«Soy el mínimo de todos los Apóstoles e indigno de ser llamado apóstol, porque perseguí a la Iglesia de Dios». Eso dice el mismo San Pablo, en la primera epístola que escribió a los Corintios (XV, 9).
Pero con tener tan baja opinión de sí, reconocía y publicaba a voz en
grito cuanto en él había obrado la gracia: «Por
la gracia de Dios —añade— soy lo que soy, y su gracia no
ha sido estéril en mí; antes he trabajado más copiosamente que todos: pero no
yo, sino la gracia de Dios conmigo».
San Pablo estaba dotado de superior ingenio y era de ánimo esforzado. Le
dio el Señor un corazón ardiente, capaz de emprender cualquier cosa para lograr
el triunfo de sus ideas, y un temple recio y varonil. Una vez entregado a
Jesucristo después de convertido, merced al ardor y fecundidad de su ministerio,
a sus incesantes correrías, y a sus luchas, adversidades y trabajos en medio de
la gentilidad, mereció el dictado de «Apóstol
de las gentes», y es el «Apóstol» por
antonomasia.
En varios lugares de sus epístolas nos da el mismo San Pablo, como de
paso, algunos informes sobre su familia. Nació en la ciudad de Tarso, en Cilicia,
de padres que descendían de la tribu de Benjamín y gozaban del derecho de
ciudadanía. El título de ciudadano romano era hereditario, y así Pablo echará
mano de él cuando le convenga. Hasta su conversión guardó fielmente las
doctrinas y observancias farisaicas que le enseñaron sus padres, quienes le
pusieron el nombre de Saulo.
Siendo muy joven le enviaron a Jerusalén para que el famoso letrado Gamaliel
le enseñase la ley y ceremonias de Moisés; allí fué condiscípulo de Bernabé, de
quien hablaremos más adelante. Su portentosa inteligencia se asimiló en breve
la ciencia de las Sagradas Escrituras; pero no llegó a descubrir en ellas el
misterio del Hombre Dios, por velárselo, como con densísima nube, la mentalidad
terrena y carnal de los judíos de aquellos tiempos y de los fariseos
particularmente. Tenía el entendimiento y la voluntad totalmente cautivados por
la doctrina farisaica, de suerte que vino a ser en pocos años acérrimo
partidario y defensor de dicha secta.
¿Cuánto tiempo permaneció Pablo en
Jerusalén? Lo ignoramos; lo cierto es que no se le ofreció ocasión de
ver y conocer al divino Salvador. Le vemos otra vez
en dicha ciudad guardando las capas de los que apedreaban a San Esteban,
protomártir, y al parecer, era por entonces uno de los más sañudos y feroces
enemigos de la naciente Iglesia.
CONVERSIÓN
¿Cómo fué la conversión del furioso perseguidor?
Él
mismo lo refiere en la apología que hizo de sí ante el rey Agripa. En ella
vemos que sucedió de modo en extremo maravilloso. Lo dice así:
«...Yo
por mí estaba persuadido de que debía proceder hostilmente contra el nombre de
Jesús Nazareno, como ya lo hice en Jerusalén, donde no sólo metí a muchos de
los santos o fieles en las cárceles, con poderes que para ello recibí de los príncipes
de los sacerdotes, sino que siendo condenados a muerte, yo di también mi
consentimiento. Y, andando con frecuencia por todas las sinagogas, los obligaba
a fuerza de castigos a blasfemar del nombre de Jesús. Enfurecido más cada día
contra ellos, los iba persiguiendo hasta en las ciudades extranjeras. En este
estado, yendo un día a Damasco con poderes y comisión de los príncipes de los
sacerdotes, siendo el mediodía, vi. ¡Oh rey!, en el camino una luz del cielo más resplandeciente que el
sol, la cual con sus rayos me rodeó a mí y a cuantos iban conmigo. Habiendo
todos nosotros caído en tierra, oí una voz que me decía en lengua hebrea: ‘Saulo, Saulo, ¿por qué me
persigues? Duro empeño es para ti el dar coces contra el aguijón’. Yo entonces respondí: ¿Quién eres tú Señor? Y el Señor me dijo: ‘Yo soy Jesús, a quien tú persigues.
Pero levántate y ponte en pie; porque te he aparecido para constituirte en ministro
y testigo de las cosas que has visto y de otras que te mostraré apareciéndome a
ti de nuevo’». (Hechos, XXVI, 9-17).
Se hizo llevar a la ciudad de Damasco, donde le había dicho Jesús que le
dirían lo que tenía que hacer. Allí, después de tres días de ayuno, fue bautizado
por Ananías. Saulo mudó de vida total y repentinamente. Con tanto mayor
ardimiento predicó de allí en adelante el nombre de Jesús cuanto con mayor saña
y furor le había perseguido hasta entonces. Las gracias sobrenaturales que
Pablo recibió del cielo en su conversión, engrandecieron y perfeccionaron sus
dones y excelencias naturales. El intrépido y valeroso Apóstol puso tanto
empeño para hacerlos fructificar, que todos los siglos han contemplado
admirados la obra magna y prodigiosa de su apostolado.
De las citas autobiográficas diseminadas por sus escritos se deduce que,
ya bautizado, pasó tres años en los desiertos de Arabia, y volvió luego a Damasco,
donde predicó la fe cristiana con tanto celo y tan excelente fruto, que los
judíos se enfurecieron contra él y quisieron quitarle la vida. Pablo logró
escaparse, haciéndose descolgar de noche, metido en un serón, por una ventana
que caía a la otra parte del muro de la ciudad, cuyas puertas habían cerrado
los judíos y guardaban cautelosamente. Pablo llegó a Jerusalén y vio por vez
primera a San Pedro. Los cristianos recordaban la pasada vida de Pablo y se temieron
de él hasta que Bernabé, su antiguo condiscípulo, le abrazó y le llevó a los
Apóstoles, logrando así que los fieles le creyesen y estimasen. Por lo cual.
Pablo andaba y vivía con los cristianos y por su elocuencia traía a muchos
judíos a la verdadera fe. Por entonces los fariseos, sus antiguos
correligionarios, envidiosos y confundidos, buscaban medio para matarle. Pablo
se refugió en Tarso, de donde era natural. Allí fué a buscarle San Bernabé
—probablemente pasado el año 40, cuando ya San Pedro había abierto la entrada
en la Iglesia a los gentiles en la persona del centurión Cornelio— , y lo llevó
para que le ayudase en el gobierno de la Iglesia de Antioquía, recién fundada.
MISIONES DE SAN PABLO
Con mucha gala de pormenores refieren las correrías apostólicas de San Pablo
los últimos capítulos de los Hechos de los
Apóstoles (13-28), que se leen con sumo agrado por lo ameno e
interesantes. El mismo Espíritu Santo se dignó elegir a Pablo para que fuera
Apóstol de los gentiles: «Separadme
a Pablo y a Bernabé para la obra a que los tengo destinados»
(Hecho...
13, 2). Se fueron, pues, llevándose a otro discípulo llamado Juan, por
sobrenombre Marcos. Se embarcaron juntos en Seleucia para la isla de Chipre. En
Salamina predicaron en la sinagoga judía. Lo propio hicieron en Pafos, donde
convirtieron al procónsul romano Sergio Paulo. Entonces empezó Saulo a
latinizar su nombre, llamándose Paulo (en español,
Pablo), quizá en memoria del insigne convertido. Sergio Paulo, el cual
se dio también al apostolado.
Pablo, Bernabé y Juan Marcos volvieron al Asia Menor con intento de predicar
en toda ella; pero Juan Marcos, al cabo de poco, se apartó de ellos, por
faltarle ánimos para tal empresa. Con eso, Pablo y Bernabé evangelizaron las
provincias de Panfilia, Licaonia y Pisidia, y se detuvieron principalmente en
las ciudades de Perge, Antioquía de Pisidia, Iconio, Listra, Derbe y Atalia,
obrando prodigios y numerosas conversiones.
Ocurrió en Listra un singular suceso. Habiendo Pablo sanado a un hombre que
era cojo de nacimiento, asombrado el pueblo, quisieron adorar como a dioses a
Pablo y Bernabé; a éste, que era de aspecto grave, le llamaban Júpiter, y a
Pablo, que de ordinario hablaba en las asambleas, le tenían por Mercurio, dios
de la elocuencia. Quisieron también sacrificarles toros y ofrecerles coronas,
como solían hacerlo con los dioses del Olimpo. A duras penas pudieron impedirlo
los dos apóstoles: «Hombres,
¿qué es lo que hacéis? —les decían—; nosotros también somos mortales
como vosotros; venimos a predicaros que dejéis esas vanas deidades...»
Con
dificultad lograron triunfar del pueblo.
De pronto está loca aclamación se mudó en odio feroz que atizaban algunos
judíos llegados de Antioquía y de Iconio. Apedrearon a Pablo, y le arrastraron
fuera de la ciudad, donde le dejaron por muerto. Poco a poco volvió en sí; al
día siguiente partió para Derbe con Bernabé. Volvieron a pasar por las ciudades
ya evangelizadas, donde ordenaron sacerdotes y consagraron obispos, y,
finalmente, se embarcaron en Atalia para llegar por mar hasta Antioquía. A lo
que se cree, esta primera misión fué entre los años 46 y 49.
Efectuaron la segunda entre los años 51 y 54. Además hicieron antes otro
viaje a Jerusalén, por el año 51, con ocasión del primer Concilio. Reinaba gran
discordia y porfía entre los cristianos de Antioquía, porque algunos judíos
convertidos pretendían obligar a los gentiles a la circuncisión y a las otras
ceremonias de la ley de Moisés. Pablo y Bernabé fueron de parecer contrario al
de aquellos judíos; mas, como la cuestión tomase sesgo violento, para apaciguar
los ánimos determinaron que todo lo resolviese el apóstol San Pedro. Llamó éste
a los demás Apóstoles y presbíteros y les explicó el caso. Luego deliberaron
presidiendo San Pedro la asamblea en la que se determinó aquella cuestión de la
manera que San Pablo había señalado: los gentiles
debían abstenerse de manjares ofrecidos a los ídolos, de la fornicación, de los
animales sofocados, y de la sangre.
Grande fué la alegría de los neófitos de Antioquía, cuando Pablo y
Bernabé les dieron noticia de esta decisión del Concilio.
Propuso después San Pablo a San Bernabé emprender juntos el segundo viaje
apostólico. Bernabé quiso que se les agregase Juan Marcos; pero Pablo guardaba
mal recuerdo de la pusilanimidad de aquel joven discípulo que se separó de
ellos en el primer viaje, y no estuvo conforme con que ahora se les juntase.
Esta disensión ocasionó el que los dos Apóstoles se separasen a su vez; cada
cual fué por su lado en esta segunda jornada.
Pablo, tomando a Silas, discurrió por Siria y Cilicia, confirmando y
alentando a las Iglesias de Derbe y Listra, y recorrida ya el Asia Menor llegó a
Troas en la Tróade. De Listra se llevó consigo a Timoteo, y de Troas a Lucas,
evangelista.
Pasaron los cuatro de Troas a Macedonia y desembarcaron en Neápolis —que
hoy en día se llama Cavalla—. De aquí fueron a Filipos, donde hubo grandes
porfías y alborotos por causa de la predicación y milagros de los Apóstoles. A
Pablo y Silas los azotaron cruelmente y los encarcelaron. Con todo, en Filipos
dejaron fundada una Iglesia, que fué para San Pablo abundante y perenne
manantial de consuelos. Evangelizaron luego a Tesalónica, donde los judíos los
persiguieron con más encono que en las demás ciudades. Partiéronse de allí para
Berea, cuyos habitantes les dieron buena acogida. Se convirtieron muchos al
Cristianismo, entre ellos algunas nobles damas griegas.
Noticiosos de esto los judíos de Tesalónica, acudieron allá alborotando
y amotinando al pueblo, por lo que Pablo dejó a Silas y Timoteo en Berea, como
ya había dejado a Lucas en Filipos, y se fué solo a Atenas. Habló en medio del
Areópago, convirtió a Dionisio el Areopagita, al que dejó como jefe y pastor de
la nueva cristiandad de Atenas. De aquí llegó hasta la voluptuosa ciudad de
Corinto, donde permaneció año y medio y bautizó a muchísimos gentiles. Volvió
finalmente a Antioquía, pasando por Éfeso, Cesarea y Jerusalén y con esto
terminó su segundo viaje apostólico, que fue el más fecundo en frutos, pero
también el más laborioso de todos los del apostolado de San Pablo.
Circunstancialmente nos lo refieren los Hechos de San Lucas (caps. 15-18).
Muy luego emprendió la tercera misión, cuya ruta y lugares donde predicó
fueron casi los mismos que en el segundo viaje. Recorrió la Galacia y la Frigia
y se detuvo en Éfeso, donde permaneció dos años (55-57), cogiendo copioso
fruto. Pero ciertos plateros, descontentos porque ya no vendían tantos
idolillos por la mucha gente que se convertía al cristianismo, levantaron gran
alboroto en la ciudad contra Pablo y sus compañeros, de suerte que se partieron
de allí para Macedonia y después para Grecia. Se detuvo tres meses en Corinto,
de donde volvió a Jerusalén para entregar a la Iglesia de dicha ciudad las
limosnas que con este fin había ido recogiendo en los lugares por donde pasaba.
Al pasar por Troas predicó hasta muy entrada la noche en una sala muy alta, y,
mientras predicaba Pablo, un mancebo que le escuchaba sentado en una ventana del
tercer piso, se durmió y cayó abajo, matándose con la caída. El Santo le resucitó
y prosiguió la plática hasta el amanecer.
Finalmente, se detuvo en las ciudades de Asón, Mitilene, Samos y Mileto de
donde se hizo a la vela para Ptolemaida (San Juan de Acre) y por Cesarea entró
en Jerusalén.
CUATRO AÑOS DE CAUTIVERIO
No bien hubo llegado a Jerusalén, los judíos
le prendieron en el mismo Templo y le arrastraron fuera gritando: “¡Muera!” Ciertamente
le hubiesen matado a no haber intervenido el tribuno romano, atraído por el
alboroto. Residía en la fortaleza o torre llamada Antonia, situada cerca del
templo, así que no tardó en llegar al lugar del motín, con los soldados y
centuriones. A duras penas logró prender a Pablo; no pudiendo averiguar lo
cierto a causa del alboroto, mandó que le condujesen a la fortaleza. Pablo
pidió licencia al tribuno para hablar a la muchedumbre que gritaba enfurecida
y, habiéndosela dado y poniéndose en pie sobre las gradas del edificio, arengó
en lengua hebrea a la multitud. Al principio le escucharon atentos y
silenciosos, pero de pronto prorrumpieron en horribles alaridos: «Quita del mundo a un tal hombre,
que no es justo que viva ». El tribuno no entendió palabra del discurso de
Pablo, y así se imaginó que los judíos gritaban con razón, y para descubrir la
causa de aquel alboroto mandó azotar y atormentar al detenido. Va que le hubieron
atado con las correas, dijo Pablo al centurión: « ¿Te
es lícito azotar a un ciudadano romano, y sin formarle causa?». Al oír el
centurión que Pablo era ciudadano romano corrió asustado a decírselo al
tribuno; éste, sobrecogido de espanto y temor, fue a ver a Pablo y le pidió que
olvidase aquel error involuntario. Y no sin motivo hizo todo esto con el santo
Apóstol, sino para evitar el grave peligro a que se exponía con azotarle, por
estar señalada pena de muerte contra el magistrado que mandase flagelar a un
ciudadano romano. Por otra parte, noticioso el tribuno de que los judíos tenían
armadas asechanzas para matar a Pablo, envió al valeroso preso a Cesarea, donde
residía el gobernador Félix, con una carta de su mano y lucida escolta de
soldados.
También ante el gobernador hubo nuevos y violentos debates entre Pablo y
sus acusadores. Félix conversaba a menudo con él. Dio largas al asunto, confiando
en que Pablo le daría dinero para conseguir la libertad, pero fue en balde. Al
cabo de dos años cayó en desgracia y fué destituido; le sucedió Porcio Festo,
el cual, para congraciarse con los judíos, quiso enviar a Pablo a Jerusalén,
alegando que allí sería visto y examinado más despacio aquel negocio. Pablo
sabía que sus adversarios querían matarle en el camino; por eso respondió a Festo:
«Apelo a César».
Con
esto no tenían ya aquellos jueces poder alguno contra el acusado, el cual, en
habiendo pronunciado esas palabras tenía ya derecho a ser llevado a Roma, para
que le juzgase el mismo emperador. « ¿A
César has apelado? Pues a César irás» — le dijo Festo— Pasados algunos días
le envió a Roma. El cautiverio de Pablo en Cesarea había
durado dos años.
La navegación fué desastrosa. San Lucas nos refiere maravillosamente los
incidentes del viaje en el libro de los Hechos (Capítulos 27 y 28). Naufragó la
nave junto a la isla de Malta, pero el equipaje y los pasajeros salieron salvos
a tierra, en aquellas costas que guardan devotamente el recuerdo de tan
conmovedor acontecimiento. Finalmente, Pablo llegó a Roma en la primavera del
año 61.
Por desgracia, nada más nos refieren los Hechos respecto de San Pablo. Esto
no obstante, sabemos que su cautiverio duró otros dos años, aunque muy
mitigado, puesto que «se le permitió estar por sí
en una casa con un soldado de guardia». En vez de encerrarle en la cárcel
común, le dejaron alquilar una casa; pero llevaba atada al brazo derecho una
cadena que por el otro extremo se solía atar al izquierdo del soldado que le
custodiaba. Con todo eso, esta medio libertad le permitía recibir a cuantos
iban a verle, salir y darse al ministerio apostólico con su acostumbrado celo.
Judíos y gentiles oyeron la predicación de Pablo y muchísimos se convirtieron,
aun en el pretorio y en el palacio del César. Por
entonces escribió San Pablo sus admirables epístolas a los Filipenses, Efesios
y Colosenses, a Filemón y a los Hebreos.
Pasados dos años, fué juzgado y absuelto por el tribunal de Nerón; y puesto
en libertad, vino a España. Según el padre García Villada, el hecho de la
predicación de San Pablo en nuestra Patria es históricamente cierto y hay
reminiscencias tradicionales de su estancia en Écija, en Tortosa y en algunas
ciudades más, sobre todo en Tarragona, que es la que ofrece mayores garantías. Ya no volvió a Roma, hasta que fué para ser martirizado.
Escribió San Pablo catorce
epístolas admirables. Parecen estar escritas casi todas ellas al
dictado de las circunstancias, ya para tratar materias particulares, destruir
errores o resolver dificultades, ya para confirmar a los fieles en las buenas
disposiciones que él sabía que tenían. Algunas de
ellas son especialmente doctrinales; otras, en cambio, morales. De estas
últimas, la epístola a Tito y las dos a Timoteo son llamadas pastorales porque
se encaminan a señalar las obligaciones de los pastores de almas.
En todas ellas se echa de ver el estilo enérgico, vivo y ardiente, junto
con una poderosa fuerza que arrastra, y arrebatos tan sublimes, tal riqueza de
ideas y variedad de sentimientos, que es cosa de maravillar. No parece cuidar
el estilo. De ordinario solía dictar sus cartas, y al leerlas se descubre que
el pensamiento se adelantaba a la pluma del escribiente. De aquí viene el
truncado sesgo de la frase que tanto disgustaba al orador Agustín antes de
convertirse. Hablando de estas epístolas, San Jerónimo dice: «Cuando leo los escritos del
apóstol San Pablo, me parece que oigo truenos y no palabras».
EL MARTIRIO
Después de su primer cautiverio, Pablo envió
a su compañero Timoteo a los Filipenses conforme se lo había prometido (Fil.
2, 19), y él mismo, en cuanto pudo, partió para el Asia Menor, pasando por Creta.
Como lo dice en sus epístolas, se detuvo en Colosas, Troas y Mileto, y pasó un
invierno en Nicópolis. De aquí partió para Éfeso, donde consagró obispo a
Timoteo, y siguió hasta Macedonia. Estando en este
viaje escribió su epístola a Tito y la primera a Timoteo. Estuvo también en
Corinto, donde halló a San Pedro, y juntos partieron para Roma; así lo asegura
San Dionisio, obispo de Corinto, cuyo testimonio trae el historiador Eusebio.
Por el tiempo en que llegaron a Roma los dos
Apóstoles habíase ya levantado la persecución de Nerón contra los cristianos. A
los pocos días fueron ambos detenidos y encerrados en la cárcel Mamertina. El
día 29 de junio del año 67 los sacaron de la cárcel para llevarlos a la muerte.
A San Pedro le crucificaron en el monte Vaticano, y a San Pablo, por ser
ciudadano romano, le degollaron en el frondoso valle de Las tres Fontanas.
Una ilustre matrona, llamada Lucina, tomó el cuerpo del Apóstol y lo enterró
en una heredad suya. Sobre este sepulcro edificó el
emperador Constantino la grandiosa basílica de San Pablo extra muros, que más
adelante ensancharon y embellecieron los emperadores Valentiniano, Teodosio y Honorio.
Probablemente en su segundo cautiverio
escribió San Pablo la segunda epístola a Timoteo. En ella parece pronosticarle
el Apóstol su próxima muerte, y le insta para que vaya a hacerle compañía. «Acercase ya el tiempo de mi
muerte — le dice—; combatido
he con valor; he concluido la carrera; he guardado la fe. Nada me queda sino
aguardar la corona de justicia que me está reservada... Date prisa para venir
presto a mí». Esta carrera del insigne
Apóstol —dice San Juan Crisóstomo— fué más gloriosa que la del mismo sol; aún
sigue derramando por todo el mundo la resplandeciente luz de su doctrina.
EL
SANTO DE CADA DIA
POR
EDELVIVES
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