Ninguna de las naciones latinas que forman el nuevo mundo
cristiano, puede quejarse de no haber tenido siempre la pronta protección de la
Santísima Virgen María; antes bien, en todas ellas ha manifestado que es
verdadera Madre de los pecadores y ha ofrecido ejemplos, a veces
extraordinarios, de que tienen un sitio especial en su misericordia los pueblos
de la América Latina.
México presenta uno de esos casos de excepción en que la
Madre de Dios descendió de las moradas celestiales para premiar a los habitantes
de aquellas tierras, fieles devotos suyos, con sus innumerables beneficios y
honrarlos con su presencia.
En efecto, apenas consumada la conquista de
Cortés en los territorios que hoy forman la República Mexicana, cuando la religión
de Cristo tomaba posesión del país desconocido, al mismo tiempo que se
establecía el dominio del católico rey de España, la Virgen María viendo desde
el alto trono de la gloria que los nuevos discípulos del Evangelio, los
indígenas mexicanos convertidos formaban ya una Iglesia respetable, quiso dispensarles
sus misericordias, bajó visiblemente del cielo para aparecerse a un indio
sencillo y temeroso de Dios, llamado Juan Diego, y
dejó para siempre su verdadera imagen a los mexicanos, como un testimonio de su
amor. Aquella
aparición estuvo tan llena de prodigios y de circunstancias tan singulares que,
testificada por la tradición constante del pueblo y por los escritos de los
mismos indios, ha merecido una devoción indeclinable, una fama que ha
sobrepasado las fronteras y una atención muy particular por parte de la Iglesia
de Roma.
La
festividad de las apariciones de la Virgen de Guadalupe de México, es la que se
celebra en este día. Su historia auténtica, deducida brevemente de lo que
escribió en náhuatl un contemporáneo de los hechos llamado Antonio Valeriano y
de lo que relató otro testigo insuperable, el bachiller Becerra Tanco, dice lo
que sigue:
Apenas se contaban diez años y unos cuantos meses del
dominio de los españoles en las tierras mexicanas, cuando un día sábado 9 de
diciembre de 1531, salió un indio bautizado con el nombre de Juan Diego del
pueblo de Cuautitlán, para dirigirse al templo de Santiago, en Tlaltelolco (hoy
uno de los sectores de la ciudad de México), para asistir a misa. Era este indio, humilde,
sencillo, pobre, de costumbres inocentes y de tan honda devoción que, casi a diario,
dejaba el lecho antes de rayar el alba y caminaba a pie cerca de cuarenta kilómetros
para ver celebrar el Santo Sacrificio. Aquel día, al tiempo de rayar la aurora,
llegó al pie de un pequeño cerro llamado Tepeyac, en cuya cumbre oyó una música
muy suave, como el canto de muchos pájaros. Levantó los ojos y vio una nube
resplandeciente de la que salía una voz que le llamaba por su nombre. Trepó la
cuesta sin sobresalto a toda prisa y pudo contemplar, en medio de la claridad
de resplandores celestiales, a una hermosísima señora que parecía hacerle señas
para que se aproximara. Al acercarse Juan Diego, la aparición se dio a conocer
con estas palabras:
“Sábete, hijo mío muy amado,
que soy la siempre Virgen María, Madre de Dios verdadero, Señor del cielo y de
la tierra”. Acto seguido, expuso sus intenciones. “Es mi deseo”, dijo, “que se me levante un
templo en este sitio, donde como madre piadosa mostraré mi clemencia a aquéllos
que me aman y me buscan y a todos los que soliciten mi amparo”. Una vez hechas estas aclaraciones, la Santísima Virgen pidió a
Juan Diego que fuese al punto a la ciudad de México, como enviado suyo, para
exponer su deseo al obispo. Juan Diego obedeció puntualmente y se fue derecho
al palacio del obispo, que era a la sazón fray Juan de Zumárraga y, tras una
larguísima espera, fue introducido a presencia del prelado. A éste le dio,
sencillamente y con toda verdad, el mensaje que le enviaba la Madre de Dios;
pero fray Juan se portó con toda la prudencia que se podía esperar de su virtud
y buen juicio en materia tan delicada y, sin despreciar ni alentar al indio, le
despidió encargándole que volviese más adelante, en tanto que él consideraba
mejor la cuestión.
Juan Diego volvió por la tarde al mismo sitio en que había visto
a la Virgen María por la mañana y ahí encontró a la Señora que esperaba la
respuesta. Con toda simplicidad y reverencia, le relató cuanto había pasado con
el obispo y el fracaso de su embajada. Oyó la Señora con benevolencia las
palabras del indio y luego le mandó que volviese una segunda vez y diese el
mismo mensaje. El domingo 10 de diciembre, por la mañana, se presentó Juan
Diego en el palacio del obispo, y los familiares de éste le dispensaron una
acogida fría y despectiva, pero no así el prelado, quien escuchó con gran atención el relato que
hizo el indio sobre las
recomendaciones de la Santísima Virgen y aun le interrogó minuciosamente en
relación con las propuestas de la Señora. A fin de cuentas, la resolución del
obispo fue la de que el indio pidiese a la Señora una señal para saber que, en
verdad, era la Madre de Dios quien le enviaba.
En aquella ocasión, cuando Juan Diego partió, le siguieron
algunos de los criados del obispo para observarle, pero apenas llegó el indio a
las proximidades del cerrillo, cuando desapareció de la vista de sus
seguidores, que no pudieron encontrarle por mucho que le buscaron. Sin duda que
el cielo no quería otro testigo de aquellas apariciones, más que él, puesto que
en aquel momento, dialogaba Juan Diego con la Virgen del Tepeyac. Le decía cómo
el obispo le había mandado pedir una señal cierta por la cual se conociese que
era la Santísima Virgen quien le enviaba y que era voluntad suya que se le edificase
un templo. Con palabras muy cariñosas, respondió la Señora y encargó a Juan
Diego que volviese al día siguiente sin falta para darle la señal por la que
sería creído.
No pudo cumplir con la orden al otro día, puesto que había caído
gravemente enfermo su tío Juan Bernardino, quien pidió a su sobrino Juan Diego que
fuese a buscarle un sacerdote que le administrase los sacramentos. En aquellos
cuidados pasó el lunes 11 de diciembre y, en la madrugada del día 12, partió de
Cuautitlán hacia el convento de Santiago con la intención de traer consigo al
religioso que diese los consuelos espirituales a su tío.
Al salir el sol, llegó a la falda del Tepeyac y entonces,
recordando su infidelidad hacia la Señora, sintió tanta pesadumbre que, para
evitar encontrarse con ella, echó a andar por un atajo que rodeaba el cerrillo.
Iba por ahí Juan Diego presuroso, cuando vio bajar a la Madre de Dios para
salirle al encuentro.
“¿A dónde vas, hijo mío y
qué camino es éste que has seguido?”, inquirió la Virgen. Y Juan Diego, lleno de turbación, se postró
a sus pies, le hizo un relato minucioso de la enfermedad de su tío y le pidió
perdón por haber faltado a la cita. La Santísima Virgen admitió sus disculpas
y, habiéndole asegurado que en aquella misma hora se hallaba ya sano su tío, le
ordenó que subiera a la cumbre del cerro y recogiera en su “tilma” o capa con la que iba cubierto, las rosas que encontrase allá y
se las trajese. No obstante que sabía Juan Diego que en aquellos peñascos y en
pleno invierno no podía haber flores, obedeció sin replicar y ni siquiera se
asombró al encontrar sobre el cerro un campo de rosas frescas y
fragantes. Cortó cuantas cabían en la tilma que llevaba sobre sus hombros y, de
rodillas ante la Madre de Dios, le mostró las flores.
Entonces la Señora las
tomó con sus manos y, al tiempo que les dejaba caer en la tilma, le dijo: “Esta es la señal que has de llevar al obispo. Sólo a él la
mostrarás y le dirás que debe hacer lo que he ordenado.”
Al llegar el indio al palacio del obispo, solicitó como otras
veces ser recibido y, de nuevo, se le hizo esperar. Los criados advirtieron que
llevaba envuelta en la tilma alguna cosa que trataba de ocultar y, despierta su
curiosidad, comenzaron a molestarle para que se las mostrase. Como el indio se
resistió con tenacidad, fueron los criados a dar cuenta al obispo, y así entró
Juan Diego sin más tardanzas a presencia de Fray Juan y le dio la embajada de
parte de María Santísima, diciéndole: “Esta es la señal que me ha dado de que es su voluntad
que se le edifique un templo”. AI tiempo que hablaba, desplegó la tilma y apareció en
ella una hermosísima imagen de María Santísima, como pintada o tejida en la
tela.
Quedó el obispo atónito a la vista de semejante prodigio y, en
seguida, reconoció que en todas aquellas cosas obraba el dedo de Dios. De
rodillas, veneró a la milagrosa imagen y mandó colocarla en su oratorio.
Todo aquel día 12 de diciembre lo pasó Juan Diego en la casa de
Fray Juan y a cuantas preguntas se le hicieron respondió con su habitual
sencillez y verdad. Al día siguiente, fue el mismo prelado en su compañía para
que le señalara el sitio en que se le había aparecido la Señora y en dónde
había mandado que se le edificase el templo. Luego que los hubo señalado, Juan
Diego manifestó al obispo el cuidado que tenía por la salud de su tío Juan
Bernardino y le pidió licencia para ir a verle. Cuando el indio llegó a
Cuautitlán y encontró a Juan Bernardino enteramente sano, como lo había
asegurado la Virgen, ya la fama del prodigio se había extendido por todas partes. Fray Juan de
Zumárraga se llevó consigo a los dos indígenas que habían intervenido en la milagrosa
manifestación y conservó en su oratorio la imagen, pero sólo por un tiempo
corto, puesto que el innumerable concurso de gentes que acudían a venerarla, le
obligó a trasladarla a la iglesia mayor, en donde permaneció hasta que se le
edificó una capilla en el Tepeyac.
Concluida ésta, antes de cumplirse un año de las apariciones, se
trasladó a ella la imagen milagrosa con una procesión muy solemne en la que
participaron las autoridades eclesiásticas y civiles y centenares de fieles.
Con el correr del tiempo y el aumento de la devoción, se edificaron nuevas y
más amplias iglesias en el mismo sitio, en tanto que la burda tela de la tilma
de Juan Diego, con la imagen, era objeto de toda suerte de investigaciones y de
un fervor popular extraordinario que iba en aumento día con día y se
manifestaba en las riquezas que constantemente depositaban en su santuario sus incontables
fieles, como muestra de agradecimiento por los favores que derramaba sin cesar
la Santísima Virgen sobre sus dilectos hijos. A fines del siglo XVII, se
comenzó a construir la suntuosa y monumental basílica que hasta hoy subsiste y,
ya para entonces, los Pontífices de la Iglesia Universal le habían dado el
pleno reconocimiento y, no contentos con haber concedido a México que celebrase
con festividad particular esta maravillosa aparición de su patrona celestial el
12 de diciembre, le dieron el título de Reina y la coronaron como a tal con
toda solemnidad. Desde entonces, en el mismo sayal burdo donde tuvo a bien
dejar su imagen y en el mismo sitio donde se apareció, han recibido los mexicanos
tantos favores de su misericordiosa Madre, a la que desde un principio invocaron
con el nombre de Nuestra Señora de Guadalupe, que ven perfectamente cumplidas
las promesas que hizo la Madre de Dios al venturoso indio Juan Diego.
Todo lo esencial de esta narración ha sido
tomado de la crónica escrita hacia 1533
y, por lo tanto en fecha contemporánea a la aparición de la Virgen de
Guadalupe, por Antonio Valeriano,
indígena de noble ascendencia. El relato de Valeriano en lengua náhuatl, titulado Nicam Mopohua, se publicó en
México, traducido al castellano por
Primo Feliciano Velázquez hacia el año de 1649. Asimismo se ha consultado el Origen Milagroso del Santuario de Nuestra
Señora de Guadalupe, del bachiller
Luis Becerra Tanco, presbítero del arzobispado de México, quien presentó
ese escrito en las informaciones jurídicas de 1666 y tiene, por lo tanto, fuerza de testimonio jurado.
VIDAS DE LOS SANTOS
DE BUTLER
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