Después de haber descripto la medalla de San
Benito y narrado su origen, expliquemos ahora cuál es su uso y el socorro que
puede proporcionarnos. No ignoramos que en este siglo mucha gente
considera que el demonio es más bien un ser imaginario y no real; y así, puede
parecer extraño que se acuñe y se bendiga una medalla, empleada como protección
contra los ataques del espíritu maligno.
Sin
embargo, las
Sagradas Escrituras nos ofrecen innumerables pasajes que dan una idea del poder
y la actividad de los demonios, así como de los peligros de alma y cuerpo a que
estamos continuamente expuestos por efecto de sus celadas. Para
aniquilar su poder no basta ignorar a los demonios y sonreír cuando se oye
hablar de sus operaciones. No por eso dejará de continuar el aire siempre lleno
de legiones de espíritus de malicias, conforme enseña San Pablo; y si Dios no
nos protegiese, aunque casi siempre sin que lo sintamos, por el ministerio de los
Santos Ángeles, sería para nosotros imposible evitar las innumerables celadas
de estos enemigos de toda criatura de Dios. No hay por qué insistir más
sobre este punto, pues vemos reaparecer en nuestros días las prácticas imprudentes
y culpables, usadas otrora por los paganos, a través de las cuales un espíritu
maléfico y engañador viene a dar la respuesta esperada; así como las
evocaciones de difuntos, los oráculos y otros prodigios con que satanás conservó
tantos siglos a los hombres esclavizados bajo su yugo.
Ahora bien, el poder de la Santa Cruz contra satanás y sus
legiones es tal, que la podemos considerar un escudo invencible que nos hace
invulnerables a sus flechas. El mismo
Salvador nos presenta, como figura de su Cruz, la serpiente de bronce que Moisés
levantó en el desierto a fin de curar las picaduras de las serpientes de fuego (Jn. 3,14).
La señal
trazada por los israelitas sobre las puertas de sus casas con la sangre del
cordero pascual los preservó de la temible visita del Ángel exterminador (Ex.
12,13). El
profeta Ezequiel designa como elegidos de Dios a aquellos que lleven impreso en
la frente el Tau (Ez 9,4);
y es ésa la
señal que San Juan llama, en el Apocalipsis, la señal del Cordero (Ap.
9,4).
Parece que hasta los paganos
tenían noción del poder que un día habría de ejercer esta señal sagrada en
contra de los demonios; pues
cuando se demolió en Alejandría el templo de Serapis, en el reinado de
Teodosio, se halló grabado en sus cimientos el Tau, imagen de la Cruz, venerado por los gentiles como símbolo de
la vida futura; y los mismos adoradores de Serapis decían que según una
tradición muy difundida entre ellos, la idolatría tendría fin cuando aquel
símbolo se manifestara en pleno día.
La historia nos enseña que, más de una vez,
los misterios paganos perdieron su fuerza a causa de la señal de la Cruz hecha por
un cristiano, oculto entre la multitud. Y según afirma Tertuliano en su Apologética, hubo
hasta infieles que llegaban a recurrir a aquella misteriosa señal contra los
maleficios e insultos de los demonios, dando así testimonio de las maravillas
que los cristianos obraban por medio de la Cruz. San Agustín atestigua que todavía en su época se daban hechos
semejantes, y eso, decía, “no debe asombrarnos.
Son, es verdad, personas ajenas a nosotros, que todavía no se alistaron en
nuestra milicia, pero es el poder del soberano Rey el que se manifiesta en
tales ocasiones”.
Después
del triunfo de la Iglesia, el gran doctor San Atanasio, así expresaba su
convicción y sus esperanzas respecto de tan importante virtud: “La señal de la Cruz, decía, tiene la virtud de confundir todos
los grandes secretos de la magia, y de reducir a la nada sus funestos hechizos.
Quien quiera, ¡experiméntelo! Emplee, contra los prodigios de los demonios, de
la magia, de la impostura de los oráculos, la señal de la Cruz; invoque el
santo Nombre de Cristo, y verá por sí mismo el terror con el que huyen los
demonios a la vista de aquella señal y de aquel Nombre, cómo se callan sus
oráculos y pierden su valor la magia y sus filtros”.
Ese poder de la Cruz es pues
una verdad histórica y al mismo tiempo un dogma de nuestra religión; si
no la invocamos frecuentemente, y si no recibimos su socorro, sólo debe atribuirse
a la debilidad de nuestra fe. Por todos lados nos
rodean las celadas de satán; estamos continuamente expuestos a peligros para el
alma y el cuerpo; a ejemplo, pues, de los primeros cristianos, armémonos más a
menudo con la señal de la Cruz. Reaparezca la Cruz para protegernos en nuestros
campos y ciudades, en el interior de nuestros hogares como en los lugares
públicos, en nuestro pecho como en nuestro corazón.
Aplicando estas consideraciones
al objeto de nuestro opúsculo concluimos cuán ventajoso resulta emplear con fe
la medalla de San Benito en las ocasiones en que más temamos los embustes del
enemigo. Su protección, no lo dudemos, será eficaz contra todo
tipo de tentaciones. Numerosos e
innegables hechos señalaron su poderoso auxilio en miles de circunstancias en
las cuales, o por acción espontánea de satanás, o por efecto de algún maleficio,
los fieles estaban a punto de sucumbir ante un peligro inminente. Podremos
igualmente emplearlo a favor de otros, como medio de preservación o de liberación,
en previsión de los peligros que deban afrontar.
A menudo nos amenazan accidentes imprevistos, en tierra o en
mar; si llenos de fe llevamos con nosotros la medalla, seremos protegidos. No hay circunstancias de la vida humana, por más
materiales que fueren, en que ya no se haya manifestado por su intermedio, la
virtud de la Santa Cruz y el poder de San Benito. Así, espíritus malignos, en su odio contra
el hombre, embisten contra los animales empleados en su servicio, contra los alimentos
que deben sustentar la vida; su intervención maléfica es muchas veces la causa
de las enfermedades que padecemos; ahora bien, prueba la experiencia que el
uso religioso de la medalla, acompañado por la oración, opera muchas veces el
cese de las celadas satánicas, y un notable alivio en las enfermedades, y a veces
hasta una curación completa.
Dom Prosper Guéranger
O.S.B.
Abad de Solesmes
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