Cuando Cristo nuestro Señor nació, hacía treinta años que
reinaba en Judea Herodes Ascalonita, extranjero, aborrecido por los judíos por
su fiereza y mala condición.
Vinieron a Jerusalén los Magos, creyendo que
en esta metrópoli del reino habría nacido el Rey de los judíos, que la estrella
les había anunciado.
Turbado Herodes, e
informado de que el Mesías prometido había de nacer en Belén de Judá, se enteró
muy particularmente de los Magos acerca de la estrella y del tiempo en que se
les había aparecido, y les encargó que fuesen a Belén, que adorasen al santo
Niño, y volviesen a darle cuenta de lo que habían hallado, para que él también
le fuese a adorar. Fueron allá los reyes Magos; mas el ángel del Señor les
avisó que no se volviesen por Jerusalén, sino por otro camino, como lo
hicieron.
Se enojó Herodes al creerse engañado: y
carcomiéndose de su propia ambición, y lleno de saña y furor, determinó por
todos los caminos que pudiese, matar a aquel Niño, a quien él temía, y pensaba
que le había de quitar el reino.
Entonces el ángel del Señor apareció a san José, y le
mandó que con el Niño y la Madre huyese a Egipto. Estaba ya a salvo el único
Niño a quien quería matar Herodes, cuando el hombre malvado, ciego con la
pasión, llama a los soldados, capitanes y ministros de su crueldad, y les da
orden de que pasen a cuchillo todos los niños que en los dos últimos años
hubiesen nacido no solamente en Belén, sino además en todos los pueblos y aldeas
de su comarca.
Armados con este impío y cruel mandato aquellos crueles
carniceros dieron como lobos en una manada de inocentes corderos, sin que fuese
parte para ablandar aquellos feroces e inhumanos pechos el fiero y lastimoso espectáculo
que ofrecían los alaridos de las madres, las heridas de los niños inocentes, y
la sangre de aquellos puros y tiernos corderitos, que por todas partes corría;
pues fueron más de dos mil los que murieron a sus manos. El único que no cayó en
ellas, fue aquel precisamente que Herodes pretendía matar.
Tan atroz e inhumana maldad la castigó el
Señor, dando al bárbaro rey una multitud de tantas y tan agudas enfermedades,
que todo su cuerpo era un retablo de dolores: porque tenía las entrañas llenas
de llagas y dolores cólicos, los pies hinchados, algunas partes del cuerpo
hechas hervidero de gusanos, los nervios contrahechos, la respiración dificultosa,
y de todo su cuerpo salía un olor tan pestilencial, que no se podía sufrir: y vino
a tan grande aborrecimiento de sí mismo, que pidió un cuchillo con intento de
matarse; y lo hubiera hecho, si un nieto suyo no se lo hubiese estorbado. Tal fue
el fin de este hombre tan ambicioso y tan cruel.
Reflexión:
Mueren, dice
san Agustín, los niños inocentes por Cristo,
y la inocencia muere por la justicia. ¡Qué bienaventurada edad fue aquella, que
no pudiendo aún nombrar a Cristo, mereció morir por Cristo! ¡Qué dichosamente
murieron aquellos, a quienes entrando en esta vida, tuvo fin su vida; pero el
fin de su vida temporal fue el principio de la eterna y bienaventurada. Apenas habían
llegado a los pañales y cunas de la niñez, cuando recibieron la corona: son arrebatados
de los brazos de sus madres para ser colocados en el seno de los ángeles.
Oración:
Oh Dios, cuya gloria confesaron los inocentes mártires no con palabras, sino
con su sangre: mortifica en nosotros todos los vicios, a fin de que nuestra
vida y costumbres sean una confesión de aquella fe, que de palabra profesamos. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.
FLOS SANCTORVM
DE
LA FAMILIA CRISTIANA.
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