores romanos,
que reinaron por espacio de doscientos años, comenzando por la de Nerón, se
bailó que la mayor parte de los hombres habiendo abandonado las fementidas
deidades, habían abrazado la fe cristiana, hasta que por fin, después de tantos
combates y tormentas, se dignó Dios conceder la paz a su Iglesia por medio del
grande Constantino, el cual, habiendo vencido a Majencio y á Liciano con la
visible protección del Cielo, pues según Eusebio refiere, en los campos en que
aparecía el Lábaro (esto es la señal de la cruz)
los enemigos o huían o se entregaban; establecida ya la paz, vedó a los
gentiles que sacrificasen a los ídolos, y mandó levantar templos magníficos en
honor de Jesucristo. ¡Oh! cuán bella, cuán radiante
de gloria apareció entonces la Iglesia! Con cuánto honor y aumento fue
engrandecida!
Y cuánta fue la alegría
de los fieles! Cesaron entonces todas las negras calumnias que les habían
puesto los idólatras.
Se vieron en aquella época
ciudades y pueblos enteros convertirse a la fe, derribar con sus propias manos sus
ídolos y sus antiguos templos, y levantar nuevos altares al verdadero Dios. Mas
el celo del magnánimo emperador Constantino no se limitó a su solo imperio,
procuró propagar la religión a la Persia y a otras naciones bárbaras, a las
cuales, después de haberlas vencido no concedía la paz sino bajo la condición
de hacerse cristianas.
Todo
esto puede leerse en Eusebio (Vita Const. et Socr., lib. 1. Cap., 18).
— Verdad es que los
herejes posteriormente y en distintas épocas han causado notables descalabros a
la Iglesia, pero la mano del Señor no se ha agotado. Escritores de primer orden
refieren en estos últimos tiempos muchas conquistas hechas en favor de la
Iglesia, así de herejes como de paganos.
Escribe un erudito autor que no ha mucho
tiempo en Transilvania se convirtieron diez mil arrianos. En los Estados del
rey de Prusia se han levantado nuevas iglesias. En Dinamarca se ha dado a todos
libertad para abrazar nuestra católica Religión. También se refiere el feliz éxito
que han tenido las misiones en los reinos de Inglaterra; además de haberse sabido
por conductos fidedignos que en Oriente, y aun en la sola ciudad de Alepo en la
Siria más de cuarenta mil herejes armenios, melquitas y sirios se han unido a la
comunión romana, y que cada día, tanto en la Siria como en la Palestina y en el
Egipto se hacen de ellos nuevas y copiosas adquisiciones; que en la Caldea los católicos
hanse aumentado de nuestros días en muchos millares; que algunos obispos
Nestorianos en pocos años se han unido a nuestra comunión, y por último que en este
siglo se ha convertido un buen número de gentiles en la India y en la China.
— Pero volvamos a nuestras
consideraciones sobre los mártires. Ya muchos millones de ellos había subido al
cielo en tiempo de Constantino. Calculan los autores que el número de los mártires
que acabaron su vida en los tormentos por la fe, llega muy cerca de once
millones de modo que hecha la distribución, vienen a tocar treinta mil por día.
—
¡Oh! cuán hermosa y abundante cosecha de
santos mártires hizo entonces el Paraíso! Pero, ¡oh Dios! cuál será en el día
del juicio la confusión de los tiranos y de todos los perseguidores de la fe a
la vista de los mártires, por ellos un día tan escarnecidos y bárbaramente sacrificados,
cuando comparecerán brillantes de gloría, cantando celestes himnos a la
grandeza de Dios, y armados con espadas para vindicarse de tantas injurias y
crueldades como de ellos recibieron! Así lo predijo David: Exaltationes Dei in
gutture eorum et gladii concipites in manibus eorum. Ad faciendum vendictam in
nationibus increpationes in populis. Ad alligandos reges eorum in compedibus et
nobiles eorum in manicis ferreis. Sí, porque entonces por el poder
de juzgar que habrá concedido Dios a los mártires, condenarán estos a los
Nerones, a los Domicianos, a todos sus enemigos a ser arrojados al llanto eterno
en las profundidades infernales, según aquel pasaje de Mateo (cap. 22, v. 13): “Ligatis manibus et pedibus, mittite in tenebras
exteriores, ibi erit fletus et stridor dentium. Atenlos de pies y manos, y arrójenlo
afuera, a las tinieblas. Allí habrá llanto y rechinar de dientes”.
—
Y juntamente, cuál será, ¡ay de mí, en aquel día de
justicia la desesperación de tantos cristianos muertos en pecado, al ver tantos
mártires que por no perder a Dios prefirieron ser despojados de todo, y sufrir
los más fieros tormentos y las muertes más inhumanas que supo inventar la
crueldad de los tiranos, y que ellos, por no ceder de un vano punto de honra, o
para ganar un interés vil, o por no abstenerse de un placer grosero
despreciaron la divina gracia, y por esto se perdieron para siempre!
“TRIUNFO DE LOS MARTIRES”
Por San Alfonso María de Ligorio.
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