El santo obispo e ilustre mártir de Cristo, Fermín, a quien otros llaman Firmio, fue natural de Pamplona de Navarra, e hijo de un ilustre senador y muy poderoso.
Sus padres, habiendo detestado la idolatría
y abrazado la fe de Cristo, se dieron con gran diligencia a la práctica de
todas las virtudes cristianas, conforme a los consejos de san Honesto, obispo
de Tolosa de Francia, de quien habían recibido el santo bautismo; y no fue el
menor de sus cuidados la cristiana educación de su hijo Fermín, que aprendió de
sus devotos padres el socorrer con limosnas a los pobres y necesitados, y con
saludables enseñanzas a los rudos e ignorantes.
Se consagró de joven al servicio de Dios recibiendo el
sacerdocio, y por sus méritos y virtudes llegó a ocupar la sede episcopal de
Pamplona.
Ardía
en su pecho el deseo de la dilatación de la fe y de la salvación de las almas:
por lo cual, predicando con apostólico celo, pasó a la Galia que entonces se
llamaba Lugdunense, recorrió varios pueblos diseminando la verdad del Evangelio,
y fijó su residencia por algún tiempo en Augeviros, ciudad principal de aquella
región, donde en un año y tres meses redujo innumerables almas dé la idolatría
a la fe de Jesucristo, y a la práctica de la ley evangélica.
Con
no menor fruto ganó para Jesucristo muchas almas en las ciudades de Aubi,
Auvergne, Anjou y otras, desterrando de todas partes los errores de los paganos
e introduciendo nuevas y muy puras costumbres en las almas de sus habitantes.
Pasó
luego a Beauvais, ciudad de la misma provincia, donde fue preso por Valerio, presidente de esta
ciudad; el cual lo hizo azotar
cruelmente varias veces, y después que le juzgó ya casi muerto a puros azotes,
le hizo volver a la cárcel, donde, si no moría, le acabase de quitar la vida
Sergio, sucesor suyo; mas el pueblo, que le amaba como a su padre y maestro, se
amotinó y lo sacó violentamente de la cárcel y le puso en libertad, con que el
santo confesor y apóstol de Cristo volvió de nuevo a desplegar las alas de su
celo, y convirtió y bautizó a todos los moradores de aquella ciudad, levantando
en ella algunas iglesias.
De
aquí pasó a Amiens, en la misma provincia, donde en cuarenta días convirtió
unos tres mil nombres a la fe de Jesucristo.
No pudiendo llevar en paciencia tantas
conversiones Longinos y Sebastián, crueles tiranos, que presidían en esta
ciudad, prendieron al glorioso obispo y apostólico varón san Fermín, y temiendo
no se lo quitase de entre las manos el devoto pueblo, como había hecho en
Beauvais, lo degollaron en la misma cárcel: con que acabó gloriosamente, dando
la vida por la fe de Jesucristo que tanto y con tantas fatigas había dilatado,
recibiendo la gloriosa corona del martirio, y siendo su alma pura presentada
por manos de ángeles en las del Creador.
Reflexión: Consideremos
en el celo, en los trabajos, y en el glorioso martirio de san Fermín, lo que
costó a los varonas apostólicos el don de la fe y conocimiento de Cristo que
nosotros tenemos y gozamos.
Cada país tiene su apóstol, y casi
todos estos hombres apostólicos copiaron como los discípulos de Jesucristo, a
costa de su sangre, la conversión de los pueblos que redujeron a la fe
cristiana.
Tengamos pues en grande aprecio
y estima nuestra religión verdadera, como una joya del cielo, bañada en sangre
de apóstoles, y en sangre de Jesucristo, que nos ha hecho este regalo de Dios y
prenda de su amor infinito.
Oración: Oh Dios,
que
coronaste con aureola de inmortalidad al bienaventurado obispo y mártir Fermín,
ilustre por la predicación de la fe y el combate de los tormentos; concédenos
benigno que así como celebramos su triunfo, alcancemos también su premio. Por Jesucristo, nuestro Señor.
Amén.
FLOS SANCTORVM
DE LA FAMILIA
CRISTIANA.
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