Por tres motivos llamamos Inocentes a los niños betlemitas que
fueron víctimas de la crueldad de Herodes. Lo primero porque no conocieron la
corrupción de la tierra; en segundo lugar porque fue vertida su sangre
injustamente y sin que hubiera culpa alguna de su parte, y también porque su
martirio, sufrido por causa de Jesucristo, les confirió la inocencia bautismal,
es decir, los limpió de mancha original.
La
degollación de los Santos Inocentes es uno de los sucesos que juntamente con la
adoración de los Reyes y la huida a Egipto, siguieron al nacimiento de Nuestro
Señor Jesucristo, y cuyo relato es asunto o materia del segundo capítulo del
Evangelio de San Mateo.
Dice el texto sagrado: «Habiendo nacido Jesús en Belén de Judá, reinando Herodes, he
aquí que unos Magos, llegados del Oriente a Jerusalén, preguntaban: « ¿Dónde
está el rey de los judíos que acaba de nacer? Porque nosotros hemos visto en
Oriente su estrella y venimos para adorarle.» Al oír esto el rey Herodes, se
turbó, y con él toda Jerusalén. Y, convocando a todos los príncipes de los
sacerdotes y a los escribas del pueblo, les preguntaba en dónde había de nacer
el Cristo o Mesías. A lo cual respondieron: «En Belén de Judá; que así está
escrito en el Profeta: Y tú, Belén, tierra de Judá, no eres ciertamente la
menor entre las principales ciudades de Judá, porque de ti saldrá el caudillo
que rija mi pueblo de Israel.»
LA SAGRADA FAMILIA EN ESCENA
Entonces
Herodes, llamando en secreto, o a solas, a los Magos, averiguó cuidadosamente
de ellos el tiempo en que la estrella les había aparecido; y encaminándolos a
Belén, les dijo: «Id, e informaos
puntualmente acerca de ese niño; y, en habiéndole hallado, dadme aviso, para ir
yo también a adorarle.» Luego que oyeron la respuesta del rey, partieron; y he
aquí que la estrella que habían visto en Oriente iba delante de ellos, hasta
que, al llegar sobre el sitio en que estaba el Niño, se paró. A la vista de la
estrella se regocijaron por extremo. Y, entrando en la casa, hallaron al Niño
con María, su Madre, y postrándose le adoraron; y, abiertos sus cofres, le
ofrecieron presentes de oro, incienso y mirra. Y, habiendo recibido en sueños
un aviso del cielo para que no volviesen a Herodes, regresaron a su país por
otro camino.
»Después que ellos partieron, un ángel del Señor
apareció en sueños a José y le dijo: «Levántate,
toma al Niño y a su Madre, y huye a Egipto, y estate allí hasta que yo te
avise; porque Herodes ha de buscar al Niño para matarle.» Se levantó
José, tomó al Niño y a su Madre, de noche, y se retiró a Egipto, donde se
mantuvo hasta la muerte de Herodes; de suerte que se cumplió lo que había dicho
el Señor por boca del Profeta: «Llamé de Egipto
a mi Hijo.»
»Entretanto Herodes, viéndose burlado de los
Magos, irritóse sobremanera, y mandó matar a todos los niños que había en Belén
y en toda su comarca, de dos años abajo, conforme al tiempo de la aparición de
la estrella que había averiguado de los Magos.
»Entonces se cumplió lo que predijo el profeta
Jeremías cuando dijera: «Una voz se oyó en Ramá,
muchos lloros y alaridos: es Raquel, que llora a sus hijos sin querer
consolarse, porque ya no existen.»
»Muerto Herodes, un ángel del Señor apareció
en sueños a José, en Egipto, y le dijo: «Levántate, toma al Niño y a su Madre, y vete a la tierra
de Israel; porque ya han muerto los que atentaban a la vida del Niño.» Se levantó José, tomó al Niño y a su Madre, y vino a
tierra de Israel. Mas, oyendo que Arquelao reinaba en Judea, en lugar de su
padre Herodes, temió ir allá; y, avisado en sueños, se retiró al país de
Galilea, y vino a morar en una ciudad llamada Nazaret, para que se cumpliera lo
que dijeron los profetas: «Será llamado «Nazareno».
VERACIDAD DE ESTE RELATO
San Mateo es el único
evangelista que refiere estos sucesos; los demás no hacen alusión
alguna, ni siquiera el mismo San Lucas con ser tan detallista sobre la infancia
del Salvador. Los historiadores antiguos, y en particular Josefo, que cuenta
muy por menudo la vida de Herodes, tampoco hacen mención de este inhumano degüello.
Este silencio ha llevado a muchos exegetas racionalistas a negar o a discutir
la veracidad del relato evangélico, y a tildarlo de leyenda o de cuento
oriental hábilmente concordado con las profecías.
Desconciértanos con razón la inaudita crueldad de
Herodes, mas no nos extraña; la conducta del feroz tirano coincide, en este
drama sangriento, en esta degollación de inocentes, con lo que nos dice la
Historia de su astucia y perfidia, de su desprecio de la vida ajena, de su
política insidiosa y de su ambición insaciable. No ignoraba las esperanzas
mesiánicas de los judíos; sabía por los doctores de la Ley que las setenta
semanas de años predichas por Daniel tocaban a su fin, y que era general la
convicción de que nacería pronto el Mesías prometido, el Redentor de Israel, el
Rey incomparable y poderosísimo, que, según creían los judíos y por
consiguiente Herodes, había de restaurar el reino de David y darle un esplendor
nunca conocido.
EL SILENCIO DE LOS HISTORIADORES
Refiere Josefo un suceso muy parecido al de
la matanza de los Santos Inocentes; dice que aquel tirano mandó fuesen muertos
cuantos de su corte se habían declarado partidarios de los fariseos cuando éstos
anunciaban que cesaría el gobierno de Herodes, y que su descendencia sería
destronada y sustituida por otra dinastía. A tales extremos de odio le llevó la
pasión de dominar que, por unas sospechas, no perdonó ni a los miembros de su
propia familia; cinco
días antes de su muerte ordenó que también su rebelde hijo Antipater fuese
ejecutado.
Cuenta
Macrobio que, habiendo tenido noticias el emperador Augusto de la matanza que
Herodes, rey de los judíos, decretara en Siria contra los niños menores de dos
años, incluso su propio hijo, exclamó diciendo: «En
la casa de Herodes mejor es ser puerco que hijo»; dando a entender con esto que por ser judío
no mataría el cerdo, porque la Ley le prohibía comerlo, pero que por ser cruel
había matado al hijo. Muy sospechoso es este dicho del César, porque
Herodes no tenía en aquel entonces hijos de tan poca edad, con todo, recogemos
la anécdota porque demuestra que en la antigüedad se relacionaba la degollación
de los Santos Inocentes con la muerte violenta y criminal de un hijo del tirano
coronado.
El silencio de los historiadores contemporáneos respecto
a este controvertido asunto tiene, por otra parte, fácil explicación: el
registro de pormenores sólo interesaba cuando ellos se referían a datos de
cierto alcance; la muerte de unos cuantos niños a manos de un tiranuelo y en un
rincón de Judea, no pasaba de ser un acontecimiento insignificante.
FECHA DE LA DEGOLLACIÓN
Se sabe que Cristo, Señor nuestro, nació, en cuanto
hombre, a fines del reinado de Herodes, y es lo más probable que fuera el
último año. Murió el tirano en la
primavera del 750 de Roma, poco antes de la Pascua; los sucesos acaecidos desde
entonces hasta la vuelta de Egipto se realizaron en corto tiempo; sin embargo,
no parece posible poder encuadrarlos dentro de los cuarenta días que
transcurrieron desde el nacimiento hasta la presentación del Niño en el Templo.
San Agustín pone — como es muy natural— la huida a Egipto después de la Presentación. También
fueron posteriores, por consiguiente, la adoración de los Magos y la
degollación de los niños de Belén; de otro modo parece casi imposible la
Presentación, porque ya de por sí es difícil explicar el hecho de que el
desconfiadísimo monarca, que tanto extremaba la vigilancia, no mandase esbirros
con los Magos o en su seguimiento.
En opinión de autores antiguos, como Eusebio,
San Epifanio, Teodoro de Mopsuesto, Hipólito de Tebas y otros, la Sagrada
Familia habría prolongado su estancia en Belén, y los Magos habrían llegado
cerca de dos años después del nacimiento de Jesús; pero es mucho más probable
que el Niño sólo tuviese unos pocos meses.
Sea de ello lo que fuere, los Magos, en vez de
ir a dar informes a Herodes, «volvieron a su país por otro camino», según aviso del ángel. En pocas horas podían
llegar al alto Jordán — cruzando por el desierto— y pasar de allí al país de
los nabateos; más fácil aún les era dar la vuelta por el sur del mar Muerto o
cruzarlo en barca. Esta manera de eludir la invitación de Herodes era
sencillamente burlarse de él. Poco tardó el astuto rey en mandar mensajeros que
le trajesen informes acerca de aquellos opulentos extranjeros, pero cuando
llegaron a Belén, los Magos habían desaparecido ya. Ciertamente sabía todo
Belén en qué casa habían entrado los Magos: pero ya no estaba allí la Sagrada
Familia. Muy lejos no estaría; mas el despechado rey, en vez de ordenar hacer
pesquisas, decretó la matanza de todos los niños varones de Belén y su comarca,
menores de dos años.
NÚMERO DE VÍCTIMAS. — SU GLORIA
¿Por qué incluyó
Herodes en la matanza a los niños de dos años abajo?
Si hacía dos años que la estrella había aparecido, inútil era
matar a los de menor edad; si hacía pocos meses, ¿por qué englobó a los de dos años? No quiso el impío rey quedarse corto en
negocio tan importante para él. Cierto que conocía el tiempo en que la estrella
se había aparecido a los Magos, pero no sabía cuánto tiempo antes que la viesen
había nacido el futuro rey. Por eso, ciego de furor, y para asegurarse más —
como también para apartar el siniestro presagio de desgracia doméstica, que
según él anunciaba aquel mensajero cósmico—, juzgó que convenía pasar a
cuchillo a todos los niños que en aquellos dos años hubiesen nacido; y no sólo
alargó el tiempo señalado por los Magos, sí que también extendió el lugar,
incluyendo todos los pueblos y aldeas de la comarca de Belén.
Acerca del número de las víctimas inocentes
del crudelísimo rey, nada dice el escritor sagrado, y sólo puede saberse por
cálculos aproximados. La liturgia etiópica y el menologio griego adoptan con
muy extremada exageración el número de ciento cuarenta y cuatro mil, pero es
por falsa interpretación del texto apocalíptico que se lee en la epístola de la
misa de los Santos Inocentes y, en el breviario, el 28 de diciembre. Igualmente
cayeron en la exageración algunos autores eclesiásticos al afirmar que Herodes
hizo degollar a todos los niños de Belén y sus contornos.
En aquel entonces
tendría Belén, a lo más, unas dos mil almas; contando que por término medio se
registran anualmente unos treinta nacimientos por cada mil habitantes y
suponiendo que la mitad sean niñas, quedan quince niños; y descontando los que
mueren — en número relativamente crecido, se reducen éstos a siete u ocho, lo
que da, para dos años y por mil un contingente de catorce a dieciséis varones,
o a lo más veinte; por consiguiente podemos contar entre treinta y cuarenta los
que cayeron muertos al filo de las espadas de los fieros sicarios de Herodes en
la horrible matanza.
DÍAS DE LUTO Y DÍA DE GLORIA
Se ignora el género de
muerte que sufrieron estos bienaventurados. Lo que pasó en aquella cruel
jornada no lo puntualiza San Mateo, pero lo dice la imaginación de los
hagiógrafos, predicadores y artistas que pintan la ferocidad de los soldados, los
alaridos de las madres, y el terror y los gritos de las tiernas criaturas. Se puede
creer, con San Vicente Ferrer, que Herodes se daría traza para juntarlos con
maña en algún salón o plaza pública, con la promesa de algún premio a las
madres que los llevasen; las cuales, ciertamente, estarían muy lejos de pensar
que iban a entregarlos a los verdugos.
Lo que no deja de referir el historiador
sagrado, con palabras emocionantes, son los lamentos y súplicas de las atribuladas
madres, en cuyo dolor ve San Mateo cumplido lo que profetizara Jeremías cuando
la toma de Jerusalén por los caldeos. Los cautivos judíos que mandaban a
Babilonia fueron juntados en Ramá, de la tribu de Benjamín, población situada a
dos horas de camino al norte de la ciudad santa. En trance tan doloroso,
expresa el Profeta la aflicción del pueblo de Dios con una admirable
comparación. Supone que Raquel, madre de Benjamín, sale en aquel instante de su
tumba, en los contornos de Belén, y llora a sus descendientes con tan grandes y
tan sentidos lamentos que se oyen en Ramá. Así lloraron las madres de estos inocentes
corderillos sobre los sagrados despojos.
Descríbenos la Iglesia la gloria y la dicha de que gozan
los Santos Inocentes en el cielo con las mismas palabras con que refiere San
Juan su visión de aquellos ciento cuarenta y cuatro mil vírgenes que siguen por
todas partes al místico Cordero. A tan gloriosísima y escogida falange
pertenecen éstos que fueron flores y primicias de los mártires que, sin haber
conocido la corrupción de la tierra, fueron lavados en la sangre del divino
Cordero.
RELIQUIAS Y CULTO
Desde los primeros días de la Iglesia profesan
los cristianos un verdadero culto y gran devoción a los Santos Inocentes; en
todas partes ha habido desde muy antiguo ansias por tener reliquias de estos
simpáticos cortesanos del Rey de los Cielos. Muchas son las iglesias que se
glorían de ser particioneras de tan rico tesoro.
En Belén, no lejos de
la cueva del Nacimiento, se halla una capilla dedicada a los inocentes mártires
del Divino Niño; muy justo y razonable es que así sean honrados cerquita de la
cuna del que fue ocasión de su muerte, amén de que — según rezan las
tradiciones— fue aquel mismo el lugar de sepultura de sus cuerpos mutilados.
En Roma reciben culto especial en la basílica
de San Pablo extramuros, y en la iglesia de los Agonizantes. En la primera se
guardan varios cuerpecitos y en ella hay estación el 28 de diciembre, en que se
conmemora su fiesta. En dicho día los Padres Benedictinos exponen a la pública
veneración el santo Cristo milagroso que habló a Santa Brígida.
Desde muy remota antigüedad, viene honrando
la Iglesia con culto especial a los Santos Inocentes convertidos en hermanos de
los ángeles. Celebrábase ya su fiesta en el siglo II, y de ello da testimonio
una homilía que se atribuye a Orígenes, en la cual se hace de estos
bienaventurados una expresiva mención. San Ireneo, San Cipriano y San Hilario
hablan de ella. Se atribuyen a San Agustín dos panegíricos que habría predicado
el día de la octava, lo que prueba que ésta existía ya en su tiempo. El oficio
de la fiesta, compuesto muy probablemente por San Gregorio Magno, se celebró con
rito semidoble hasta que San Pío V lo elevó a rito doble.
Se complace la Iglesia en presentarnos la
degollación de estas santas víctimas como una prueba irrecusable de la realeza
de Jesucristo; pues si Herodes ve a un rival en ese niño de Belén y lo persigue
con tanta saña es porque cree en la palabra de los Magos y la de los príncipes
de los sacerdotes que le aseguran que en Belén de Judá ha nacido el caudillo
que ha de regir a Israel. Ciertamente no se pudo dar pregón más sonoro ni más
eficaz, para declarar por todo el mundo que había venido del cielo un nuevo «Rey de los judíos»,
que el publicarse y saberse que el rey Herodes, por temor de este Rey recién
nacido y de perder su reino, había usado de una crueldad tan extraña y tan
fiera.
En el
himno de Vísperas de la Epifanía increpa la Iglesia al impío monarca diciendo: « ¿Qué temes, cruel Herodes, de un Dios que viene a
reinar? No arrebata cetros mortales y caducos, quien a dar viene tronos
celestiales». A ese Dios Rey
«confiesan con su muerte los Inocentes»,
prosigue Orígenes; y en el tercer nocturno de Maitines se dice que «su pasión fue exaltación de Cristo». La
alabanza que a Dios tributan es confusión para los enemigos de Cristo, los
cuales no sólo no lograron lo que pretendían, sino que fueron instrumentos de
que se valió Dios para dar cumplimiento a las profecías.
A fuer de Madre compasiva, y en atención a
las madres «que
lloran a sus hijos, sin querer consolarse, porque ya no existen», la
Iglesia viste el día de la fiesta (28 de diciembre) ornamentos morados y
suprime el 'Gloria in excelsis y el Alleluia; pero el día de la octava usa
ornamentos rojos para recordar que conquistaron eterno galardón sufriendo la
muerte por Cristo.
El
inspirado himno que en honra de estos Santos Mártires canta la Iglesia en las
Vísperas del día, es debido al insigne vate zaragozano Prudencio (348-413).
Dice así:
« ¡Salve, flores de los
Mártires! Vosotros a quienes, apenas nacidos, arrebató el perseguidor de Cristo
como el huracán a las rosas nacientes. Vosotros, ¡oh tierno rebaño!, las
primeras víctimas inmoladas a Jesús; bajo el altar, adornados con vuestro
candor, jugáis con vuestras palmas y vuestras coronas».
La fiesta de los Santos Inocentes daba ocasión
en los tiempos medievales a ceremonias infantiles; pero, por haber degenerado
en abusos, fueron más tarde suprimidas. Muy celebrada era también en los
colegios de la infancia, y esta piadosa costumbre se conserva aún en algunas
partes, donde, para regocijo y enseñanza de los alumnos, se invierten las
condiciones sociales y las categorías académicas, pasando los párvulos al lugar
de los más antiguos y aventajados, y los inferiores a ocupar el puesto de los
superiores, consiguiéndose de este modo que los súbditos aprendan a amar a los
mayores, y éstos recuerden a su vez que a los ojos de Dios no estriba la
verdadera grandeza que pregona el mundo, sino en la inocencia y la humildad.
EL SANTO
DE CADA DIA
P
O R
EDELVIVES
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