DOS
FIESTAS DEL REINADO DE CRISTO.
— Al principio del Año litúrgico encontramos ya una fiesta del reinado
de Cristo: la
Epifanía. Jesús acababa de nacer y se
manifestaba a los reyes de Oriente y al pueblo de Israel como “el Señor que tiene en su mano el
reino, el poder y el imperio”. Acogimos a este “Salvador, que venía a reinar
sobre nosotros”, y con los Magos le ofrecimos nuestros
presentes, nuestra fe y nuestro amor.
Y ¿por qué quiere la Iglesia que, al fin del
año, celebremos una nueva fiesta del reinado de Cristo, de su reinado social y
universal?
No padecimos engaño en tiempo de la Epifanía sobre la naturaleza de este
reinado, como tampoco lo padecimos sobre la dignidad de Dios que poseía el Niño
recién nacido. Pero tal vez nos dejamos fascinar por aquella estrella que, al brillar
en el cielo de Belén, nos alumbraba con la luz de la fe y nos hacía esperar
mayores claridades para la eternidad. Entonces cantamos el acercamiento de la
gentilidad a la fe en la persona de los Magos que vinieron allá del Oriente a
adorar al Rey de los Judíos.
EL
LAICISMO.
— La Iglesia quiere que pensemos hoy en las consecuencias de este
llamamiento Universal a la fe de Cristo. Las naciones, en conjunto, se han
convertido al Señor, que las trajo, con los acontecimientos sobrenaturales, los
beneficios de una civilización completamente desconocida del mundo antiguo.
Pero, desgraciadamente, hace ya dos siglos que un error sumamente pernicioso
destroza a todas las naciones, a Francia particularmente: el laicismo.
Consiste éste en la negación de los derechos
de Dios y de Nuestro Señor Jesucristo sobre toda la sociedad humana, tanto en
la vida privada y familiar, como en la vida social y política. Los propagadores de esta herejía han repetido
el grito de los judíos deicidas: No
queremos que reine sobre nosotros. Y con toda la habilidad, tenacidad y audacia
de los hijos de las tinieblas, se han esforzado por echar a Cristo de todas
partes.
Han
declarado inmoral a la vida religiosa y expulsado a los religiosos; han
intentado imponer a la Iglesia, aunque inútilmente, una constitución cismática;
han decretado la separación de la Iglesia y del Estado y han negado a la sociedad
civil la obligación de ayudar a los hombres a conquistar los bienes eternos;
han introducido el desorden en la familia con la ley del divorcio, han
suprimido los crucifijos en los tribunales, hospitales y escuelas. Y,
finalmente, han declarado intangibles sus leyes y han hecho del Estado un Dios.
RAZÓN
DE ESTA FIESTA.
— Frente “a esta peste de nuestros días” los
Papas no han cesado de levantar su voz. Pero, como la plaga iba en aumento, Pío XI quiso aprovechar el año jubilar para
recordar solemnemente al mundo por la Encíclica Quas
primas del 11 de diciembre de 1925, el
completo y absoluto poder de Cristo, Hijo de Dios, Rey inmortal de los siglos,
sobre todos los hombres y sobre todos los pueblos de todos los tiempos.
Además,
para que esta doctrina tan necesaria no se olvidase demasiado pronto, instituyó en honor de su reinado universal una fiesta
litúrgica que fuese a la vez memorial solemne y reparación de esa apostasía de
las naciones y de los individuos, que se afana por manifestarse en la doctrina
y en los hechos en nombre del laicismo contemporáneo.
Finalmente, el Sumo Pontífice prescribió
para esta misma solemnidad la renovación de la
consagración del género humano al Sagrado Corazón.
Los fieles encontrarán en el Breviario o simplemente en el Misal, la
doctrina de la Iglesia sobre el reinado social de Cristo y fórmulas
incomparables de oraciones de alabanza, de reparación y de petición que pueden
dirigirle en esta fiesta. Pero esta enseñanza en toda su amplitud se halla
expuesta en la Encíclica del Papa.
Nos contentaremos con dar un resumen, invitando a los lectores que
acudan al texto original para que, reconociendo los derechos del Señor, arrojen
el veneno del laicismo y se lleguen con confianza al Corazón de Jesús, cuyo
reinado es de amor y de misericordia.
TRIPLE REINADO.
— En la Encíclica verán en qué sentido Cristo es Rey de las
inteligencias, de los corazones y de las voluntades; quiénes son los súbditos
de este Rey, el triple poder incluido en su dignidad regia y la naturaleza espiritual
de su reinado.
“Ya está en uso desde hace mucho tiempo el
atribuir a Cristo en un sentido metafórico el título de Rey, por razón de la
excelencia y eminencia singulares de sus perfecciones, por las cuales sobrepuja
a toda criatura. Y nos expresamos de ese modo para afirmar que es el Rey de las
inteligencias humanas, no tanto por la penetración de su inteligencia humana y
la extensión de su ciencia, cuanto porque es la misma Verdad y los mortales
necesitan buscar en él la verdad y aceptarla con obediencia. Se le llama Rey de
las voluntades, no sólo porque a la santidad absoluta de su voluntad divina
corresponden la integridad y la sumisión perfecta de su voluntad humana, sino
también porque, mediante el impulso y la inspiración de su gracia, somete a Sí
nuestra libre voluntad, con lo que viene nuestro ardor a inflamarse para
acciones nobilísimas. A Cristo se le reconoce finalmente como Rey de los
corazones, a causa de su caridad, que excede a todo conocimiento y de su
mansedumbre y bondad, que atraen a las almas; y en efecto, no ha habido hombre
alguno hasta hoy que haya sido amado
como Jesucristo por todo el género humano, ni tampoco se verá en lo porvenir.
LA
DIGNIDAD REGIA, UNA CONSECUENCIA DE LA UNIÓN HIPOSTÁTICA.
— “Pero, avanzando un poco más en nuestro tema, cada cual puede echar de
ver que el nombre y poder de Rey convienen a Cristo en el sentido propio de la
palabra; se dice de Cristo que recibió de su Padre
el poder, el honor y la dignidad regia en cuanto hombre, pues el Verbo de Dios,
que con el Padre posee una misma sustancia, no puede menos de poseer todo en
común con su Padre y, por consiguiente, el imperio supremo y absoluto sobre todo
lo creado. La dignidad regia de Cristo se funda en la unión admirable
que llamamos unión hipostática. Por consiguiente: los
ángeles y los hombres tienen que adorar a Cristo en cuanto es Dios, pero tienen
que obedecer y exteriorizar su sumisión también a sus mandatos en cuanto
hombre, es decir que, por el solo título de la unión hipostática, a Jesucristo
se le dio poder sobre todas las criaturas...
LA
TRIPLE POTESTAD.
— “La dignidad regia de Cristo lleva
consigo un triple poder: legislativo, judicial y ejecutivo y sin él no se puede
concebir aquélla. Los Evangelios no se contentan con afirmarnos que Cristo
ratificó algunas leyes, nos le presentan también dictando otras nuevas... Jesús
declara además que el Padre le otorgó el poder judicial... Este poder judicial implica
el derecho de decretar para los hombres, penas y recompensas, aun en esta vida.
Y, por fin, también tenemos que
atribuir a Cristo el poder ejecutivo, dado que es de necesidad para todos la
obligación de obedecer a sus órdenes, y que ha establecido algunas penas de las
que no se librará ningún culpable.
CARÁCTER
DEL REINADO DE CRISTO.
— “Que el reinado de Cristo ha de ser en cierto sentido principalmente
espiritual y referirse a las cosas espirituales... Nuestro
Señor Jesucristo lo confirmó con su modo de obrar... Ante Pilatos declara que
su reino no es de este mundo. En el Evangelio se nos muestra su reino
como reino en el que nos preparamos a entrar por la fe y el bautismo... El
Salvador no opone su reino más que al reino de Satanás y al poder de las tinieblas.
Exige a sus discípulos desasirse de las riquezas y
de todos los bienes terrenos, practicar la mansedumbre, tener hambre y sed de
la justicia, pero también renunciarse y llevar cada cual su cruz. Como
Jesucristo en cuanto Redentor compró a la Iglesia con el precio de su sangre y,
en cuanto Sacerdote, se ofrece a sí mismo perpetuamente en sacrificio por los
pecados del mundo, ¿quién no echará de ver
que su dignidad regia tiene que participar del carácter espiritual de estas dos
funciones de Sacerdote y de Redentor?
“Con todo, no se podría negar,
sin cometer un grave error, que el reinado de Cristo-hombre se extiende también
a las cosas civiles, puesto que recibió de su Padre un dominio absoluto, de tal
modo que abarca todas las cosas creadas y todas están sometidas a su imperio...”
CONSAGRACION
AL SAGRADO CORAZÓN DE JESÚS.
No debemos terminar el día sin hacer nuestra la fórmula de Consagración
que compuso León XIII, cuya
recitación pública está prescrita por Pío XI para todos
los años en esta fiesta.
“Dulcísimo Jesús, Redentor del género
humano, miradnos humildemente postrados delante de vuestro altar: vuestros
somos y vuestros queremos ser; y a fin de poder vivir más estrechamente unidos
con Vos, todos y cada uno espontáneamente nos consagramos en este día a vuestro
Sacratísimo Corazón. Muchos, por desgracia, jamás os han conocido; muchos,
despreciando vuestros mandamientos, os han desechado. ¡Oh
Jesús benignísimo, compadeceos de los unos y de los otros, y atraedlos a todos a
vuestro Corazón Santísimo! ¡Oh Señor! Sed Rey, no sólo de los
hijos fieles que jamás se han alejado de Vos, sino también de los pródigos que
os h a n abandonado, haced que vuelvan pronto a la casa paterna para que no
perezcan de hambre y de miseria.
Sed Rey de aquellos que por seducción del error
o por espíritu de discordia, viven separados de Vos; devolvedlos al puerto de
la verdad y a la unidad de la fe, para que en breve se forme un solo rebaño
bajo de un solo Pastor.
Sed Rey de los que permanecen aún envueltos en
las tinieblas de la idolatría o del islamismo; dignaos atraerles a todos a la
luz de vuestro reino.
Mirad finalmente con ojos de misericordia a los
hijos de aquel pueblo que en otro tiempo fué vuestro predilecto; descienda
también sobre ellos, como bautismo de redención y de vida, la sangre que un día
contra sí reclamaron.
Conceded, oh Señor, incolumidad y libertad segura
a vuestra Iglesia; otorgad a todos la tranquilidad en el orden; haced que del
uno al otro confín de la tierra no resuene sino esta voz: “Alabado sea el Corazón divino,
causa de nuestra salud; a Él se entonen cánticos de honor y de gloria por los
siglos de los siglos. Así sea.”
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