domingo, 9 de septiembre de 2018

Frutos que se logran de la consideración de las virtudes que practicaron los mártires durante sus combates.


— ¡Oh! cuánto se aprende al considerar los heroicos ejemplos de virtud que dieron los santos mártires en el tiempo de su suplicio. Al ver el desprecio que hicieron del mundo y de todas sus grandezas, se aprende en primer lugar a despreciar los bienes caducos de la tierra, y a cuidar únicamente con los bienes eternos. Las ofertas que les hacían los tiranos eran grandes riquezas, las primeras dignidades, reales nupcias, para que abandonasen la fe, pero ellos todo lo despreciaron, y se contentaron con ser despojados de todos sus destinos y fortunas, y se abrazaron con los hierros incandescentes, y con las muertes más ignominiosas para no perder la divina gracia y los bienes eternos que promete Dios a los que le sirven.


   A san Clemente ofreció el tirano una grande copia de oro y de piedras preciosa si hubiese renunciado a Jesucristo; entonces el santo, vuelto hacia el Señor exclamó: “¡Oh! Dios! ¿Y á que os comparan los hombres? ¡Al polvo y al lodo!”

   A san Teodoro mártir se le ofreció, si dejaba la fe, la dignidad de pontífice. Al oír esto el santo se puso a reír, y dijo: “¿Yo pontífice? Yo espero ir a gozar de Dios en el cielo, y queréis que yo lo cambie por quedarme en la tierra a hacer de cocinero y de verdugo como hacen estos pontífices que ofrecen sacrificios de animales á númenes impostores?”


— Apréndase además a confiar en Dios, y adherirse más íntimamente a nuestra fe, viendo resplandecer admirablemente en la constancia de los mártires el poder de Dios, que les da fuerza bastante para superar con tanto valor y júbilo los tormentos y la muerte: ¿Cómo tantas personas débiles, tiernas vírgenes, niños, viejos decrépitos hubieran podido resistir al dolor de tantos tormentos, cuya sola relación llena de horror, parillas, planchas de hierro, corazas ardientes, vergas, azotes, uñas de acero, que desgarraban el cuerpo hasta descubrir los huesos y las entrañas de aquellos santos, si Dios no les hubiese dado fuerza para sufrirlo?

   San Barlamo, puesto en el Martirologio en el 19 de noviembre, pobre habitante de una aldea de Antioquía, mostrándose firme en confesar la fe de Cristo, el tirano le mandó azotar por mucho tiempo, hasta fatigar a los verdugos; después le obligó a tener la mano en una llama que ardía delante de un ídolo y sobre de ella mandó poner ascuas con incienso, para que, sacudiendo el santo la mano por el dolor, o cayendo el incienso con el fuego sobre el altar del ídolo pudiese decir que Barlamo había sacrificado a aquel simulacro. Pero el santo se resignó heroicamente a que el fuego le abrasase la mano y los nervios hasta los huesos, y no quiso mover la mano, y en medio de los agudísimos dolores de aquel suplicio, dice la historia que acabó la vida.

   
    Este mártir merece los elogios de san Juan Crisóstomo y de san Basilio.

   Santa Eulalia era una niña de solos doce años. El tirano, ante todo, la mandó azotar, de modo que todo su virginal cuerpo se convirtió en una llaga, después hizo derramar sobre aquella llaga aceite hirviendo: después le mandó aplicar hachas ardientes en el pecho y en los costados; y la santa, en medio de aquellos tormentos no hacia otra cosa que alabar a Dios. Después le fueron dislocados todos los miembros, y con uñas de hierro desgarradas todas las carnes hasta los huesos. Por fin, no sabiendo ya que hacerse el tirano, la hizo quemar viva.



   — Si tratamos de tiernos jóvenes, san Víctor de catorce años, fué asimismo atormentado primero con azotes y con el tormento, después dilacerado con hierros hasta las entrañas. Su padre, que era gentil, se quejaba amargamente de ver como padecía su hijo, y el joven le dijo: “No, padre mío, yo con esta muerte no pereceré, antes iré al cielo para reinar allí eternamente”. Y así murió gozoso entré los tormentos.

   Así murió también san Agapito, tierno joven, el cual, amenazándole el tirano que le haría quemar la cabeza con un casco ardiente, le respondió: “¿Y qué mayor dicha puede caberme que perder mi cabeza, para verla después coronada en el Paraíso?” Y realmente el emperador le mandó poner ascuas sobre la cabeza, después le hizo azotar, colgarle de pies sobre una espesa humareda, tragar agua hirviendo, romperle las quijadas, finalmente cortarle la cabeza.



   — Si de estos pasamos a los viejos, san Simeón, obispo de Jerusalén, a la edad de ciento y veinte años, después de haber sido cruelmente atormentado, como escribe Eusebio Cesariense, murió valerosamente en una cruz.

   San Felipe, obispo de Heráclea, cuyo martirio referiremos por extenso en su lugar, siendo ya de edad decrépita, fué por orden del tirano arrastrado de pies por toda la ciudad: después le mandó azotar, hasta descubrírsele los huesos y las entrañas, y finalmente le hizo morir en las llamas; el santo viejo, hasta que espiró no cesó de dar gracias al Señor, que así le hacía morir para su gloria.


    — Además, al considerar la paciencia de los mártires en sus suplicios muévase el alma a sufrir con paciencia las adversidades y miserias de la vida, la pobreza, los dolores, las persecuciones, los desprecios y todos los otros males que son de un peso muy ligero si con lo que sufrieron los mártires se comparan. El consuelo mayor que endulzaba las penas de aquellos héroes santos, las injurias, las injusticias y demás tormentos que sufrían era el imaginarse ser la voluntad de Dios que padeciesen aquellos malos tratamientos por su amor. Y así nosotros cuando nos veamos afligidos por alguna tribulación, pensemos que mucho más graves fueron los tormentos de los mártires, y ruboricémonos de lamentarnos de ser atribulados, antes bien resignémonos con la voluntad de Dios.

   Decía san Vicente de Paul: “La conformidad al querer divino es el remedio para todos los males”.


   — Aquí se debe advertir lo que dice san Agustín, que no la pena sino la causa del martirio es lo que hace los verdaderos mártires: Martyres veros non poena facit, sed causa (S. Aug. Epist. 167). Y enseña también santo Tomás (2, 2 qu. 124. art. 1, ad 3) ser verdadero martirio el sufrir la muerte por ejercitar un acto de virtud. De lo que se infiere que tiene el mérito del martirio, no solo el que da la vida por la fe por mano del verdugo, sino también el que acepta la muerte para cumplir la divina voluntad y dar gusto a Dios, que es un acto de la más excelente virtud, porque es un entero sacrificio de sí propio al divino amor. Ya que pues todos hemos de pagar el tributo de la muerte, procuremos en nuestras oraciones aceptar gustosos la muerte para cumplir la voluntad de Dios cuando él nos llame para partir de este mundo. Y cada vez que se practica este acto de todo corazón, se contrae un mérito muy semejante al que contrajeron los mártires en dar su vida por Jesucristo.

   Santa María Magdalena de Pazzi siempre que rezaba el Gloría Patri en el oficio divino, bajando la cabeza, se disponía interiormente a inclinarla como para recibir el golpe fatal del verdugo.


— Apréndase a más de esto a recorrer con frecuencia a Dios cuando nos sentimos débiles y casi desalentados para sufrir con resignación algún trabajo un poco duro, alguna pérdida muy sensible, o alguna enfermedad muy dolorosa. Así lo hacían los santos mártires. Cuando el tormento era más agudo y penetrante redoblaban sus súplicas a Dios, el Señor les socorría, y así quedaban victoriosos.

   San Teodoto, después de haber sido atormentado por el tirano con varios géneros de martirio, fué extendido sobre tiestos llenos de fuego. Sintiendo entonces el santo que el dolor le penetraba hasta las entrañas, rogó al Señor que se lo mitigase algún tanto, y así obtuvo la fortaleza de resistir a los tormentos hasta la muerte.

   Lo contrario sucede a muchos cristianos, que puestos en el tormento de la tribulación, olvidan el recorrer a Dios, y caen y se pierden en su descuido. Se lee, y es digno de notarse, en la historia de los mártires del Japón, que un viejo, condenado a morir serrado poco a poco por una caña hasta que espirase, se mantuvo firme por mucho tiempo sufriendo aquel tormento; pero estando para dar el último aliento dejó de encomendarse a Dios, renegó de la fe, y al momento el infeliz espiró. Lección utilísima para todos, que nos enseña que la perseverancia en rogar y recurrir al Señor en el tiempo en que nos faltan las fuerzas para resistir a las tribulaciones o tentaciones, es lo que nos alcanza la salud.


— Nos enseña sobré todo de amar a Dios, en lo cual está nuestra salud: Qui non diligit, manet in morte (1.Ep. Juan., 3,14). El que no ama, muerto está. Nuestro afectó a Dios no tanto se prueba con el mucho trabajar para su gloria, como con el mucho sufrir por su amor. Así los santos mártires, con sus inmensos padecimientos, han manifestado el amor grande que le tenían.

   San Gordiano mártir respondió al tirano que le amenazaba la muerte si no renunciaba a Jesucristo: Tú me amenazas con la muerte, y yo solo siento no poder morir más que una vez por mi amado Jesucristo.

   Así mismo san Procopio mártir, mientras el tirano le estaba haciendo atormentar decía: Atorméntame cuanto quieras, pero has de saber, que para quien ama a Jesucristo no hay cosa más dulce que padecer por su amor.

   Dice san Bernardo, ¿y qué, hablaban así estos santos, porque eran estúpidos e insensibles a los tormentos? No, responde el mismo santo: Hoc non fecit stupor, sed amor (Serm. 51, in Cant.) No eran estúpidos los mártires; sentían con toda su viveza el dolor de los tormentos que se les aplicaban; pero como amaban mucho a Jesucristo, tenían por una ganancia el padecer mucho y dar la vida por su amor. Este es, pues, el mayor provecho que podemos sacar de la lectura de las historias de los mártires: al leer los tormentos y barbaridades que en sus personas ejercieron los tiranos, nos debe hacer avergonzar de lamentarnos de las tribulaciones que nos envía Dios en esta vida, y nos da valor para aceptarlas sin turbar nuestra paz interior.


 — Siendo la muerte el mayor tributo que todo hombre ha de pagar, es también la mayor tribulación que espanta hasta los santos. Nuestro mismo Salvador en cuanto a hombre quiso darnos a entender el temor que le inspiraba la muerte, cuando la tenía cerca, hasta rogar a su Padre que le librase de ella; pero al mismo tiempo enseñó a aceptar la muerte según Dios la tiene dispuesta, diciendo: Verumtamen non sicut ego volo, sed sicut tu— No obstante, no como yo quiero, sino como tú (Mat. 26,39). Con esto han ganado los mártires la gloria del martirio, habiendo aceptado la muerte para agradar a Dios y conformarse con su voluntad; porque, como dijimos ya, siguiendo a san Agustín, no la pena, sino la causa y el objeto de la muerte es lo que hace los mártires.

   De ahí es, que aquel que muere aceptando gustoso la muerte y todas las penas que le acompañan para cumplir con la voluntad de Dios, aunque no muera por mano de verdugo, muere no obstante con el mérito de mártir o a lo menos, muy semejante a él. Dedúcese además que cuantas veces se ofrece uno a sufrir el martirio por amor de Dios, tantas veces, adquiere el mérito de mártir. Ya hemos dicho antes que santa María Magdalena de Pazzi, siempre que rezaba el Gloria Patri inclinaba la cabeza, figurándose recibir el golpe del cuchillo. De este modo veremos en el ciclo muchos santos doblemente coronados con el mérito del martirio sin haber sido mártires.


— Por último, esta lectura es una viva exhortación para que tengamos grande confianza en encomendarnos cada día a la intercesión de los santos mártires, cuyas súplicas son muy eficaces para un Dios. Cuando pasemos por algún trabajo algo pesado, o deseemos una especial gracia, hagamos una novena, o a lo menos un triduo, en honor de los santos mártires, y fácilmente conseguiremos la gracia: Honoremus beatos Martyres (Honrar a nuestros beatos mártires), escribe san Ambrosio (Serm. 9 3),  principes fidei, intercessores mundi (los gobernantes de la fe, intercesores del mundo). Si el Señor promete la paga a cualquiera que da un vaso de agua a un pobre, ¿qué no hará por aquellos que le han dado la vida a fuerza de tormentos? Porque es preciso advertir, que los mártires, antes de recibir el golpe mortal, se preparaban, como ciertamente debemos creer, mil y mil veces a sufrir todos los tormentos y la muerte; y así al terminar su vida morían con el mérito, no de un solo martirio, sino de lodos aquellos que antes en su corazón habían aceptado y ofrecido a Dios; de lo cual podemos inferir con que cúmulo de méritos al morir entrarían en el cielo, y de consiguiente cuánto vale para con Dios su mediación.



“TRIUNFOS de LOS MARTIRES”
POR S. ALFONSO M. LIGORIO



No hay comentarios.:

Publicar un comentario