Entre todos los dogmas marianos, ninguno tan
inculcado y tan venerado por la Liturgia sagrada como el de la Maternidad de la Santísima Virgen, por ser el
principal y la raíz de todas las prerrogativas que la distinguen y encumbran
sobre las demás creaturas. Pero como “de María numquam
satis”, la Iglesia quiso afirmarlo más explícitamente y dejar un
monumento vivo del XVº Centenario del Concilio de Efeso, que definió la divina Maternidad de la Virgen proclamándola Theotokos o Madre
de Dios.
MARÍA, MADRE NUESTRA.
—Al saludarte hoy con tú bello título de Madre de Dios,
no
olvidamos que “por
haber nacido de ti el Redentor del género humano, por eso mismo, eres Madre
benevolentísima de todos nosotros, a quienes Jesucristo ha tomado por hermanos.
Al escogerte por Madre de su Hijo, Dios te inculcó sentimientos muy de madre que
sólo destilan amor y perdón”. (Pío X I: Encíclica Lux Veritatis).
“Oh Virgen Santísima, dulce es a tus hijos afirmar
de ti todo lo que hay de glorioso, todo lo que es magnífico; y, al hacer esto,
no se apartan de la verdad, quedan cortos en lo que te mereces. (Basilio de
Seleucia, Homilía 39, n. 6; P. G., 85, c. 452). Porque
tú eres la maravilla de las maravillas, y de cuanto existe o existirá, nada hay,
excepto Dios, tan magnífico como tú”. (Isidoro de Tesalónica, Sermón para la
Presentación de María; P. O., 189, c. 69).
Acuérdate
de nosotros en la gloria del cielo donde estás; te lo pedimos con sumo gozo y
con toda confianza. “El
Omnipotente está contigo y tú también eres omnipotente con El, omnipotente por
El, y omnipotente cerca de Él”, como dice San Buenaventura. Puedes
presentarte ante Dios, no tanto para rogar como para disponer: sabes que Dios
atiende infaliblemente a tus deseos. Es verdad que somos pecadores, pero por nosotros
llegaste a ser Madre de Dios, y “nunca
se ha oído decir que haya sido desamparado ninguno de los que acudieron a tu
protección. Animados con tal confianza, acudimos a ti y, gimiendo por el peso
de nuestros pecados, nos prosternamos a tus pies. Madre del Verbo Encarnado, no
desprecies nuestras súplicas, antes bien dígnate oírlas y cumplirlas”. (S. Bernardo).
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