Sujeta la Historia, como
todo lo humano, al choque y evolución de las ideas, se presentan en ella
ciertos desniveles repentinos que originan y dan carácter a las distintas
épocas. Cada una de estas, animada por un espíritu peculiar que actúa en
consonancia con la ideología ambiente, necesita, dentro del campo religioso,
una réplica adecuada. Y por eso, cuando aparece un punto de hostilidad frente a
la Iglesia, surgen los apologistas, como surgen incontables los mártires ante
la persecución; y las Órdenes monásticas cuando es preciso neutralizar el
desorden que acompaña al período guerrero; y los místicos de Asís en el punto
en que los reclama la moral para luchar contra la disolución y la indiferencia.
Precisamente en el año 1789, al tiempo que nacía en Francia
la trágica Revolución, vio la luz aquel Marcelino Champagnat que, andando el
tiempo, acudiría a remediar el daño social más grave que de la citada
convulsión derivara. Cuando en su orgullo se empeñaban los hombres en
reconstruir la colosal estatua de sus errores, se desprendía del monte cercano
la piedrecita que, golpeándolo en su base, haría bambolear el ciclópeo trabajo.
LA
FLOR DE UNA VIDA
Hijo de humilde hogar,
nació Marcelino en Rosey, pintoresca y diminuta aldea caída como un engarce en
las abruptas montañas francesas de Forez. Fueron sus padres gente sencilla y
temerosa de Dios, renombrada en el pueblo por su probidad y cristianas
costumbres. El padre, Juan Bautista Champagnat, al par que cuidaba la pequeña
propiedad casera, atendía a la administración del molino del lugar. La madre, María
Chirat, hacendosa y diligente ama de casa, se dedicaba por entero a los cuidados
domésticos y a la educación de los nueve hijos con que el Cielo los había
honrado.
La vida familiar transcurría
allí plácidamente, distribuida entre las ocupaciones de lo exterior y el
gobierno íntimo; entre los afanes del trabajo y las dulzuras hogareñas; con
absoluto respeto a las leyes divinas y a las buenas tradiciones familiares que
ayudaban a mantener viva la piedad. Se rezaba diariamente el Santo Rosario; se
leían aquellas Vidas de Santos que constituyeron el deleite espiritual de
nuestros mayores; y se hacía de la vida parroquial una como fuente de la
devoción y del fervor personal.
Así pudo Marcelino prepararse con exquisito
cuidado a la solemnidad de la Primera Comunión, acontecimiento que realizó a
los once años y del que sacó vigoroso impulso para su vida interior.
No poco tuvo que ver en
la decisiva orientación espiritual de Marcelino una tía suya, religiosa
expulsada del convento por la Revolución; porque ella, completando el trabajo
de la madre, volcó también su alma en la del pequeño hasta hacer arraigar en lo
más profundo del tierno corazón aquellas convicciones que un día le llevarían a
realizar su excelsa misión.
Ciertamente hubo de influir en el ánimo de
ambas un suceso portentoso que por varias veces observaron cuando aún estaba Marcelino
en los albores de su vida. Y fué que una fulgente llama, brotándole del pecho,
luego de permanecer largo rato sobre la cabeza del niño, revoloteaba sobre su
cuna y ascendía para, en seguida, desaparecer. Fenómeno misterioso que despertó
más de un dulce presagio en el corazón de las piadosas mujeres y de cuantos llegaron
a observarlo.
En tal ambiente de religión e intimidad,
transcurrieron fecundos los primeros años hasta que Juan Bautista tomó sobre sí
la tarea de preparar a su hijo para la vida iniciándole en los trajines del
propio oficio.
Marcelino se amoldó perfectamente a los
planes de su padre, pues juzgaba, como él, que en aquellas ocupaciones habría
de resolverse el enigma de su porvenir. No tardaron, uno y otro, en comprender, que eran muy
distintos los designios del Cielo.
UN RUMBO NUEVO
Soñaba Juan Bautista Champagnat con hacer
grandes cosas de aquel niño que tan despejado y dispuesto hallaba para sus
proyectos. Y soñaba Marcelino que la vida le abría hacia el futuro un determinado
horizonte lleno de esperanzas punto menos que realizadas ya. Creían ambos haber
dado con la solución exacta del problema: seguiría el hijo los rumbos en que le
precediera el padre. Tales eran los planes del hombre. El Señor, que todo lo
dispone y ordena a su mayor gloria y al bien de los elegidos, proyectaba muy distintamente.
Pasando por aquellos lugares un sacerdote a quien su
prelado enviaba en busca de aspirantes para el Seminario, se detuvo en casa de
los Champagnat. Cuando hubo expuesto al jefe de familia el motivo de su viaje y
obtenido de él la correspondiente autorización, inquirió entre los muchachos por
ver si alguno se orientaba hacia el sagrado ministerio. Las contestaciones fueron
tan respetuosas como terminantes: ni habían pensado nunca en estudiar latines
ni aspiraban en el presente a cambiar de estado.
Reiterada la pregunta al menor de todos,
Marcelino, se quedó el joven perplejo sin atinar a responder. Por primera vez
en la vida se encontraban sus ideales frente al problema de la verdadera e ignorada
vocación. Tal lo entendió asimismo aquel
piadoso sacerdote que hubo de decirle como inspirado por Dios: «Hijo mío, debes comenzar inmediatamente tus estudios, pues el
Señor te llama al Sacerdocio».
Comprendiendo Marcelino que el porvenir, al ofrecérsele desde
aquel aspecto nuevo e inesperado, echaba por tierra los cálculos de otros días
tan risueñamente acariciados por él y por su padre, pensó en lo doloroso que
iba a serle el romper con las viejas ilusiones para acudir a entregarse, lejos del
calor familiar, a la ardua tarea de los estudios.
Breve fué la lucha, sin embargo; junto a un
futuro halagador y fácil, se le ofrecía otro mucho más costoso y humanamente
menos prometedor. Marcelino quería, ante todo, seguir los deseos de Dios; y
optó por el segundo.
SACERDOTE Y FUNDADOR
Tuvo, en efecto, que luchar denodadamente
para poder mantenerse en la nueva trocha. Los primeros encuentros con los
libros, harto descorazonadores, y la incomprensión de algunos maestros, sobrado
fáciles en juzgar, parecieron querer doblegarle. Marcelino, que entreveía como una
lucecita alentadora la voluntad del Cielo, se mantuvo firme en su ideal y acudió
con fervorosísima esperanza a la oración. La Virgen Santísima, Madre bondadosa a cuyo amparo se
confiara ciegamente el día en que se sintió llamado al Sacerdocio, fué el
refugio ordinario de sus preocupaciones y zozobras; en Ella encontró, como
habría de encontrar siempre en la vida, aquella energía y aquella tenacidad que
sirven de pedestal al triunfo. Comprendió desde un principio que con tan
extraordinaria Abogada se le allanarían todos los tropiezos en la ruta de
ascenso hacia Dios. Y así sucedió, efectivamente, ya que no tardó en
recuperarse del tiempo perdido en los comienzos. Su piedad y su modestia
ocultaban a la admiración de los hombres un alma de temple robustísimo e indomable
que se había propuesto llegar a donde el Cielo quería, y a la que el Cielo se
adelantaba para desbrozarle el camino.
Cuando dio fin a sus estudios humanísticos,
ingresó en el Seminario Mayor de Lyón para completarlos con los de Teología.
Allí trabó conocimiento y amistad con dos jóvenes condiscípulos que andando el tiempo
darían mucha gloria a Dios: Juan María
Vianney — el
famoso «Cura de Ars» elevado años después al honor de los altares— y el
Venerable Juan Claudio Colín, fundador de la Sociedad de María.
Ayudado, pues, por la
divina gracia, llegó el Venerable Marcelino a las puertas mismas de la
ordenación sacerdotal, la cual se realizó el 22 de julio de 1816. Su primer
cuidado fué, entonces, acudir al santuario mariano de Fourvière para dar
rendidas gracias a la dulcísima Reina de sus pensamientos, a aquella Madre
amorosa a Quien él eligiera en el Seminario como confidente de sus penas y
aliento para sus trabajos.
Muy pocos días después de su ordenación, fué
designado como Coadjutor de la parroquia de La Valá, en el departamento del
Loira. Y apenas hubo llegado, se dedicó con afán a levantar el espíritu
religioso de sus feligreses.
El pueblo, pronto en
reconocer los tesoros de santidad y talento que encerraba aquel santo varón, se
prestó dócilmente a secundarlo en sus aspiraciones apostólicas. Y al tiempo que
se emprendía ardorosa campaña contra la rutina y la despreocupación, se atacó a
la inmoralidad, causante en la aldea de gravísimos daños. En este aspecto,
realizó nuestro santo una ingente labor, ya expurgando de libros malos los
hogares, ya desterrando bailes y modas indecentes.
La gran estima que los fieles sintieron
desde un principio por el buen Padre, trascendió muy pronto a las comarcas
vecinas hasta hacer que acudieran las gentes en gran número para escuchar sus
predicaciones.
Por otra parte, a todo se prestaba con
infatigable actividad sin que hubiera apuro ni trabajo extraños a su celo y sin
que influyeran en su ánimo los rigores del tiempo o las dificultades de los
caminos. Puede decirse que el día y la noche se daban la mano para no interrumpirle
en su santa ambición.
Una
vez, mientras prestaba asistencia religiosa a un jovencito que se moría sin
conocer las verdades fundamentales de la Religión, brotó incontenible de su alma
una idea que ya en el Seminario le preocupaba: fundar
una Congregación cuyos miembros, dedicados exclusivamente a la enseñanza, llevarían
a la juventud — base de la sociedad— aquellos principios constructivos indispensables
que le fueran arrebatados por la Revolución.
Sintió la nueva incitación con la misma fuerza con que
años antes, siendo niño, se había conmovido ante el llamamiento de Dios; y
comprendió que sólo dando cima a esta nueva inspiración de lo Alto se cumpliría
totalmente su vocación. Sin descuido, pues, de sus otros deberes, luego de
colocar la empresa bajo la advocación de María, se puso a trabajar de lleno en
ella.
Encontró en un joven
feligrés —Juan
María Granjón— disposiciones de talento y voluntad que le hicieron juzgarlo
muy a propósito para servir de sillar primero en su obra, y se dedicó con
ahinco a instruirle, prestándose de paso a darle dirección espiritual.
Pocos días después se le presentó
espontáneamente otro jovencito a quien animaba vivo deseo de seguir la vida religiosa. Expuso el santo sus
proyectos a Juan Bautista Audrás — que así se llamaba el muchacho— y le propuso participar en ellos. Convencido de
que tal era la voluntad del Señor, aceptó Audrás complacidísimo y se unió a Granjón.
Con sólo estos dos elementos y en una ruinosa casita comprada con el importe de
un préstamo, se iniciaba, el 2 de enero de 1817, el Instituto de los Hermanos
Maristas.
Nació la nueva Congregación con todos los honores de la
más extremada pobreza —cual cumplía a una obra de Dios—, pero nació
llevando en su espíritu una incalculable reserva de energías que la harían
imponerse muy pronto a las circunstancias. Y aunque se hicieron muy cuesta
arriba los comienzos, en nada se atenuó el espíritu apostólico del santo
Fundador, al cual no acoquinaban las opiniones de los hombres cuando se sentía
respaldado por Dios. Y fué maestro de novicios, profesor, director de
conciencia y pedagogo, sin que la multiplicidad de ocupaciones estorbara a sus
deberes parroquiales. Cosa era que pasmaba a sus contemporáneos, y que llamó la
atención de sus biógrafos, el ver con qué facilidad y extraordinario criterio contemplaba
y resolvía problemas referentes a materias tan dispares, a veces, entre sí. Hasta
cuando se trató de los duros trabajos de la construcción, supo entregarse como
un técnico y obrero más, sin que le estorbaran prejuicios ni comentarios.
A pesar de este despliegue exterior, mantuvo
incólume su vida íntima. Para ella reservaba largas horas del día y no pocas
más robadas al sueño. Precisamente de esta actividad espiritual, intensamente
vivida, sacaba el apostólico varón luces y fuerzas para toda su obra. Y gracias
a ella pudo inyectar en el naciente Instituto aquella vitalidad que, pocos años
más tarde, lo haría manifestarse al mundo con fecundidad y exuberancia
extraordinarias.
EN EL YUNQUE DE LAS PRUEBAS
No era suficiente con las pruebas pasivas de
la dificultad natural, las cuales, no obstante, hubieran desalentado a quien no
sintiera como el santo el premio de la Voluntad divina. No bastaban aquéllas;
era necesario, además, para que nada faltara en los planes del Cielo, el trabajo
de la oposición activa, humana ente razonada y calculadora.
Fué, en un principio, el combate contra la iniciativa en
sí misma por parte de algunos que la juzgaban innecesaria, inoportuna y hasta
contraproducente. Luego vino la negación de la ayuda material indispensable,
seguida por la maledicencia, piqueta demoledora de los grandes entusiasmos.
Como quiera que entretanto arreciaran los
aprietos económicos, el tesonero Fundador hubo de recogerse con los suyos en la
intimidad de la propia confianza y en la seguridad del apoyo de Dios. — « ¿Qué puede faltarnos —decía— si tenemos a nuestra disposición los tesoros inagotables de la Providencia? Aun cuando el mundo
entero se volcara contra nosotros, nada debemos temer, pues Dios está de
nuestra parte». E innúmeras veces acudió esa Providencia Divina en ayuda de su
siervo cuando ya en lo humano se habían desvanecido todas las esperanzas. Tal un día en que, llamado al locutorio, le
dijo el visitante que allí le aguardaba: — «Perdonadme, Padre, que os haya molestado;
pero me ha parecido oportuno traeros esta pequeña donación». Y, al decirlo, alargaba una bolsa con tres mil francos.
Precisamente en el momento en que el santo Fundador había sido interrumpido, estaba
en su habitación orando fervorosamente porque uno de los acreedores, a quien se
le debían dos mil, los reclamaba ineludiblemente para aquel mismo día; y no había
ni un céntimo en casa. Tan cierta y repetida fué esta ayuda del Cielo, que,
como lo afirmaba confidencialmente a un amigo, «jamás le faltó el dinero
necesario cuando tuvo absoluta necesidad de él».
No faltó quien, después de sembrar el
descontento entre sus discípulos, trató de indisponerlos en contra del santo a
fin de separarlos de él. Poco antes se había llevado hasta el palacio
arzobispal la malhadada y tendenciosa campaña de desprestigio.
Este continúo luchar contra los hombres y
las cosas, acabó por debilitar su salud hasta hacerle caer gravemente enfermo
en 1825. Pareció entonces que el edificio tan trabajosamente
levantado iba a derrumbarse. La escasez de recursos, la propaganda insidiosa y
el forzoso alejamiento del siervo de Dios influyeron en el ánimo general. Fué
la prueba decisiva. En cuanto pudo levantarse, hizo reunir a sus discípulos
para reiterarles la necesidad en que estaban de proseguir la obra del Señor. Tal vehemencia puso
en sus palabras, con tan grande entusiasmo y profundo amor supo llegarles al
corazón, que se comprometieron a continuar sin desmayo y a despecho de cuales quiera
contingencias que vinieran a oponérseles. Bien puede decirse que desde aquel
momento quedaba definida la línea de ascenso que ya la Congregación no volvería
a abandonar a lo largo de su historia. La humildad y la fe habían reñido cruel
batalla para salir finalmente triunfadoras. Fallidos los cálculos humanos, se afirmaba
en obras lo que era inspiración de Dios.
EL TRIUNFO DEL IDEAL. — ULTIMOS DÍAS
Mientras el santo Fundador se deshacía
victoriosamente de los obstáculos, su obra, admirada y exigida mucho más allá
de las fronteras regionales, comenzaba el período expansional sobre un círculo
cada vez más amplio. La Santísima Virgen
—aceptado el cargo de Primera Superiora con que la
designara su fidelísimo Siervo— había tomado sobre Sí la responsabilidad de
conducirla por derroteros de grandeza. Era indudable que el Cielo, sin
descuidarla en su desenvolvimiento, había querido apuntalarla con los
arbotantes de la persecución.
El ideal del Venerable Marcelino Champagnat, aquella
preocupación que sintiera como un segundo imperativo vocacional —su Instituto—, era ya
una realidad estupenda. El humilde
sacerdote de cuya iniciativa desconfiaban quienes presumían de discretos y
entendidos, había llevado a feliz término la obra que pareciera imposible.
Con todo, no descuidaba el Siervo de Dios el
propio interés espiritual. Había venido siguiendo, desde sus tiempos del
Seminario, la evolución de aquella Sociedad de María planeada por su
condiscípulo el Venerable Padre Colín, pues mantenía un ardiente deseo de
unirse definitivamente a ella y esperaba ocasión propicia para realizarlo. Y no bien el Sumo
Pontífice aprobó —en 1836—
las
Constituciones de dicha Sociedad, se apresuró el Venerable Marcelino a solicitar
del Padre Colín le admitiera a los votos religiosos. Una vez
satisfechos sus anhelos, como prueba de humildad y obediencia a su nuevo
Superior, le entregó el gobierno de los Hermanos. Profundamente emocionado por
tal acto de espontáneo renunciamiento, lo confirmó el Padre Colín en su cargo
con grande contentamiento y satisfacción de aquéllos, y le dio amplia libertad
para completar su misión.
La tenía él ya acabadamente organizada, por
lo que se entregó al mantenimiento del primitivo fervor, de la observancia
regular y del espíritu que habría de informar siempre al Instituto.
Su salud, no obstante, le aconsejaba hacía
tiempo buscarse un sucesor. Decidido a ello, procedió a llamar a los Hermanos a Capítulo.
Al recaer la elección en el Reverendo Hermano Francisco, quedó éste constituido
primer Superior General del Instituto, el 12 de octubre de 1839, día en que tomó
las riendas de manos del santo Fundador.
A principios del año siguiente, hallábase
éste quebrantadísimo en su vigoroso temperamento y tuvo, por el mes de marzo,
el primer grave ataque de su última enfermedad. No le impidió ello que, a pesar
de las instancias de cuantos le aconsejaban el reposo, siguiera asistiendo con
fervor y puntualidad admirables a los ejercicios religiosos de la Comunidad.
Todavía pudo mantenerse en la brecha —si bien a
costa de sufrimiento y dificultad terribles— hasta el 3
de mayo, en que celebró el Augusto Sacrificio de la Misa por última vez.
El día 11 del mismo mes, en presencia de toda la Comunidad,
recibió con fervor extraordinario el Sacramento de la Extremaunción seguido del
Santo Viático; y el día 18 dictó a los Hermanos su Testamento Espiritual, documento precioso que pregona a un tiempo las grandes
virtudes, la exquisita prudencia y el celo apostólico del santo.
Finalmente, en la mañana
del sábado 6 de junio —vigilia
de la fiesta de Pentecostés de 1840— a la edad de cincuenta y un años, entregaba
su alma a Dios aquel insigne varón que tanta gloria diera al Cielo. Eran entonces las cuatro y media de la mañana. La
Comunidad se hallaba reunida en la Capilla para el canto de la Salve, ejercicio
primero en el reglamento del Hermano Marista. No dejaba de ser simbólico que,
en el momento de apagarse la vida humana del Fundador, iniciaran su día
apostólico aquellos a quienes había transmitido el vivo anhelo que dio carácter
e impulso a esa vida.
GLORIFICACIÓN
Grande es la gloria que
para sus elegidos tiene el Señor reservada; inefable, en el decir del Apóstol,
que tuvo el honor y la altísima satisfacción de comprobarlo. A veces les
alcanza el triunfo aquí en la tierra, cuando Dios dispone, por medio de su
Iglesia, la exaltación de quienes se hacen acreedores a ello. Tal ocurre con el
Venerable Marcelino Champagnat, cuya Causa de Beatificación fué introducida en
Roma el 9 de agosto de 1896 y reconocida por la Iglesia, en julio de 1920, la
heroicidad de sus virtudes.
Aún falta un paso para el Decreto de
Beatificación. Los milagros atribuidos al Venerable son numerosísimos y del
estudio de ellos depende esta definición. Roguemos, pues, a la Divina Madre, y pidámosle con
ardientes súplicas quiera promover la gloria de aquel su fiel servidor, cuyo manto—ennoblecido
con la púrpura de muy numerosos Hermanos mártires— está
reclamando imperiosamente la aureola de los Beatos.
En 1920, el papa Benedicto XV proclamó
venerable a Marcelino.
En 1955, el papa Pío XII lo nombró beato.
El 18 de abril de 1999 fue canonizado en
Roma por Juan Pablo II.
EL SANTO DE CADA DIA
POR EDELVIVES
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