CURA
DE ARS
Fue, San Juan
María Vianney, un serafín de amor, émulo de San Juan Bautista por las continuas y espantosas
austeridades que se impuso, y modelo acabado de pastores de almas por su celo
infatigable. Ars va vinculado al recuerdo de Juan María Vianney, cual
título de nobleza ganado en el campo de batalla. El «Cura de Ars», esas
sencillas palabras constituyen de por sí una filiación, una enseñanza.
Nació nuestro Santo el día 8 de mayo de
1786, en Dardilly, pueblo que mira a la colina de Fourviére, a ocho kilómetros
al noroeste de Lyón. Bautizado el mismo día, recibió el nombre de Juan María.
El padre, Mateo Vianney, que era, al igual que su consorte, excelente
cristiano, siguiendo una piadosa costumbre, ofreció este nuevo vástago a la
Santísima Virgen. La madre —modelo
acabado de fe ilustrada y de piedad eminente— le
enseñó desde la más tierna edad a hacer la señal de la cruz, a amar a Dios y a
balbucear las oraciones en que se inicia el cristiano. Le dotó el Señor
de un corazón tan inclinado a la piedad, que ya desde niño elevaba de continuo
el pensamiento a Dios y gustaba con preferencia de cuanto tenía relación con
los misterios de la vida de Nuestro Señor y con los relatos de la Historia
Sagrada. Dueño Juan María de una estatuita de la
Santísima Virgen, no la soltaba ni de día ni de noche; tanta era ya su tierna
devoción y acendrado cariño a la Reina del cielo.
Su piadosa madre infundió en él aquella sed
insaciable de oración y aquel profundo odio que desde pequeño tuvo al pecado.
Le decía a veces su piadosa madre- «Si tus
hermanos ofendieran a Dios, lo sentiría en el alma; pero sufriría inmensamente
más si viera que le ofendías tú». Bueno es
que digamos, sin embargo, que Juanito mostraba cierta altivez y desenfado
natural que la oración y prácticas piadosas no lograban desarraigar del todo;
pero se esforzaba por dominarse, y obedecía con tanta prontitud que la madre
solía proponerle como ejemplo a sus hermanos.
INFANCIA Y PRIMERA COMUNIÓN
Frisaba
apenas Juan María en la edad de la razón cuando el Terror causaba sus terribles
estragos en Francia y perseguía de muerte a los sacerdotes que no habían
prestado el juramento civil. De éstos
había algunos en los contornos de Dardilly, y la familia Vianney albergó de
momento a cuantos pudo; de ese modo el niño pudo
asistir al Santo Sacrificio, celebrado a ocultas y de noche, y enterarse de que
la familia tenía escondidos crucifijos e imágenes piadosas. A su vez guardó él
cautelosamente su estatuita de María, y cuando le pusieron de
pastorcillo del rebaño paterno, llevaba siempre consigo el preciado tesoro.
En los prados, en compañía de su hermana
Margarita, y sobre todo cuando iban al hermoso vallejo de Chante-Merle,
mientras cuidaba Juan María el ganado, tenía por
costumbre entronizar la estatuita en el tronco de un árbol o sobre un
altarcito, y le rezaba el Rosario. Poco a poco cobró ascendiente sobre
los demás pastores, y les hacía rezar también; organizaba con ellos pequeñas
procesiones, les enseñaba las oraciones que aprendiera de su
madre, y les encarecía mucho la obediencia y la corrección en el hablar. En una
palabra, hízose su custodio. Lo cual no le impedía jugar a la rayuela como el
que más cuando era el momento de divertirse.
En el invierno de 1795, frecuentó el niño la
modesta escuela de Dardilly, en la que muy pronto descolló por su cordura y
aplicación. A los once años se confesó, por primera
vez, con el ilustrado Padre Gaboz, de la Compañía de San Sulpicio. Éste
indicó a los padres la conveniencia de procurar al niño la enseñanza religiosa más
completa y les recomendó le enviaran a la aldea de Ecully, donde se hallaban
ocultas dos monjas de San Carlos que preparaban a los niños para la primera
comunión. Juan María se hospedó por espacio de un año, en casa de una tía suya.
Durante la segunda época del Terror, en
1799, que coincidía con la siega del heno, hizo el
niño la primera comunión. Contaba a la sazón trece años cumplidos. Los dieciséis niños que componían el grupo, fueron llevados
por separado a casa de la señora de Pingón, y en un cuarto —cerrados los
postigos de las ventanas y protegidas éstas exteriormente por carretadas de
heno que, para más disimular, descargaron durante la ceremonia— tuvo lugar la misa de comunión. Fue, aquél, un día
muy dichoso para Juan María. Más tarde, hablaba de él con verdadera emoción y
hasta con lágrimas, como de un momento sublime e inenarrable.
Inmediatamente después de la ceremonia,
regresó Juan María a Dardilly. En casa no faltaba trabajo, se puso, pues, a
ayudar a sus padres y a su hermano en las diversas labores de la pequeña
propiedad.
Cuando no le era
fácil asistir a misa, se unía al celebrante espiritualmente y por la oración;
regresaba a casa rezando el rosario, y por la noche, antes de entregarse al
sueño, pasaba buen rato leyendo el Evangelio y la Imitación de Cristo, y
meditando lo que más le llegaba al alma en su lectura. Dios le preparaba así para una bellísima y santa
vocación.
VOCACIÓN TARDÍA BIEN PROBADA —EL
SACERDOCIO.
Mucho
tiempo hacía que Juan María suspiraba por ser sacerdote para ganar almas a
Dios. Cuando
la madre llegó a conocer las aspiraciones de su hijo, lloró de alegría y de emoción.
El padre, en
cambio, no quería privarse en manera alguna de quien tanto le ayudaba en las
faenas de casa. Por otra parte, como era ya mucho lo que llevaba gastado en la
dote de su hija Catalina y en ayudar a su hijo mayor Francisco, sujeto a las
quintas, se le hacía muy costoso resolverse a sufragar los estudios de Juan
María. Por fin, tras muchas consideraciones, y rendido a las reiteradas
instancias del chico, le autorizó para que siguiera las clases en la
preceptoría de Ecully, recién abierta por el párroco, señor Balley.
Pero a causa de la ingrata memoria del pobre
muchacho, las deficiencias de sus estudios primarios y el tiempo transcurrido
desde que dejara la escuela, tropezó el joven estudiante con muchas y muy
serias dificultades para aprender latín. ¿Qué hace
en semejante coyuntura? Orar mucho,
mortificarse, estudiar con tesón, hasta con riesgo de la salud. Sin
embargo, los adelantos no correspondían a tanto afán, y se sintió influir por
el desaliento. Emprendió entonces una peregrinación
a pie, mendigando el pan por el camino, y fue a postrarse ante el sepulcro de San
Francisco de Regis, en la Louvesc. Volvió de allí con nuevos bríos y consiguió
mejorar en sus estudios y en el concepto de sus profesores.
En 1809, nuestro aspirante al sacerdocio
tuvo que hacer el servicio militar, y cayó enfermo en el cuartel. El año
siguiente, debido a un conjunto de circunstancias en las que no cabía la menor
culpa o premeditación de su parte, y en las cuales debe verse la intervención
de la Providencia, resultó legalmente desertor y hubo de permanecer por espacio
de dos inviernos en un villorrio de los Cevenes. Pasó
aquella larga temporada enseñando a los niños y edificando a todos por su
piedad.
La amnistía general de 1811, y el ingreso
anticipado de su segundo hermano en filas, le permitieron regresar a Ecully,
donde prosiguió los estudios. De allí a poco murió
su madre. Juan María, que estudiaba entonces
filosofía en Verriéres, tenía a la sazón veintiséis años. Sus progresos eran
muy deficientes. En otoño de 1813 ingresó en el Seminario Conciliar de Lyón, y
la insuficiencia de sus conocimientos de la lengua latina le perjudicaron
considerablemente, tanto para el aprovechamiento de las clases, como para el
resultado de los exámenes. Al cabo de seis meses
le aconsejaron los profesores que se retirase. Su antiguo preceptor de
latín, señor Balley, siguió dándole lecciones y le presentó al examen que
precede a la ordenación, pero sin mayor éxito. Finalmente consiguió que el
tenaz candidato —aturullado por lo imponente del jurado y de aquel endiablado
latín— fuese examinado en lengua vulgar en la
rectoría de Ecully. Esta vez el vicario general y el Superior del
Seminario quedaron muy satisfechos de sus respuestas. «Ya que el joven es modelo de piedad —dijo entonces el vicario general—, Juan
María recibió los órdenes menores y él le
admito al subdiaconado; la gracia de Dios hará lo demás» subdiaconado en julio de 1814. Quince meses más tarde, el obispo de Grenoble le ordenó
sacerdote.
COADJUTOR DE ECULLY Y PÁRROCO DE
ARS.
Con inmenso regocijo
del señor Balley, el nuevo sacerdote fue designado para coadjutor de Ecully. La carta de nombramiento no le autorizaba para poder
confesar todavía; en cuanto le fue permitido sentarse en el santo tribunal, su
confesonario fue materialmente asediado, y los enfermos casi nunca llamaban más
que a él. El primero que le manifestó su
conciencia fue el propio señor cura párroco.
En el ejercicio
de su santo ministerio, le vemos entregado al bien de las almas sin regateos;
ruega por ellas, y por ellas se mortifica al par que las edifica con su piedad,
abnegación y discreta sencillez. A los pobres da cuanto tiene, hasta los
propios vestidos.
A principios de
febrero de 1818, la parroquia de Ars fue confiada al celo del coadjutor de
Ecully. Al firmar el nombramiento, le dijo el vicario general: «En esa parroquia hay muy poco amor de Dios nuestro
Señor, ya lo infundirá usted». No se
equivocaba en su confianza al hablar así.
Aquella aldea de
doscientos treinta habitantes, situada a 35 kilómetros de Lyón, conservaba un
fondo religioso, pero las prácticas cristianas habían sido punto menos que
abandonadas. La iglesia solía estar desierta; la blasfemia era un mal
profundamente arraigado; los domingos, las cuatro tabernas del lugar hacían
victoriosa competencia a los divinos oficios; no se conocía el descanso
dominical; la embriaguez, el baile y las veladas nocturnas eran verdaderas plagas
de las buenas costumbres. En la mañana del 10 de febrero de 1818, el nuevo
pastor celebraba por primera vez en la pobre iglesia de Ars el Santo Sacrificio
de la misa, y en él pedía a Dios la conversión de la parroquia. El santo
sacerdote pasa el día y parte de la noche en la iglesia, orando u ocupado en la
preparación de sus pláticas doctrinales. El descanso de la noche lo tomará echado
sobre unos sarmientos o en el duro suelo, pero antes de acostarse se
disciplinará con un instrumento armado de aceradas puntas hasta derramar
sangre. Sus modestos haberes son para los pobres y para el ornato de la casa de
Dios. A veces, pasa dos o tres días sin probar bocado; por espacio de diez años
él mismo se adereza el escaso e invariable sustento que ha de bastarle para no
morir de hambre; y en todo se muestra afable, acude presuroso a la cabecera de
los enfermos y visita a los feligreses. Para hacer más atractiva la iglesia, la
embellece con un nuevo altar y trae ornamentos nuevos; habilita otras capillas
y, declara guerra a la ignorancia valiéndose
de la catequesis y de pláticas dominicales.
Fueron menester
ocho años de labor ardua y tenaz para combatir la indiferencia religiosa de los
fieles, acabar casi por completo con la blasfemia y desterrar el trabajo de los
días festivos y la clientela de las tabernas; tendrá empero que luchar más de
veinticinco años para quitar a sus feligreses la afición al baile. Muchos
proclamaban que tales placeres eran inocentes y legítimos; pero el celoso pastor
abrió los ojos a aquellos infelices ciegos, lo mismo desde el pulpito que en el
confesonario. «El baile —les decía—, el vestido indecente y las veladas
nocturnas, tal como las usáis, son fomentadoras y encubridoras de la pasión
torpe». Y no se limitaba a perorar, se presentaba de improviso en
la plaza pública: su sola presencia bastaba para hacer huir a los danzantes; y
remuneraba al músico o al tabernero para que se ocultasen durante la diversión.
En la capilla de San Juan Bautista, de la parroquia, había hecho poner esta inscripción
tan evocadora- «Su cabeza fue el precio de un baile». Se negaba a dar la absolución
a los jóvenes que frecuentaban el baile, y aun a los que sólo eran, en tales
fiestas meros espectadores.
LA HORA DE LAS GRANDES
CONTRARIEDADES
El apóstol ha de fecundar su obra con el dolor
si quiere hacerla eficaz. En Ars, las almas verdaderamente cristianas aceptaron
gustosas las pláticas y reformas del señor cura; en la gente ignorante suscitaron, en cambio, cierta extrañeza, y aun
quejas y murmuraciones, las almas pervertidas, los pecadores endurecidos fueron
más lejos, esgrimieron el insulto, la calumnia, el ultraje difamante contra el
humilde sacerdote, considerado por todos como un santo y llegaron hasta remitir
al obispado cartas que determinaron una información canónica.
Pero la oración,
el buen ejemplo y la heroica austeridad del santo cura vencieron todas las
contrariedades, y obtuvieron por fin la total transformación de la aldea.
«Ars, ya no es Ars, es una modesta
parroquia que sirve a Dios de todo corazón» —escribía el buen párroco—, los feligreses han
pasado del libertinaje a la virtud, unos, y otros, de la piedad incipiente al
fervor. Ya no se conoce el respeto humano;
la asistencia al templo es asidua, y los domingos se guardan con todo rigor, se reza el Ángelus en el templo y en la calle, son más castas las conversaciones; las prácticas
religiosas han reaparecido en los hogares, durante la semana está de continuo
un adorador ante el Santísimo Sacramento. Muchas personas oyen diariamente misa
antes de ir a la labor, la Cofradía del Santísimo Sacramento, que llevaba la
vida lánguida, ha revivido, cada noche, al son de campana, se congregan los
fieles en la iglesia para la oración en común. Las procesiones, y en particular
la del Corpus, se celebran con la máxima solemnidad, testimonio del fervor de
los fieles.
Para las niñas
de la parroquia, y más tarde para la educación cristiana de las huérfanas
abandonadas, se gastó el santo párroco todo su patrimonio, fundando aquella
admirable Casa de la Providencia, que fue modelo de obras para la educación
popular y tuvo muchos imitadores.
ROMERÍAS A ARS. — LUCHAS CON EL
DEMONIO.
Desde 1820, el
cura de Ars predicó y confesó asiduamente en las parroquias vecinas con motivo
de la Hora Santa o de las misiones que allí se daban, consiguiendo abundantísimo
fruto, no retrocedía ante ninguna molestia; fuera de día o de noche, en
invierno o en verano, siempre acudió presuroso a prestar servicio a sus
hermanos.
Para tener el
consuelo de ver y oír a este santo varón, a la vez que, para pedirle consejo,
acudían a Ars fieles de la Dombes, de la Bresse y del Lyoncsado. Así tuvieron principio las célebres romerías que llevaban
cada año a la parroquia de Ars a millares de personas de toda condición, no sólo
de Francia sino también del extranjero, sacerdotes, religiosos, funcionarios
públicos, incrédulos, pecadores, almas atribuladas y almas ganosas de
perfección. Todos se volvían consolados,
curados, ilustrados y convertidos después de haber visitado al siervo de Dios.
Los pecadores corrían tras el humilde
sacerdote; pero
el demonio, despechado por las numerosas conversiones que el Santo obtenía y queriendo
a todo trance impedirlas, le abrumó por espacio de treinta y cinco años, con
una molestísima y pesada obsesión. Le quitaba el sueño y el descanso con recios
golpes, alaridos y alborotos de todo género, estremecimientos de la casa y de
los muebles, injurias y otras molestias por el estilo, y aun intentó
disgustarle de la oración y de la labor apostólica. Pero el
Santo replicaba a estas tentaciones dándose con más ahínco a lo que el demonio
combatía en él y multiplicando su celo por las almas.
MARAVILLOSO MÉDICO DE LAS ALMAS
La muchedumbre
de peregrinos que diariamente invadía la localidad —llegaban a cien
mil al año—, imponía al señor Cura largas sesiones confesonario.
Dios le había comunicado el talento de dirigir las almas;
sabía infundir gusto y aun ansia de la confesión; leía en las conciencias,
manifestaba a cada cual su estado y aconsejaba luego con luminosas
y acertadas palabras. Se levantaba a media noche para sus rezos,
y a la una iba a la iglesia a confesar a los que ya le aguardaban. Terminada
la misa, reanudaba las confesiones y las proseguía hasta la hora
de la doctrina, es decir, hasta poco antes del mediodía. A eso de la
una, regresaba nuevamente al templo para confesar sin interrupción hasta
el toque de oraciones. Por espacio de treinta años pasó diariamente de
dieciséis a veinte horas en el confesonario. A esta labor correspondían las
bendiciones, divinas que caían abundantes sobre las almas y aun sobre los
cuerpos de los que acudían a él con esperanza de alivio.
Todos los que a
él se acercaban volvían con el corazón henchido de gozo y con el alma llena de
las grandes ambiciones de la santidad; de manera que la peregrinación a
Ars fue un continuo ascender a Dios.
En su profunda humildad —que a juicio de
Monseñor de Segur hubiera bastado para canonizarle—- el santo cura de Ars
atribuía tal cúmulo de gracias a su «amada
santita», la mártir Santa Filomena,
una de cuyas reliquias, recientemente descubiertas, había podido conseguir, y a
la que había dedicado una capillita en la iglesia de Ars.
MUERTE Y HONRAS FÚNEBRES
Repetidas
veces había anunciado el santo párroco su próximo fin. El viernes 29 de julio de 1859 se sintió
mal. Aunque acometido de frecuentes sofocos, siguió
confesando y explicó la doctrina como de costumbre, el calor era asfixiante y
la iglesia, colmada de fieles, un verdadero horno; con todo, el ministro del
Señor permaneció firme en su lugar. Por la noche estaba completamente
extenuado. Le costó mucho llegar a la rectoría, y se acostó tiritando por la fiebre.
«Hijos míos —dijo a
los presentes—, he llegado al fin de mi carrera». Mandó llamar en seguida a su confesor,
el párroco de Jassans, y se confesó con su habitual fervor y tranquilidad, sin
manifestar el menor deseo de curación. La
enfermedad hizo rápidos progresos, el moribundo bendecía a cuantos lograban
acercarse a él y a los peregrinos que se hallaban fuera, pero ya no hablaba sino
con Dios nuestro Señor. Se iniciaron rogativas a Santa Filomena para que curara
a su gran devoto: más el estado del mismo
empeoró, por manera que al día siguiente le fueron administrados la Extremaunción
y el santo Viático. El obispo de Belley acudió a bendecir y abrazar por
última vez el venerable moribundo. El jueves 4 de
agosto, a las dos de la madrugada, el cura de Ars entraba en la gloria.
Millares de
peregrinos desfilaron ante el venerando cadáver, para tocar en él diversos
objetos de piedad. Las honras fúnebres, presididas por el señor obispo,
resultaron un verdadero cortejo triunfal. Los
preciosos despojos fueron colocados al pie del púlpito en una sepultura que no
tardó en ser centro de romerías y de oraciones. Fue canonizado por Pío XI el 31 de mayo de 1925, y por un Breve expedido el
23 de abril de 1930, propuesto a los párrocos de todo el orbe católico como
especial patrono y abogado.
Se celebra su fiesta el 9 de agosto.
EL SANTO DEL DÍA
POR EDELVIVES.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario