Apenas publicado por los emperadores Diocleciano y Galerio el edicto de persecución general (303), Maximiano Hércules, oficial asociado al imperio por Diocleciano en abril de 286, se dio prisa para cumplirlo en sus Estados de Occidente, sobre todo en Italia. Llegó a Roma en abril del 303, y convocó para el día 22 del mismo una asamblea del Senado en el Capitolio. En ella presentó el emperador a los senadores, para que lo ratificasen, el siguiente decreto: «El emperador permite al prefecto de la ciudad y a sus funcionarios detener a los cristianos doquiera sean hallados y obligarlos a sacrificar a los dioses inmortales.» Al retirarse de la asamblea los senadores exclamaban repetidamente: « ¡Victoria a ti! ¡Augusto! ¡Augusto! ¡Plegue a los dioses que vivas con ellos!» La multitud agolpada afuera acogió con estrepitosos aplausos tales aclamaciones. Así quedó promulgado en Roma, por la autoridad del César de Occidente, el edicto que Galerio arrancara ya antes en Oriente de la debilidad de Diocleciano.
En esta persecución
debían, entre millares, dar la vida por la fe los Santos Marcelino y Pedro,
presbítero y exorcista, respectivamente.
PEDRO PROMETE CURAR A LA HIJA DE SU
CARCELERO
Como aún se conservan las Actas del martirio de estos dos
Santos, las seguiremos fielmente en esta narración.
Ambos siervos de Dios fueron encarcelados
por orden del juez Sereno, y cargados de cadenas tan pesadas que les impedían
todo movimiento. Fue confiada la custodia de la cárcel a un tal Artemio, quien tenía una
hija única llamada Paulina, doncella muy amada de su padre, y muy atormentada y
afligida del demonio. Como Artemio se lamentase continuamente de
semejante desgracia, el exorcista Pedro aprovechó para decirle con ánimo de
lograr su conversión:
— Escucha, Artemio, mis consejos, y cree en Jesucristo, Hijo único
del Dios vivo y libertador de todos los que creen en Él; si así lo haces
sinceramente, pronto curará tu hija.
— De tus palabras
deduzco que estás loco y desvarías —respondió Artemio.
Ese Cristo, que tú
tienes por Dios, no te puede librar a ti de la cárcel y de mis manos, y ¿dices
que, creyendo yo en Él, librará a mi hija del demonio que la atormenta y le
dará salud?
— Poderoso es el Señor para
librarme de estas cadenas y de toda clase de tormentos; pero no quiere privarme
de la corona que me tiene reservada, permitiéndome amorosamente que termine mi
carrera entre torturas temporales, acrecentando así mi gloria eterna.
— Si quieres — añadió Artemio en tono zumbón— que yo crea en
tu Dios, redoblaré tus cadenas, te encerraré solo en lo más profundo de la
cárcel y aumentaré la guardia; si con eso libra tu Dios a ti y a mi hija,
creeré en Él.
— Tu falta de fe — contestó Pedro sonriendo— será curada si cumples lo que acabas de decir.
— Prometo creer
en tu Dios si te libra de las cadenas — dijo Artemio, aparentando seriedad.
— Ve, pues —
añadió Pedro—, a aparejarme lugar en tu
casa, porque en nombre de mi Señor Jesucristo iré a encontrarte en ella sin que
nadie me acompañe y guíe, a pesar de todos los cerrojos y cadenas... Si
entonces creyeres, será salva tu hija. Más no te imagines que mi Dios obrará
este prodigio para satisfacer tu caprichosa curiosidad, sino sólo para atestiguar
la divinidad de mi Señor Jesucristo.
Meneaba Artemio la cabeza diciendo para sus
adentros:
—No cabe duda que los tormentos que ha sufrido este hombre le
hacen hablar con desatino.
DIÁLOGO ENTRE EL CARCELERO Y SU ESPOSA.
MILAGROSA APARICIÓN
Apenas
llegado a casa, después de haber tomado las antedichas prevenciones, el
carcelero refirió con donaire a su mujer, Cándida, cuanto había ocurrido en la
prisión, y ella con más cordura le replicó:
—Me maravilla que llames insensato y desconfíes tan a la ligera
de un hombre que, en tales condiciones, te promete la curación de nuestra hija.
¿Tardará mucho en cumplirlo?
— Ha dicho que vendrá hoy mismo.
— Pues, si lo
hace como prometió, no cabrá después dudar de la divinidad del Cristo a quien
adora.
— Pero ¿también
tú estás loca? —Dijo el
carcelero—. Aun cuando los dioses bajasen del cielo
serían incapaces de libertarle, y el mismo Júpiter en persona se sentiría
impotente.
— Pues está claro que, si como tú dices, ni el mismo Júpiter puede
librarle, tanto más habrá que glorificar al Dios de ese hombre, si realiza ese prodigio.
Había llegado ya el sol a su ocaso y empezaban a brillar las
primeras estrellas vespertinas, cuando, hallándose todavía dialogando sobre
este asunto ambos esposos delante de su hija, se les presentó repentinamente
Pedro vestido de blanco y con una cruz en la mano. Suspensos, atónitos quedaron
por un momento Artemio y su mujer, por tan maravillosa aparición.
La estupefacción de Artemio y Cándida llegó
a su colmo cuando vieron a su hija con salud. Se echaron entonces a los pies de
nuestro bienaventurado, exclamando:
— Verdaderamente no hay más que un solo Dios verdadero, y
Jesucristo es el único Señor.
A vista de estos prodigios, todos los que estaban en casa de
Artemio creyeron en Dios y fueron bautizados.
Al propio tiempo, su
hija Paulina se postró ante el siervo de Dios confesando al Señor, libre ya del
demonio, que la dejó apenas vio la cruz, y huyó por los aires a la vez que
gritaba furioso:
— La virtud de Cristo,
¡oh Pedro!, que está en ti, me ha atado y echado del cuerpo virginal de
Paulina.
MUCHEDUMBRE DE CONVERSIONES
Se divulgo
inmediatamente entre el vecindario la noticia de estos sucesos, y
acudieron a casa de Artemio multitud de hombres y mujeres que clamaban a
porfía:
— ¡Sólo Cristo es el Dios omnipotente! Se
sucedían entretanto curaciones de enfermos y liberaciones de endemoniados.
Como deseaban todos ser
cristianos, fué Pedro a buscar al presbítero Marcelino y le acompañó a casa de
Artemio; y allí mismo, después de haberlos instruido en las verdades más
esenciales de la fe, les administró el Bautismo.
Corrió
Artemio a la cárcel a decir a los demás presos que estaban bajo su custodia:
— Los que quieran
creer en Jesucristo dejen aquí sus cadenas y vengan conmigo a mi casa para
abrazar la fe cristiana.
Le siguieron alborozados todos los presos. La circunstancia de haber caído enfermo el juez Sereno,
favoreció esta evasión colectiva y dio tiempo a que fueran bautizados por
Marcelino y acudieran durante más de cuarenta días a las instrucciones que
ambos ministros sagrados les daban para asegurarlos en la fe.
PEDRO Y MARCELINO, ANTE EL JUEZ.
Mas casi que el juez recobró la salud, su primer cuidado fué
enterarse de la situación de los presos. A este fin, envió a Artemio, por
conducto de su alguacil, la orden de aprestarse por la noche para comparecer
ante él con los encartados.
Recibido el mensaje dijo el carcelero a sus
reclusos:
—Los que tengan deseo del martirio dispónganse animosamente a la pelea;
los demás pueden retirarse a donde les plazca.
A la madrugada del día siguiente se sentó
Sereno en su tribunal y ordenó que introdujesen a los citados. El primero en presentarse fué Artemio, que habló
al juez de esta manera:
—Señor, las prisiones están vacías, porque Pedro, el exorcista de
los cristianos, a quien hicisteis azotar y encarcelar medio muerto, invocó a su
Dios, rompió las cadenas de todos los presos y les abrió las puertas de la cárcel,
ante cuyo milagro todos abrazaron la fe cristiana y recibieron el bautismo. Sólo
el presbítero Marcelino y su exorcista Pedro están a vuestra disposición.
Arrebatado de ira al oír tales razones, Sereno
ordenó le trajesen a los dos culpables y, cuando
los tuvo en su presencia, les dijo:
— Si renunciaseis
a vuestra religión os libraría de los cruelísimos tormentos que os preparan los
verdugos; además he llegado a saber que habéis sacado de la cárcel a ladrones y
criminales.
— Un criminal sigue siéndolo — respondió Marcelino— mientras no cree en Jesucristo; pero al admitir la fe y purificarse
de sus culpas, se hace hijo del soberano Dios.
Seguía Marcelino en esos y parecidos discursos con la mayor
serenidad y firmeza; por lo cual, viendo el juez que perdía el tiempo en tentarle
con halagos y promesas, mandó que le hiriesen a puñadas el rostro y el pecho, lo
que hicieron los verdugos hasta dejarle medio muerto; luego dispuso que le
separasen de Pedro, le volviesen a la cárcel, le encerraran, cargado de
cadenas, en una estancia tenebrosa y reducida, le tendiesen desnudo en el suelo
cubierto de cascos de vidrio y no le diesen ningún alimento ni refrigerio.
Y, volviéndose a Pedro, con rostro severo y
turbado, le dijo:
— No pienses que he de volver a atormentarte en el potro y
a quemarte los costados con hachas encendidas, sino que te mandaré atar mañana
mismo a un palo para que seas despedazado y comido por las fieras.
A lo
que Pedro replicó con cierta ironía:
— ¡Qué mal te cuadra tu
nombre de «Sereno», pues estás tan anublado y tan lleno de tinieblas! Si así no
fuera, en vez de haber mandado herir y encarcelar a Marcelino, le habrías
suplicado rogase a Dios por ti, para que le librase de las penas eternas que te
están aparejadas.
Se embraveció más el juez con estas palabras de Pedro, y mandó
cargarlo de cadenas, volverle a la cárcel y meterle en apretado cepo.
LIBERACIÓN MILAGROSA. — MUERTE DEL
CARCELERO, INSCRIPCIÓN DAMASIANA
Pero el Señor velaba sobre sus siervos, que sufrían por su
nombre en cárceles separadas; les envió un ángel, que se apareció primero
a Marcelino mientras estaba orando tendido sobre los cascos de vidrio, lo vistió
con sus vestiduras y le dijo:
— Sígueme.
Se levantó Marcelino y el ángel le condujo a donde estaba
aherrojado Pedro, a quien libertó de igual modo. Los acompañó luego a la casa donde
estaban reunidos en oración todos los que antes se habían bautizado. Les dijo el
ángel que permaneciesen allí siete días con aquellos cristianos.
El juez envió al día
siguiente a sus satélites a la cárcel por Marcelino y Pedro, mas no los
hallaron en ella. Exasperado Sereno, convirtió su rabia y furor contra Artemio
y contra Cándida, su mujer, y Paulina, su hija, a quienes conminó que
sacrificasen a los dioses. Más ellos contestaron a una:
—Nosotros confesamos al Señor Jesucristo y por nada del
mundo nos mancharemos con ritos sacrílegos.
Viéndose aún defraudado Sereno, dispuso que los llevasen
inmediatamente a enterrar vivos bajo un montón de escombros que había en la vía
Aureliana. Avisados de ello, Marcelino y Pedro salieron al paso a los
condenados para animarlos por última vez, ponderándoles la recompensa que les
aguardaba. Y, como muchos cristianos acudieron también al encuentro de nuestros
dos Santos, los satélites huyeron llenos de miedo. Los cristianos más mozos
corrieron a su alcance y amablemente los exhortaron a que abrazasen también la
fe cristiana. Y, como se negaron a ello, el pueblo los retuvo hasta que el
presbítero Marcelino hubo celebrado Misa en el sitio mismo en que habían de
morir Artemio y los suyos. Acabado el Santo Sacrificio se retiró el pueblo.
Entonces
dijo Marcelino a los satélites:
—Bien veis que estaba en
nuestras manos jugaros una mala partida, libertar a Artemio y a su esposa e
hija, y escapamos luego, ya que Dios favorecía nuestra fuga, pero no hemos querido
aprovechar tan oportuna ocasión. ¿Qué os parece?
Ofuscados los satélites por la irritación que les causaban
aquellos contratiempos, arremetieron contra Artemio y le cortaron la cabeza,
arrojaron a Cándida y Paulina en una sima y echaron sobre ellas piedras y
escombros, dejando así sepultados sus sagrados cuerpos. El Martirologio
registra estos tres Santos el día 6 de junio.
ARTEMIO, CÁNDIDA Y PAULINA. |
Luego los satélites se apoderaron de Marcelino y Pedro y,
habiéndoles ligado las manos atrás, los ataron a un árbol, quedándose algunos
para custodiarlos mientras los demás iban a dar parte a Sereno.
DEGOLLACIÓN DE PEDRO Y MARCELINO
Enterado de lo ocurrido, el magistrado mandó llevar a los dos
mártires a un bosque llamado la Selva Negra, que
desde entonces se llamó, en memoria de ellos, la Selva Blanca, para ser allí decapitados. Como el sitio designado estaba
todo cubierto de zarzas, se pusieron Pedro y Marcelino a arrancarlas con sus propias
manos para que en él se hiciese el sacrificio. Allí los dos gloriosos mártires
se abrazaron y dieron ósculo de paz, con singular devoción y ternura, y,
puestos de rodillas en fervorosa oración, recibieron el golpe que les cortó la
cabeza.
El verdugo confesó luego
públicamente que había visto salir de sus cuerpos a las almas de estos dichosos
mártires, como blancas vírgenes vestidas con túnicas deslumbradoras, adornadas
de oro y piedras preciosas, y a unos ángeles que se las llevaban gozosas a los
cielos. Esto
ocurrió, según se cree, el 2 de junio del año 303.
El verdugo, compungido,
se convirtió, hizo penitencia por su pecado y acabó santamente la vida.
En
aquella época vivían dos matronas cristianas, Lucila y Fermina, parientas del
mártir San Tiburcio, el mismo tal vez que se venera el 11 de agosto. Eran tan
grandes el amor y veneración que le profesaban, que para no apartarse de su
sepulcro habían hecho construir allí cerca un edificio para su vivienda. Un día
se les apareció San Tiburcio acompañado de los Santos Marcelino y Pedro, y les
indicó lo que habían de hacer para sacar de la «Selva
Negra» los cuerpos de los dos mártires y ponerlos cabe
el suyo en la parte inferior de la cripta; lo que hicieron puntualmente,
ayudadas por dos acólitos de la Iglesia de Roma.
INSCRIPCIÓN DAMASIANA
El santo papa Dámaso I, tuvo siempre empeño particular en
honrar a todos los mártires con el culto más distinguido, y, como sentía
especial devoción en ejercitar en estos casos las dotes poéticas con que le
había distinguido el Señor, compuso en verso, con ocasión del martirio de los
Santos Pedro y Marcelino, según afirma el verdugo Doroteo, una inscripción para
su tumba relatando las circunstancias de sus últimos combates y glorioso
triunfo. He aquí, traducido al romance, un extracto de ella:
«Escuchad, Pedro y
Marcelino, el relato de vuestro triunfo. Cuando yo, Dámaso, era todavía niño,
me contó el verdugo que el perseguidor, furioso, habla ordenado fueseis
decapitados entre las malezas para que no hubiera memoria de vuestra sepultura.
Más vosotros la preparasteis con vuestras propias manos. Después que hubisteis
descansado por algún tiempo en una blanca tumba, manifestasteis a Lucila el
deseo de que vuestros santos cuerpos fuesen enterrados aquí».
Tan conocidos llegaron a ser en Roma estos
dos defensores de la fe, que sus nombres fueron inscritos entre los pocos
mártires nombrados en el Canon de la Misa. Se prueba, además, la antigüedad de
su culto por las oraciones propias que se leen en el Sacramentario del papa
Gelasio.
LA CATACUMBA Y LAS DOS IGLESIAS DE LOS
SANTOS MARCELINO Y PEDRO
La cripta
de los Santos Pedro y Marcelino, que forma parte de la Catacumba “ad dúos lauros”
— de los dos laureles—, a una legua de la ciudad y en la vía Labicana,
en el lugar denominado Tor Pignattora, fué descubierta por Stevenson cuando de
1895 a 1897 se realizaron en ella trabajos de investigación. La amplitud del aposento, abierto en estuco, da cabida a
numerosos visitantes. Cerca de la entrada se ve una inscripción en honor de los
dos Santos, esculpida por un peregrino. Las dos tumbas que hay en dicho
aposento guardaron los cuerpos de estos mártires hasta el siglo IX, pues nadie
se atrevía, por respeto, a trasladarlas a sepultura más suntuosa. Se contentaban
con adornar con pilastras y mármoles los modestos lóculos.
Santa Elena, que tenía
cerca una quinta, hizo levantar una pequeña basílica sobre la Catacumba, en la
que ella misma fué inhumada en un magnífico sarcófago de pórfido, que se halla
actualmente en el museo del Vaticano. Como por las incursiones de los bárbaros
cayó en ruinas aquel santuario, lo mandó restaurar en 1632 el papa Urbano V
III, y lo confió al Cabildo de San Juan de Letrán.
También en Roma mismo, en el valle que separa
el monte Celio del Quirinal y cerca de San Juan de Letrán, se ve otro santuario
dedicado a los Santos Pedro y Marcelino, que se supone levantado también en el
siglo IV por el papa San Siricio, y en el que se celebraba y sigue celebrándose
la «estación» el sábado de la segunda semana de Cuaresma. Pío X mandó hacer algunas
mejoras más y lo erigió en iglesia parroquial, en 1911.
LAS RELIQUIAS DE LOS SANTOS MARCELINO Y
PEDRO
El secretario de Carlomagno, Eginardo, que
fué después monje benedictino y presunto autor de un extenso poema latino sobre
la pasión de los dos mártires, logró, en el año 828, del papa Gregorio IV los cuerpos
de los Santos Marcelino y Pedro, y los trasladó a Estrasburgo, después a
Michelenstad y por fin a Malinheim o Seligenstadt en la diócesis de Maguncia,
donde fundó en 829 en honor de los dos mártires una abadía de la que fué el
primer abad.
Eginardo cedió algunas reliquias de estos
Santos a la abadía de San Saulve, cerca de Valenciennes, a San Bavón de Gante y
a San Servacio de Maestricht. También hay algunas en Cremona, cuya ciudad los
tomó por patronos.
EL SANTO DE CADA DIA
POR EDELVIVES
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