El pueblo de Cupertino donde nació nuestro santo pertenecía al reino de Nápoles, tenía entonces unos 2.000 habitantes, dedicados casi exclusivamente a la agricultura.
Sus padres se unieron en matrimonio el año 1585. Su padre se llamaba
Felipe Desa y su madre, de catorce años, era Franceschina Panaca. Los dos eran
de familias económicamente modestas. Su padre era carpintero. El duque de
Acerenza, lo nombró procurador del castillo que poseía en el pueblo por
considerarlo un hombre de bien y de confianza. Por este motivo sus
conciudadanos lo llamaban el castellano.
Tuvieron seis hijos, pero los cuatro primeros (Brígida, Pedro, Margarita
y otro segundo Pedro) murieron muy pequeños. Sobrevivieron: Livia, nacida el 14
de octubre de 1601, y nuestro José María.
Su padre cometió un gravísimo error, que condicionaría la vida de
nuestro futuro santo. Un día, por excesiva ligereza, avaló a algunos conocidos
por el valor de 1.000 ducados, una suma enorme en aquellos tiempos. Los amigos
no cumplieron su compromiso y él, como garante, debió responder del dinero o ir
a la cárcel. En esta disyuntiva huyó del lugar y dejó abandonada a la esposa,
que estaba embarazada de José María.
El día 17 de junio de 1603 llegaron algunos alguaciles a la casa,
buscando al papá. Franceschina estaba a punto de dar a luz y huyó del hogar,
refugiándose en casa de unos amigos y escondiéndose en el establo. Ese mismo día nació nuestro santo, José María Desa Panaca, en
el establo, como Jesús.
Al nacer, su madre lo consagró a la Virgen y,
por eso, al nombre de José le añadió el de María. Su madre solía decir: Yo lo consagré a María y sólo he
sido su nodriza.
José creció alto y fuerte, aunque no muy atractivo de rostro. La mamá era muy religiosa, pero a raíz de quedarse sola,
cuidando de dos hijos sin el apoyo y compañía de su esposo y habiendo caído en
la pobreza total, se volvió muy nerviosa y lo castigaba con frecuencia. No
obstante, el niño mostraba siempre muchos deseos de amar a Dios, visitaba mucho
las iglesias y pasaba muchos momentos del día y de la noche rezando el rosario
y las letanías de la Virgen. En su propia casa colocó un altar, donde se
entretenía rezando.
A los ocho años, en 1611, cayó gravemente enfermo de una úlcera
cancerosa que lo obligó a guardar cama durante seis años, soportando el calor y
la tiña, abandonado de todos, pues nadie quería visitarlo ya que la úlcera
producía muy mal olor. Sólo su madre lo atendía, aunque a veces se dejaba
llevar de su nerviosismo y le gritaba desesperada: Tú no eres mi hijo. Te he
encontrado en el bosque, te tengo por amor de Dios.
Él
sufría todo con paciencia y aprendió a ser humilde, sintiendo que no era nada
ni servía para nada. La mayor parte del tiempo lo pasaba solo. Así aprendió a rezar y a encomendarse a Dios como su único
refugio en la adversidad; Dios fue para él la fuerza y la alegría de su vida.
Después de seis años de inmovilidad obligatoria, pasó por Cupertino un anciano,
medio religioso, que había ejercido la profesión de cirujano en el hospital de
incurables de Nápoles. La mamá le pidió que hiciera algo por su hijo y él
aceptó operarlo con la condición de que ella le firmara un documento en el que
decía que se lo había entregado ya muerto. Hizo la operación para sacarle el
tumor, pero fue un fracaso. Entonces, el mismo anciano
recurrió al último recurso, llevó a José al santuario de la Virgen de las
Gracias de Galatone (Lecce), donde él vivía, y ungió la herida con el aceite de
la lámpara que ardía ante la Virgen. Y sucedió instantáneamente el milagro, de
modo que José pudo regresar a Cupertino caminando con la ayuda de un bastón y
radiante de felicidad. Era el año 1617 y tenía 14 años.
La larga enfermedad había cambiado el alma de José. Ahora tenía más
paciencia para afrontar las dificultades de la vida, y era más humilde, pues
había aprendido que él por sí solo no valía nada. Había perdido años preciosos
de estudio y era casi un analfabeto, pero su fe se había incrementado
enormemente y su vida de oración era admirable con éxtasis y consolaciones
espirituales. Apenas pudo caminar, se dirigió al
santuario de la Virgen de la Grottella, a unos tres kilómetros y medio de su
casa, donde había una imagen de la Virgen, que toda la vida le sería muy
querida, para agradecerle la curación. Después debió pensar en su futuro
y se decidió a aprender el oficio de zapatero, pero pronto tuvo que dejarlo,
porque no era muy hábil para ello. Pensó seriamente en
ser religioso, siguiendo el camino de sus tres tíos franciscanos conventuales: Giovanni Caputo, hermanastro de su madre; Giambattista,
hermano carnal de su madre, y Franceschino, hermano de su padre; pero ellos no
lo apoyaron, pensando que no servía para esa vida, pues era muy distraído y
estaba muy atrasado en los estudios.
santuario de la Virgen de la Grottella, |
Pidió el ingreso en los capuchinos, que lo recibieron en agosto de 1620,
a sus 17 años, en el convento de Martina Franca. Pero sólo estuvo hasta marzo
de 1621. Tenía poca aptitud para las cosas manuales y era muy tosco para
manejar cosas frágiles. Fácilmente rompía platos, vasos y otras cosas útiles
que caían de sus manos. Él era consciente de sus errores y se presentaba en el
comedor ante la Comunidad con los pedazos rotos, pidiendo perdón a todos. Sin
embargo, como eso sucedía con frecuencia, lo castigaban a ver si aprendía. De
pronto, le volvió a salir un tumor en una pierna y él, pensando en la
experiencia de sus seis años de enfermedad y considerando que lo tendrían que
expulsar por falta de salud, no quiso decir nada a nadie, sufriendo en
silencio. Un día decidió sacar el tumor con un cuchillo de cocina, pero la
hemorragia fue tanta que tuvo que pedir auxilio a gritos, porque se desangraba.
Con este suceso, los Superiores consideraron que no servía para la vida
religiosa y lo expulsaron. Escribieron en el registro del convento: Totalmente inepto para la vida religiosa, inhábil e
ignorante.
Lo peor para él fue la ceremonia de
expulsión en la que le quitaban el hábito religioso y lo vestían de civil,
poniéndolo en la puerta. Él dirá que cuando le quitaban el hábito, le parecía
que le sacaban la piel. Ese mismo día, debía comenzar su caminata a
Cupertino; unos 80 kilómetros que debía recorrer a pie con el miedo y la
vergüenza de presentarse en casa como un expulsado. Por eso, pensó que era
mejor ir a ver a su tío franciscano Giovanni Caputo, que estaba predicando la
cuaresma en el pueblo de Avetrana.
José encontró a su tío y con él estuvo unos días hasta la Pascua, pero
al manifestarle que quería ser religioso y que había sido expulsado de los
capuchinos, su tío decidió llevarlo a casa con su madre. En Cupertino se enteró
de que su padre había muerto y que las deudas, no pagadas, recaían sobre él
como heredero, lo que significaba que podía ser arrestado en cualquier momento.
Su madre no lo recibió bien, pero trató de ayudarlo, pidiendo la ayuda de sus
otros tíos, pero ellos tampoco lo consideraron apto para la vida religiosa y no
lo quisieron recibir en el convento de la Grotella.
Sólo el modesto sacristán del convento lo
recibió por caridad y lo escondió en un rincón oscuro del convento. Allí estuvo
seis meses completamente aislado del mundo, pasando mucho calor en verano y
mucho frío en invierno, con la poca comida que le procuraba el sacristán,
tomando aire solamente por la noche, cuando nadie lo podía ver.
Su tío se compadeció al verlo en ese estado
extremo, habló con el Superior, que era su otro tío Franceschino Desa, lo
hicieron curar y después lo recibieron como empleado para cuidar el establo y
específicamente la mula del Superior. Ahora José ya se sentía mejor, pues no lo
podían llevar a la cárcel por ser empleado del convento. Además lo aceptaron
como terciario franciscano laico y podía tener algunas horas para estudiar,
pensando siempre en su deseo de ser religioso.
Después de tres años de empleado, todos los religiosos del convento lo
estimaban, porque era muy servicial y humilde con todos. Sus tíos decidieron aceptarlo como novicio y comenzó el
noviciado el 19 de junio de 1625, a los 22 años, siendo aceptado para estudiar
con miras al sacerdocio.
En enero de 1627 emitió sus votos perpetuos
como religioso. Ese mismo mes recibió las órdenes menores y en febrero, el
subdiaconado.
Su carrera al sacerdocio fue vertiginosa, casi
milagrosa. En tres años de estudios superiores llegó a la cima, a pesar de no
haber tenido una buena base previa. Su tío, el padre Giambattista Panaca,
hermano de su madre, fue su guía durante el noviciado y quien lo ayudó mucho en
sus estudios. Al dar su examen para el diaconado, tuvo, según algunos, ayuda
celestial, pues le mandaron explicar el único párrafo de la Escritura que sabía
a fondo.
Fue ordenado
diácono en marzo de 1627.
Para el examen al sacerdocio recibió ciertamente
una ayuda de lo alto. El obispo encargado de tomar examen era muy estricto y
fray José tenía miedo por no estar bien preparado. Los primeros examinados
respondieron muy bien y el obispo pensó que todos estaban igualmente bien
preparados. Al ser llamado con urgencia para atender algunos asuntos
importantes, decidió sin más aprobar a todos los candidatos. Para nuestro José
fue una bendición del cielo y, a lo largo de toda su vida, lo consideró como un
milagro de su madre querida, la Virgen del santuario de la Grottella. Fue ordenado sacerdote el 28 de marzo de 1628
a los 25 años de edad. Y comenzó su ministerio sacerdotal en su mismo pueblo de
Cupertino.
El primer apostolado del padre José fue su
ejemplo de vida santa. Como relata Giuseppe Capocio que lo conoció: “Caminaba con una túnica vieja y
nunca aceptaba dinero de nadie… Muchas veces yo he comido con él y no lo he
visto comer otra cosa que habas y cosas así. Siempre lo vi beber agua y se
consideraba un gran pecador, llamándose a sí mismo “fray asno”. Dormía
sobre una estera, con la cabeza apoyada en una piedra o tronco de madera. El
piso y las paredes de su celda estaban teñidos de sangre por las disciplinas
que se daba cada día. Llevaba una vida de mucha penitencia. Según un testigo,
cuando comía, ponía a la menestra una hierba amarga en polvo. Normalmente, sólo
comía hierbas crudas y frutos secos a los que añadía esos polvos amargos para
hacer la comida menos agradable.
El abad Rosmi escribió: Él mismo me
manifestó que durante 10 años no comió más que hierbas crudas y bebía sólo
agua. Durante cuatro o cinco años comió dos veces a la semana y durante una
Cuaresma sólo frutas y agua, a pesar de transportar grandes piedras para hacer
una construcción. Dormía en tierra sobre la piel de un animal. También hacía
los servicios más humildes del convento por la noche sin ser visto y cogía la
basura con sus manos. A los enfermos también los atendía, haciéndoles servicios
indispensables como tirarles los orines, limpiar su habitación, etc.
En cuanto a la obediencia, muchos autores lo consideran como un mártir
de la obediencia por todo lo que debió sufrir de sus Superiores, que le
mandaban celebrar misa delante de gente importante para verlo en éxtasis, lo
que a él le disgustaba, porque quería permanecer ignorado de todos.
El padre Nuti, su Superior, certificó: Muchas
veces me dijo a mí y a otros que por obediencia se hubiera echado en un horno
ardiente y que por el mérito de la obediencia esperaba haber salido sano y
salvo.
En cuanto a su pureza era muy estricto y no
hablaba con mujeres, sino lo estrictamente indispensable. Tenía el don de
detectar a las personas deshonestas por el hedor que sentía en sus personas. De
hecho, salía de él un olor de santidad, un perfume sobrenatural, que era una
manifestación sobrenatural de su pureza interior.
El año 1636 fue un año especialmente movido. El Prior provincial Antonio
de san Mauro, decidió que lo acompañara durante un año por todos los conventos
de la Provincia para que fuera un ejemplo para todos los religiosos por su vida
de santidad. Él aceptó obligado por la obediencia. Visitaron unos 60 conventos,
pero a sus misas públicas asistía mucha gente y él se
extasiaba y volaba dejando en todos una inmensa alegría espiritual, aparte de
los muchos milagros que Dios hacía por su intercesión.
El 15 de agosto
de 1663 celebró su última misa con mucha fatiga, pues estaba muy enfermo. El 8
de setiembre, fiesta de la Natividad de María, pidió que le dieran la unción de
los enfermos. Al final de la celebración, exclamó: “¡Oh, el paraíso, el paraíso!”
Parece
que tuvo alguna visión celestial. El 12 de
setiembre le llevaron la comunión y cayó en éxtasis, diciendo: “¡Qué alegría, qué alegría!”
Uno de esos días recibió la bendición
del Papa Alejandro VII y, para recibirla bien, quiso levantarse y recibirla de
rodillas con la cabeza inclinada en señal de respeto, mientras rezaban las
letanías de la Virgen. El día 17 recibió por última vez la comunión.
Ese mismo día Monseñor Onofri, vicario episcopal de la diócesis,
escribía a la Secretaría de Estado del Vaticano que estaba
muy enfermo, que no podía formar bien las palabras y que se sostenía con vida
gracias a la comunión que había recibido esa misma mañana, manifestando que
estaba absorto en las cosas de Dios.
Al día siguiente hacia medianoche, después
de sonreír dos veces, entregó su alma al Creador. Era el 18 de setiembre de
1663. Tenía 60 años.
Los funerales
tuvieron lugar el día 20. Su cuerpo fue colocado en un ataúd y sepultado en la
capilla de la Inmaculada Concepción entre el altar mayor y la sacristía el día
21 sin ninguna demostración especial. Al año siguiente, el 26 de julio de
1664 fue nombrado ciudadano honorario de Ósimo. Cuando se reestructuró la
iglesia en 1963, al celebrar el III centenario de su muerte, fue colocado en la
cripta donde se encuentra actualmente, debajo del altar mayor. Actualmente, esa
iglesia es el santuario de san José de Cupertino en Ósimo.
“SAN JOSÉ
DE CUPERTINO
EL SANTO
VOLADOR”
P. ÁNGEL PEÑA
O.A.R.
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