Fue San Andrés el primer Apóstol de Nuestro Señor. Natural de
Betsaida, lugar próximo al mar de Galilea, ejercía con su hermano Simón el
oficio de pescador. Como oyese referir lo que la fama pregonaba de San Juan
Bautista, se presentó a él para recibir el bautismo de penitencia en las aguas
del Jordán. Prendado de la doctrina y santidad del Precursor, resolvió quedarse
en su compañía y hacerse discípulo suyo.
Le llamaba Dios, empero, a una misión mucho más importante,
porque debía ser uno de los gloriosos Apóstoles del Redentor del mundo.
La primera entrevista que tuvo con el Divino Maestro, fue encantadora y
sublime; leérnosla en el primer capítulo del Evangelio que escribió San Juan. Fue
precisamente este evangelista uno de los personajes de la escena, si bien, por modestia,
no se da a conocer. Dice así:
«Hallábase un día el Bautista a orillas del Jordán
con dos discípulos suyos y, viendo a Jesús que pasaba, les dijo: «Éste es el Cordero de Dios.» En oyendo esto, fuéronse
los dos discípulos en seguimiento del Salvador.
Entonces se volvió Jesús y,
viendo que le seguían, les preguntó: « ¿Qué buscáis?» Respondieron ellos: «Maestro, ¿dónde habitas?»
«Venid y lo veréis», repuso el Señor. Fueron, pues, y vieron donde moraba y se
quedaron con Él aquel día; era entonces como la hora décima —las cuatro de la tarde—. Uno de los dos
que siguieron a Jesús era Andrés, hermano de Simón Pedro. El primero a quien
éste halló fue Simón, su hermano, y le dijo: «Hemos
hallado al Cristo o Mesías», y le llevó a
Jesús. Y Jesús, fijando los ojos en él, dijo: «Tú
eres Simón, hijo de Juan; en adelante te llamarás Cefas», nombre que significa piedra o Pedro.
¿Fue pura
casualidad el encuentro de Andrés con su hermano? Parece que no.
Entienden los comentaristas que fue diligencia de su celo, porque en habiendo
hallado al Mesías, y descubierto tan grande bien, ardió en deseos de que otros
le conocieran. Y si es llamado el primero entre los Apóstoles, no es solamente
porque había llevado a presencia de Jesús a su hermano Simón.
Después de esta primera
conversación volvió Andrés a sus ocupaciones ordinarias de pescador. Poco más tarde,
caminando Jesús por la ribera del mar de Galilea, en las cercanías de Betsaida,
vio a los dos hermanos, Simón y Andrés, que echaban las redes, y les dijo: «Seguidme, que yo os haré
pescadores de hombres.» Y añade el evangelista: «Y ellos dejaron en seguida
sus redes y le siguieron.»
Desde este suceso, los evangelistas nombran
muchas veces a San Andrés. A tanto llegó su familiaridad con el Divino Maestro,
que los exegetas, y entre ellos San Beda, lo proclaman el «introductor» cerca de Jesús; pues a este apóstol se dirigían
ordinariamente los que deseaban hablar con el Salvador y que, por timidez o por
otra cualquier razón, no osaban acercársele. San Jerónimo atribuye este privilegio a que
San Andrés era virgen.
APOSTOLADO DE SAN ANDRÉS
Después de la venida del Espíritu Santo sobre el Colegio
Apostólico, predicó Andrés en la Ciudad Santa, en Judea y en Galilea, hasta que
llegó el momento de separarse los Apóstoles para llevar la buena nueva a
lejanos países. Cúpole en suerte la evangelización de la Escitia, pero también
recorrió la Sogdiana, Sacia, Etiopía del Irán, Galacia, Capadocia y Bitinia,
hasta el mar Negro, alumbrando a todos esos pueblos con la luz de la fe. Pasó
después a Tracia y llegó hasta el Epiro —la Albania actual—. Dice San Juan
Crisóstomo que desvaneció los errores de los griegos; éstos le atribuyen,
equivocadamente, la fundación de la Iglesia de Bizancio.
Estando
el santo Apóstol en Patras, ciudad de Acaya, presenció un 30 de noviembre —que
según muchas probabilidades sería el del año 69— un pomposo recibimiento: la
entrada de un nuevo magistrado, griego de nación, que antes de asumir el cargo
iba a ofrecer un sacrificio a los dioses. Egeo —que así se llamaba el aludido
magistrado— estaba ya prevenido contra los cristianos por los sacerdotes de Ceres.
De pronto se dirige hacia él un venerable anciano de aspecto humilde y mirada
serena.
— ¡Oh Egeo! —le dice—; da al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios.
Lo extraordinario del caso hace detener el desfile.
Están cerca del puerto, entre las murallas que unen la ciudad a la ribera,
entre huertos, olivares, naranjales y viñedos. A medio kilómetro aparecen las
casas de la ciudad, dominadas por los dorados templos de la Acrópolis y
recostadas en anfiteatro en la falda del cerro. Egeo ignora la doctrina
cristiana, pero odia a los que la profesan; el temor al César tiene alguna parte
en tal antipatía. Ante el intrépido rasgo del anciano, ¿qué irá a pasar? En
Roma, la violencia hubiera hallado pronta solución, porque los jueces romanos
huían las discusiones teológicas por no dar a los mártires ocasión de lucirse
ante numeroso auditorio; pero Egeo es griego, y como tal escucha las razones
del desconocido.
Inflamado en santo celo, aprovecha Andrés la
ocasión para pronunciar una fervorosa exhortación, a sabiendas de que exponía
la vida.
« ¡Cuán dichoso serías, oh Egeo —exclama—,
si quisieras conocer el inefable misterio de la Cruz,
que en su infinita caridad escogió el autor del género humano para obrar en ella
nuestra restauración...! Porque has de saber que habiendo sido perdidas las
almas, no podían ser rescatadas más que por el misterio de la Cruz. El primer
hombre introdujo la muerte en el mundo al comer del fruto del árbol de la
prevaricación, y por esto fue necesario que la muerte fuese vencida y destruida
por el árbol de la Pasión. Y así como una tierra virgen había servido para
formar al primer hombre, era también necesario que el Cristo, Hijo de Dios, y al
mismo tiempo hombre perfecto, naciese de una virgen inmaculada. De este modo el
Hacedor del primer hombre devolvió al género humano la vida que había perdido,
y sustituyó el árbol de la concupiscencia por el árbol de la Cruz. Extendió Él
sus manos inmaculadas, en lugar de las nuestras criminales. La hiel y vinagre
reemplazaron para Él la dulzura y suavidad del fruto prohibido. Quiso revestir
nuestra mortalidad para hacernos partícipes de su gloriosa inmortalidad.
»Y esto, como he dicho, lo hizo espontáneamente.
Yo mismo estaba con Él cuando fue entregado a los judíos por uno de sus
discípulos; pero mucho tiempo antes nos había anunciado que sería entregado y
crucificado por la salud de los hombres. Nos predijo también que resucitaría al
tercer día; y como le dijera mi hermano Pedro: «No, Señor, eso no
sucederá», Jesús le reprendió
enérgicamente: « ¡Lejos de mí, tentador!
Vosotros no entendéis las cosas de Dios.»
»Para mostrarnos más claramente que era voluntad
suya sufrir, nos decía; «Tengo poder para dejar
esta vida y también lo tengo para recobrarla.» Durante la última cena que
hizo con nosotros nos dijo: «Uno de vosotros me entregará.» Y como nos viera a todos entristecidos por esta palabra, añadió: «Aquel a quien yo diere este pedazo de pan, me venderá»; con lo que nos demostró que veía lo por venir. Y lejos de huir del
traidor, permaneció en el lugar donde sabía que aquél iría a buscarle.
»Soy el siervo de Cristo, y no solamente no
temo, sino que deseo con ardor el triunfante suplicio de la cruz. En cuanto a
ti, ¡oh Egeo!, posible te es aún escapar a la eterna crucifixión que mereces,
si, después de haber visto mi constancia en los tormentos, crees en Nuestro
Señor Jesucristo. Por lo que a mí toca, has de saber que no temo las torturas
que puedan procurarme los hombres; ya que mi suplicio duraría, cuando mucho,
sólo unos días; mas el tuyo no acabará nunca. Cesa, pues, te conjuro, de
aumentar tus tormentos; no alimentes el incendio que eternamente te ha de
abrasar.»
MARTIRIO DE SAN ANDRÉS
Convencido el juez de que el intrépido Apóstol
sería insensible a cualquier razonamiento, dictó contra él sentencia de muerte.
Le sometieron previamente al suplicio de
la flagelación, y como quiera que el reo acababa de ponderar las glorias y las
grandezas de la cruz, pensó el juez que nada mejor que darle ocasión de gustar
sus encantos y delicias.
Las actas de los mártires nos han
transmitido una relación muy circunstanciada de la «Pasión de San
Andrés». Comienza así: «Nosotros, sacerdotes y
diáconos de las Iglesias de Acaya, enviamos a todas las Iglesias de Oriente, de
Occidente, del Mediodía y del Septentrión, la relación del martirio de San
Andrés, la cual hemos visto con nuestros propios ojos...»
Reproduce esta «pasión»
el largo interrogatorio y la animada discusión que hubo entre el Apóstol
y el magistrado, mal llamado «procónsul» por
algunos. Pinta con vivos colores la indignación del pueblo, dispuesto,
repetidas veces, a vengarse del juez prevaricador; pero al que el santo mártir logra
apaciguar exhortándole a soportar con alegría las adversidades temporales para
merecer las eternas recompensas. De ella
ha tomado la sagrada liturgia este pasaje conmovedor:
« ¡Salve, oh cruz preciosa, consagrada por
el cuerpo de mi Señor Jesucristo, que en ti descansó! Antes que mi amable
Maestro muriese en tus brazos, eras ignominiosa y espantabas a los hombres, mas
ahora los alegras y regocijas... A ti me llego lleno de gozo y de confianza;
recíbeme en tus bravos con alegría, como a discípulo de Aquel que, pendiente de
ti, redimió al mundo. ¡Oh buena cruz, tanto tiempo deseada, tan ardientemente
amada, y buscada con tanta solicitud y diligencia! Ahora que te hallé,
recíbeme, benigna, en tus brazos, y sacándome de entre los hombres, restitúyeme
a mi divino Maestro, para que por ti me reciba el que por ti me redimió.»
Atado estaba el Santo a la cruz quasi in equúleo, como en un
caballete. Sobre cuál fuera la forma de esta cruz, tardó mucho la tradición,
sobre todo en Occidente, en determinarse. San Pedro Crisólogo presentaba al
Apóstol con los pies juntos y atados al tronco de un olivo, y extendidos los
brazos en dos ramas del árbol: o sea, en una cruz en forma de Y. Los antiguos artistas
occidentales le dieron la forma de la del Señor; pero, después de la toma de
Constantinopla por los turcos (1453), los griegos, al dispersarse, influyeron en
la tradición, y la cruz en la forma de caballete o X, tuvo aceptación
universal. Así figuraba ya en el emblema de la legión romana de Panonia, la
cual era reclutada precisamente en los países evangelizados por el santo
Apóstol.
Dos días estuvo en la cruz el valeroso mártir, soportando
con indecible gozo este suplicio, y no cesando de animar a los fieles a padecer
por amor a Cristo; al cabo de ellos, y sin que su ánimo hubiera aflojado un
solo instante, remató esta miserable vida mortal, y comenzó la eterna y
bienaventurada.
Se acercó a la cruz una
noble matrona llamada Maximila, viuda y fervorosa cristiana, y, haciéndose cargo
del sagrado cuerpo, lo depositó en el sepulcro que se había construido para sí,
en su huerto; allí también encerraría la cruz y demás instrumentos de suplicio,
según era costumbre.
RELIQUIAS Y CULTO EN ORIENTE Y EN
ITALIA
En el siglo VI, San Gregorio Magno,
a quien se atribuye el primer oficio de San Andrés, decía que la tumba del
Apóstol estaba en Patras y que era muy celebrada como lugar de peregrinación.
Allí se realizó el portentoso milagro de la curación de Mummolo, embajador de
Teodeberto, rey de Austrasia, en la corte del emperador Justiniano; aunque ya
por entonces estaba el sepulcro vacío, porque en 357, imperando Constancio, se habían
trasladado los sagrados restos a Constantinopla, excepto algunas partecillas que
se mandaron a Ñola, a Milán y a Brescia, y la cabeza, la cual se dejó en
Patras.
El 6
de abril de 399 comenzaron a acudir grandes peregrinaciones. San Juan
Crisóstomo en persona organizó una procesión general en la que hizo invocar al
santo patrono de Bizancio. La princesa Arcadia fundó el monasterio de San
Andrés; y en la isla de este nombre se construyó otra iglesia. Un 28 de julio,
hacia el 550, dispuso el emperador Justiniano I que las sagradas reliquias
fuesen retiradas de la cripta o confesión en que yacían, y se las colocase
debidamente en una arquilla o urna de plata.
Cuando los latinos se apoderaron de Constantinopla,
en 1204, se apoderaron también de los preciosos tesoros de reliquias que en la
ciudad se encerraban. Pedro de Capua,
cardenal legado, tomó el cuerpo de San Andrés el 9 de mayo de 1210, y se lo
llevó a Amalfi, su patria. Esta fue la tercera traslación del Apóstol, que se
conmemora el 9 de mayo. Más tarde, cuando los turcos se apoderaron de
Constantinopla, Tomás, déspota del Peloponeso, salvó el sagrado cráneo de sus
atropellos y lo trasladó a Roma, siendo sumo pontífice Pío II, el cual salió a
recibirlo como a dos millas fuera de la ciudad, y lo entró triunfalmente el 12
de abril de 1462. Esta fue la cuarta traslación; se celebra el 9 de abril, día
en que llegó a las puertas de la ciudad.
Del cuerpo del Santo salía una especie de «maná» u óleo
suavísimo y de agradable olor, prodigio que aún perdura en Amalfi, donde se
venera. El Señor, para honrar la memoria de su Apóstol y premiar la fe de los
creyentes, realizó grandes maravillas entre los enfermos por medio de este
óleo.
PATRONO DE ESLAVOS, ESCOCESES Y
BORGOÑONES
La
devoción y culto al insigne apóstol están arraigadísimos en la Europa central y
oriental, principalmente entre los eslavos. No han olvidado éstos que de él
recibieron la luz del Evangelio y que fue su padre en la fe. Por doquiera
han levantado templos en su honor; se admiran algunos muy hermosos en Moscú,
Cracovia (desde el siglo XII),
Varsovia y en Kief, que lo llama «su Apóstol». Hasta
en el Cáucaso, la ciudad de Andrewa conserva piadosamente su culto. Pedro el Grande reconoció este patrocinio y
puso bajo su protección la suprema Orden de caballería que fundó, en 1698, el
día de San Andrés.
Los polacos le tienen en gran estima y
veneración, y su nombre es muy común entre ellos, principalmente desde que le dio
nuevo lustre en 1657 el insigne jesuita y bienaventurado mártir Andrés Bobola.
Popularísimo es también en Hungría —la antigua Panonia—; lo prueba la lista de
los reyes. Las monedas del condado de Hondt de 1568 llevan su efigie, y en los
pequeños ducados de oro acuñados en 1579, cuando el sitio de Viena, está grabada
la cruz de San Andrés. Sin duda, de allí se extendería su culto por Alemania,
donde hallamos importantes iglesias consagradas a él, y donde la efigie o la
cruz del Apóstol aparecen en las antiguas monedas de Oldemburgo, Juliers, Thom,
Emden y Campen, ciudades del Sacro Imperio. En la catedral de Tréveris se exponen todavía a la veneración de los
fieles las «sandalias
de San Andrés», depositadas en una arquita de plata por el
arzobispo Egberto (977-993).
A
Gran Bretaña, al igual que a Córcega, fue importado el culto del santo Apóstol
por monjes benedictinos discípulos de San Gregorio Magno y compañeros de San
Agustín, primer arzobispo de Cantorbery. En 674, San Walfrido, obispo de
York, le dedicó una iglesia en Hexham. El prelado sucesor, Acca, se vio
obligado a huir ante una invasión y se llevó a Escocia las reliquias de la
iglesia de Hexham. El rey Hungo le
acogió con benevolencia y le ayudó a edificar la iglesia de Hibrimont, en la
que en 760 se depositó un brazo del santo Apóstol. Éste
había sido declarado patrono del reino. En el siglo XI la sede
episcopal tomó el nombre de San Andrés y Edimburgo, y en 1472, llegó a ser
metropolitana de Escocia. También Irlanda recibió la influencia de la devoción
especial que en Inglaterra se profesaba al Apóstol y que aún se conserva
mezclada con sus tradiciones religiosas; en
1171, la Iglesia de San Andrés era una de las principales de Dublín. Al
pasar a Francia, los bretones implantaron su culto en Bretaña y Normandía. Los
borgoñones, oriundos de la Escitia, al emigrar, conservaron el culto de su
Apóstol y el emblema nacional, que era la cruz de San Andrés. Aun aparece ésta
de color rojo sobre fondo amarillo en la bandera del Franco Condado. Casiano,
monje escita del siglo V, fundó en Marsella la abadía de San Víctor, y desde
entonces hasta la Revolución de 1789 se veneró allí la cruz de San Andrés, de
la que se desprendieron, con el tiempo, algunas partículas para diversos
países.
España no fue en zaga en la devoción al
primer Apóstol del Señor; testimonio de ello es la liturgia mozárabe. La fomentarían,
probablemente, San Leandro y San Isidoro por las relaciones que tuvieron con
San Gregorio Magno, gran devoto del santo Apóstol. Desde Felipe I el Hermoso,
esposo de doña Juana y heredero de la casa de Borgoña, hubo un renuevo de veneración
a San Andrés; los militares llevaban, a manera de escarapela, una banda roja en
honor del santo patrono de la casa real, y la roja cruz de Borgoña ondeaba en
los pendones de los tercios españoles.
SAN ANDRÉS, EN EL ARTE Y EN LA
TRADICIÓN
Gracias a la influencia de Borgoña y de
Bretaña, es San Andrés patrón de gran parte de Francia, y donde no, también se
ha propagado su culto, como lo prueban las magníficas iglesias o catedrales de
Burdeos, Agde, Poitiers y otras muchas. En Francia también, fundó San Andrés Huberto
Foumet, en el siglo XIX, una Congregación que lleva el nombre de «Hermanas de la
Cruz de San Andrés». En la antigua liturgia galicana tenía el Santo
lugar preeminente, con prefacio propio en la misa.
Nuestro
Santo es patrono de los pescadores y pescaderos, y a menudo se le representa
con un pez en la mano. También lo es de los aguadores, y, en algunas partes, de
los carniceros. En Roma es patrón de los cordeleros, sin duda porque fue
sujetado a la cruz, no con clavos, sino con cuerdas. Como es natural, sigue
siendo patrono del ejército polaco, como lo fue en el Franco Condado. Ambos
países tienen devociones populares idénticas y por cierto muy curiosas, y es
cosa notable que suceda lo mismo con las prácticas supersticiosas, las cuales,
con sobrada frecuencia, se entremezclan con estas devociones.
Se invoca a San Andrés contra el mal de garganta, contra
la calumnia, y, sobre todo, contra las tentaciones impuras.
En la liturgia ha tenido siempre su fiesta
un lugar de preeminencia. Con la de San Pedro y San Pablo, fue la primera en celebrarse
aparte de las de los demás Apóstoles. Era tan importante en 865, que el papa
San Nicolás I la contaba, para los orientales, entre las ocho solemnidades
anuales que dispensaban de la abstinencia del viernes. La liturgia ambrosiana,
al igual que hemos dicho de la galicana, tenía un magnífico prefacio propio, en
el que se refería la «Pasión» del santo Apóstol.
Hace complacido el arte —inspirado en la
tradición— en representar al primer discípulo del Señor con la figura de un
anciano venerable de luenga y florida barba. Su distintivo es la cruz, representada
recta en occidente hasta el siglo XVI, y después en forma de X. Los maestros de
la pintura italiana, española y flamenca que trabajaron en esta iconografía,
produjeron verdaderas maravillas, y dejaron centenares de obras maestras.
Son abundantísimas las citas y dichos de los
Santos Padres y de los Doctores de la Iglesia que hacen referencia a la
simpática figura de nuestro Apóstol. Andrés, «símil perfecto de Cristo», en el decir de San Juan Crisóstomo, nos da una
magnífica lección de cómo debemos seguir sin titubeos las inspiraciones divinas
teniendo cuenta, según aconseja San Gregorio Magno al hablar de él, de que «el Señor no mira tanto la ofrenda cuanto la magnitud del afecto
con que se la presentamos». ¡Cuán
oportunas sus exhortaciones a buscar la Cruz en tiempos de desenfreno como los
actuales!
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