miércoles, 18 de abril de 2018

“¡POR FAVOR, NO ME HABLEN DE ESTO!” - PARTE II.




Por el R.P. Guillaume Devillers

Sacerdote F.S.S.P.X


LOS LIBERALES, AL INFIERNO


   El liberalismo es pecado y como tal, conduce al infierno.

   La pasión por la libertad lleva a los hombres de nuestro tiempo a odiar la ley de Dios, la moral y todo lo que pretende poner un freno a su libertinaje. Defienden la libertad de la prensa, de las conciencias, de la pornografía, de la droga, de la eutanasia, del aborto, de todas las religiones, del satanismo, de todo.

   Para cualquier hombre sensato, este liberalismo es evidentemente un delirio, pero la pasión lo hace ciego: el liberal no quiere ver ni escuchar nada que contradiga su pasión desordenada. No recibe la palabra divina en buena tierra sino en corazón de piedra y matorrales de espinas. “Los ojos no sirven para nada cuando el espíritu está ciego” (San Colombo). Aunque un condenado resucitara delante de sus ojos, no creería.

   Con el Concilio Vaticano II, la pasión liberal se ha propagado en la Iglesia. Los católicos en su inmensa mayoría se han hecho los más fanáticos apóstoles del nuevo evangelio de la libertad. Y por eso se han vuelto más afirmativos y categóricos que los librepensadores del siglo XIX: ¡el infierno no existe!  La simple vista de este articuló les arrancará tal vez a muchos un nervioso y despectivo: “¡Por favor, no me hablen de esto!”.


LOS MODERNISTAS, AL INFIERNO

   Los modernistas pretenden que el infierno es una noción simbólica, representación mítica de los males de la vida presente, o expresión de los complejos freudianos del subconsciente. No creen en el infierno porque para ellos la religión  es un puro devenir en constante evolución y progreso. Ella nace de la conciencia de los creyentes y debe ajustarse a las aspiraciones de cada época. Los modernistas tienen el culto del hombre, es decir del hombre moderno, del hombre liberal: el hombre que, según ellos, llego por fin a su madurez después de salir del oscurantismo del medioevo, el hombre independiente, liberado, consiente de su dignidad, sin miedos ni tabúes. Todo esto excluye obviamente la idea de suplicios eternos.

   Los modernistas no tienen excusa: creen sin la menor prueba fábulas tranquilizadoras que son el fruto de su imaginación “liberada”. Pero no sufren la sana doctrina y se apartan de los dogmas de la fe, despreciando el testimonio infalible de los milagros y profecías.

   Con audacia sacrílega se han atrevido a tocar lo intocable y pretenden modificar lo que es inmutable: la divina revelación.

   ¡Locura incomprensible! No solo se han cerrado ellos mismos las puertas del Cielo sino que además no dejan entrar a los demás. Porque si la mayoría  de los hombres no teme más el infierno ni tiembla por su salvación, es claramente porque los clérigos impregnados hasta la medula de liberalismo y modernismo, no hablan más de esto.

   Conociendo las tremendas maldiciones que llenan la Sagrada Escritura en contra de estos falsificadores de la fe, tenemos motivo para llenarnos de espanto. ¡Más les valiera no haber nacido!

   

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