Para llevar a pronta ejecución la
cruzada de Tierra Santa, el más encendido anhelo de su vida y una de las
decisiones del Concilio IV de Letrán, Inocencio III emprendió un viaje a la
Alta Italia, a fin de arreglar personalmente las contiendas que dividían a las
dos potentes ciudades marítimas, Génova y Pisa. Llegó a fines de mayo a Perusa,
y aquí sucumbió el 16 de julio de 1216, a los cincuenta y seis años de edad.
Eccleston asegura que Francisco se halló presente a la muerte de Inocencio.
Por entonces, 1 de agosto, prima
die Kalendarum Augusti, fija fray Benito de Arezzo la concesión de la
celebérrima Indulgencia de la Porciúncula. Nos ocupamos más adelante de las
controversias sobre la historicidad de este suceso. Por encima de todas las
divergencias, dos aspectos esenciales de la cuestión quedan firmemente
indiscutidos:
1.° El gran perdón de las almas
se concentra, como en un hogar celeste de misericordia y refugio, en la ermita
de Santa María de la Porciúncula, cuna de la Orden Franciscana.
2.° Todo el amor de San Francisco
a sus hermanos los hombres tiemblan de emoción y ansias ardorosas en el relato
de la concesión de la Indulgencia. Será o no será rigurosamente histórico el
relato material; su plenitud de sentido moral y religioso es rigurosamente histórica
y exacta. Como ocurre muchas veces, el mito o la leyenda es aquí más
significativa y verdadera que la misma historia. He aquí el núcleo del relato:
«Estando el bienaventurado
Francisco en Santa María de la Porciúncula, le fue revelado del Señor que se
acercase al Sumo Pontífice Honorio III, que entonces se hallaba en Perusa, a
fin de impetrar de él la indulgencia para la dicha iglesia de Santa María que
había reconstruido. El papa Honorio permaneció en Perusa hasta el 12 de agosto.
Levantándose Francisco de mañana, llamó a su compañero fray Masseo de
Marignano, se presentó con él al dicho señor Honorio y le dijo:
-- Santo Padre, hace poco reparé para Vos
una iglesia en honor de la Virgen, madre de Cristo; suplico a Vuestra Santidad
que pongáis allá indulgencia sin ofertas.
Le respondió que convenientemente
no podía hacerse esto, pues el que pide indulgencia, menester es que la merezca
aportando ayuda:
-- Pero indícame cuántos años quieres y qué
indulgencia deseas se ponga allá.
A lo que respondió San Francisco:
-- Santo Padre, plegue a Vuestra Santidad
darme no años, sino almas.
Y el señor Papa le dijo:
-- ¿Cómo quieres las almas?
El bienaventurado Francisco
respondió:
-- Santo Padre, si a Vuestra Santidad le
agrada, quiero que cualquiera que venga a esta iglesia confesado y contrito y
absuelto como conviene por el sacerdote, quede libre de pena y de culpa en el
cielo y en la tierra desde el día del bautismo hasta el día y la hora que entró
en esta dicha iglesia.
El señor Papa le respondió:
-- Mucho pides, Francisco, pues no es
costumbre de la Curia romana conceder tal indulgencia.
El bienaventurado Francisco le
replicó:
-- Señor, no lo pido de mí; lo pido de
parte del que me envió, el Señor Jesucristo.
Entonces el señor Papa exclamó
tres veces:
-- Pláceme que la tengas.
Los señores cardenales que
estaban presentes respondieron:
-- Mirad, señor, que,
si a éste le concedéis tal indulgencia, destruís la indulgencia de Ultramar, y
se reduce a la nada y por nada será tenida la indulgencia de los apóstoles
Pedro y Pablo.
Respondió el señor Papa:
-- La hemos dado y concedido, y no es
conveniente revocar lo hecho. Pero la modificaremos fijándola en un solo día
natural.
Llamó entonces a San Francisco y
le dijo:
-- ¡Ea!, concedemos desde ahora que
cualquiera que viniere y entrare en dicha iglesia bien confesado y contrito,
quede absuelto de pena y de culpa, y queremos que esto sea valedero
perpetuamente todos los años, solamente por un día natural, desde las primeras
vísperas del día hasta las vísperas del día siguiente.
Entonces Francisco, después de
inclinar con reverencia la cabeza, comenzó a salir del palacio. Viendo el Papa
que se iba, le llamó y le dijo:
-- O simplicione! ¿Adónde vas? ¿Qué
garantías llevas tú de la indulgencia?
Y el bienaventurado Francisco
respondió:
-- Me basta vuestra palabra. Si es obra de
Dios, Él mismo la manifestará. No quiero otro instrumento, sino que la
bienaventurada Virgen María sea la carta, Cristo el notario y testigos los
ángeles.
Él tornó de Perusa hacia Asís, y
llegando a medio camino, al lugar que se llama Collestrada, donde había
hospital de leprosos, descansando un poco con su compañero, se durmió. Despertóse,
y después de la oración llamó al compañero y le dijo:
-- Fray Masseo, dígote de parte de Dios que
la indulgencia que me ha concedido el sumo Pontífice ha sido confirmada en los
cielos» (Diploma del obispo Teobaldo).
Luis de Sarasola, O.F.M., San
Francisco de Asís.
Madrid, Ed. Cisneros, 1960.
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