Cuando el sol de nuestro gran Siglo de Oro iluminaba al mundo con
los destellos de su Literatura y el imperio de sus armas, nuestra sacrosanta
Religión iba ganando terreno en los remotos países del Oriente infiel, merced a
la siembra fecunda de los misioneros que España enviaba al mundo entero, para
alumbrarlo con la fe y los reverberos de la Cruz.
Cierto día llegó a Manila un navío japonés que llevaba a
bordo un crecido número de cristianos, cuya primera diligencia, al desembarcar,
fué irse a la iglesia de los Padres Dominicos, establecidos en el país desde
principios del siglo XVII. A unas preguntas de los Padres, los visitantes
contestaron que venían del reino de Sat-Suma, abundante en cristianos, pero
carente de sacerdotes.
Ello excitó el celo de los misioneros, quienes
procedieron con la prudencia que el caso requería. El superior entregó una
carta al capitán del navío para que la hiciera llegar a manos del rey. En ella
ofrecía al monarca los servicios espirituales de su comunidad.
Al
año siguiente recibió contestación del príncipe, la cual, traducida a su letra,
del japonés, dice así:
«Tintionguen, rey de Sat-Suma escribe con
cuidado, diligencia y respeto a los Padres de Santo Domingo del reino de Luzón.
El año pasado, un navío mercante de mi reino fué al precioso reino de Luzón.
Los pasajeros suplicaron a los Padres que viniesen con ellos a mi reino, cosa
que entonces no hicieron. Ahora bien, tengo entendido que tratáis con mucha
honra a cuantos van allí de mis Estados. Eso se ha contado a mis súbditos que están
aquí, y de ello están contentísimos; os recibiré, pues, muy complacido. Venid
cuanto antes sin miedo de que os suceda nada malo. Os suplico que no deis al
olvido esta mi carta.
Año sexto de Keycho, a 22 del noveno mes.»
Nuevo campo de apostolado preparaba la Providencia
a los Padres Dominicos. No esperaron más; espontáneamente y de muy buen grado
se ofrecieron algunos religiosos; el padre Francisco de Morales fué a la cabeza de esta
pacífica expedición.
EN LA CORTE DEL REY DE SAT-SUMA
Francisco de Morales,
nacido en la capital de España, el año de 1567, ingresó, siendo jovencito, en
el convento de los Dominicos de Valladolid. Pasados algunos años tuvo la oportunidad
providencial de oír de labios del padre Miguel de Benavides, misionero de
Filipinas y más tarde obispo de Nueva Segovia y arzobispo de Manila, el relato
de los peligros que arrostraban los misioneros y de las conquistas y abundante
fruto de la misión.
Estos relatos ganaron el corazón del padre Morales, quien
se alistó como misionero y, en compañía de otros Padres dirigidos por el padre
Benavides, se embarcó en Cádiz en 1598.
En Manila enseñó Teología con notable fruto.
También se ocupó en el ministerio de la predicación. Los superiores, por la
confianza que en él tenían, le nombraron prior del convento de Santo Domingo.
El Capítulo provincial de 1602 le dio el cargo de definidor: entonces fué
cuando la abandonada Iglesia del Japón volvió los ojos a los misioneros de
Filipinas para pedir sacerdotes.
Llegó
el padre Morales al islote de Kosigi, del reino de Sat-Suma, por el mes de
junio, junto con los padres Tomás Fernández, Alfonso de Mena, Tomás del Espíritu
Santo y el hermano Juan Abadía. Los isleños les dieron buena acogida y los
alojaron en una pagoda; pensaban con eso honrarlos y darles gusto. El Señor permitió
las cosas de manera que sus siervos convirtiesen aquel templo, hasta entonces
consagrado a los ídolos, en santuario del Dios verdadero. Bendijeron aquel lugar,
levantaron un altar en el que pusieron una imagen de Nuestra Señora y
celebraron los divinos misterios. Primicias de su misión fueron algunos pasajeros
japoneses, compañeros de viaje, a quienes enseñaron lo doctrina de Cristo y
bautizaron en la pagoda convertida en capilla.
Aquellas gentes, por naturaleza muy curiosas,
observaban de cerca a los recién llegados. Cuanto en ellos veían les causaba
admiración: su vida ejemplarísima, el canto de Maitines a media noche,
su austeridad y pobreza, el incansable celo con que enseñaban la doctrina al
pueblo por medio de intérpretes.
Luego,
algunos embajadores del rey de Sat-Suma, con grande acompañamientos de soldados
y señores del reino, fueron a visitar a los misioneros para ofrecerles, en
nombre del soberano, magníficas cabalgaduras, en las que podrían viajar
cómodamente hasta la Corte. Los Padres agradecieron tan gran favor y
miramiento, pero cortésmente rehusaron el obsequio y prefirieron ir a pie. Tras
cuatro jornadas de viaje llegaron a la capital de la isla. En todas partes eran
recibidos con grandes honores y agasajos; necesitaron varios días para visitar
a los principales personajes de la ciudad y sus alrededores. Todos se
mostraban con ellos muy corteses y cariñosos, admirados de sus modales
sencillos y afables, sin que les sorprendiera lo más mínimo lo peregrino del
hábito religioso.
LABOR DE LOS MISIONEROS EN LA ISLA
Solamente los bonzos o sacerdotes de los ídolos se declararon, desde
el primer día, enemigos encarnizados de los misioneros, y juraron hacerlos expulsar
antes de mucho tiempo. No es que de buenas a primeras solicitasen del rey tan
radical determinación; pero con sus calumnias y malévolos informes, vinieron a
entibiarse las primeras disposiciones del monarca, tan favorables a los
misioneros, y así aplazó el darles licencia para edificar iglesias y predicar
en sus Estados.
No por eso se desalentaron Francisco de Morales y sus
compañeros, antes se recogieron en una humilde choza, y en ella vivieron como
en su convento, observando puntualmente la Regla. Se sustentaban de un poco de
arroz que les enviaba el rey. Movidos por el ejemplo de tan santa vida, los
hospederos pidieron el Bautismo y fueron bautizados pasadas unas semanas de catecumenado.
Entretanto, los
piadosos misioneros no cesaban de invocar a la Reina de los Ángeles,
quebrantadora de la cabeza de la infernal serpiente y vencedora de todas las
herejías. María oyó sus fervientes súplicas. Aquellos recién convertidos
empezaron a su vez a evangelizar la isla y propagaron por doquier la santidad y
virtudes de los nobles extranjeros que sólo pretendían salvar las almas.
De todas partes acudían las gentes para ver
a aquellos hombres de quienes tantas y tan buenas cosas se contaban. También la
reina y las damas de su Corte fueron a saludar a los misioneros; quisieron ver
la imagen de Nuestra Señora del Rosario y escucharon muy complacidas la
explicación de los artículos de nuestra santa fe. El rey, por su parte, volvió
atrás de sus malos propósitos y no hizo ya ningún caso de las calumnias de los
bonzos. Precisamente en ese
tiempo, uno de sus cortesanos, gravísimamente herido, cobró la salud en cuanto
le bautizaron. Por eso, a pesar de sus temores y vacilaciones, el príncipe dejó
al fin a los misioneros predicar libremente en toda la isla de Kosigi y
edificar en ella una capilla.
¡Cuántas estrecheces y privaciones debieron sufrir en
aquel pobre país, viviendo largo tiempo sólo de la caridad de los pescadores!
Finalmente, el rey de Sat-Suma, noticioso de
los apuros y angustias de los Padres, les ofreció las rentas de una extensa y
rica heredad; los religiosos, que preferían la pobreza de Cristo a la
opulencia, se mostraron muy agradecidos, pero rehusaron la real donación. Este
desinterés agradó sobremanera al rey pagano; pero quiso que a lo menos
aceptasen la ayuda de doce hombres que, viviendo a cuenta de palacio, se
encargarían de acompañarles a todos los lugares donde quisiesen predicar.
En breve lograron tener una casita en Quiodemari, ciudad
populosa de la isla; desde allí salían por los alrededores, a visitar a los
cristianos que los llamaban de otras poblaciones. Se multiplicaban para
servirlos; confesaban sin tregua, administraban la Comunión, instruían a los
catecúmenos, fortalecían la fe de los neófitos y consolaban a los moribundos. La princesa Isabel, estando a punto de morir, mandó
llamar a los padres Francisco de Morales, Alfonso de Mena y Tomás del Espíritu
Santo, y en su presencia hizo prometer al joven príncipe Jaime, su hijo, que permanecería
fiel a la religión cristiana. Jaime cumplió su promesa; incluso al sobrevenir
la persecución, ya que prefirió perder sus bienes antes que ser traidor a la fe
bautismal.
MALQUERENCIA DEL REY. — EMIGRACIÓN.
Llevaba ya seis años el padre Morales limpiando de
malezas el campo tan lleno de abrojos de Sat-Suma, cuando el demonio, por el
odio que le tenía, interpuso graves obstáculos en la apostólica labor de los misioneros.
El rey, abúlico e inconstante, se dejó al fin vencer de la influencia de los
bonzos, quienes le repetían sin cesar que la protección que daba a los cristianos
acabaría con el trono antes de mucho tiempo.
Este argumento impresionó vivamente al monarca,
quien de allí en adelante anduvo buscando medio de apartarlos de su reino.
Espiaba cautelosamente todas las acciones de los Padres para ver de
sorprenderlos en alguna cosa reprensible, y tener así ocasión de llevar a
efecto su designio de manera solapada y menos odiosa. Primero les dio a
entender que los llamó sin licencia del emperador del Japón, el cual un día u
otro le pediría cuenta de esta temeraria empresa, porque el edicto imperial no
toleraba el público ejercicio de la religión cristiana sino en tres o cuatro
ciudades.
Para dar al traste con su fútil pretexto, el
padre Morales fué a ver al emperador, de quien recibió buena acogida, sin oír
la menor queja ni protesta respecto a la obra de apostolado emprendida en el
reino de Sat-Suma. Esto equivalía a una aprobación tácita.
El rey de Sat-Suma, en
previsión de tal aprobación, antes de que regresara el padre Morales, prohibió
a sus súbditos, con amenaza de confiscación y destierro, que en adelante se
hiciesen cristianos, y a los antiguos seguidores de la religión de Cristo, que
continuasen practicando el culto.
Los Padres se dispersaron por la isla para
preparar los neófitos a la persecución que se veía ya llegar. Iban de casa en
casa alentando a los pusilánimes, adoctrinando a los ignorantes y exhortando a los
fieles a permanecer firmes hasta el martirio. La malquerencia del príncipe se
manifestó a las claras en otro edicto, por el cual condenaba a los misioneros a
quedar encerrados en su casa, con prohibición de salir de ella y de que nadie
les llevase alimento. El Señor proveyó al sustento de sus siervos por mediación
de un pobre leproso que les facilitaba cada día comida suficiente.
El bienaventurado padre Morales juzgó que el
mal no tenía remedio; vio además que de nada le servía la licencia dada por el
emperador de permanecer en aquel reino; por todo lo cual, interpretando al pie
de la letra lo del Evangelio que dice: «Si en una ciudad os persiguen, pasad a otra», se trasladó a Nagasaki junto con sus
compañeros y sus amados neófitos.
Se efectuó la salida a
fines de mayo del año 1609. Acompañaron al padre Morales casi todos los cristianos de
la isla, los cuales, antes que quedarse sin sacerdotes, preferían dejar todos
sus bienes y desterrarse voluntariamente, a pesar de ser el destierro más dolorosa
pena que la misma muerte para el corazón de un japonés. También llevó consigo
la iglesia que había edificado, pues estaba hecha de tablas y vigas fáciles de
desmontar. Trasladó, asimismo, las preciosas reliquias del bienaventurado León,
que fue el primer indígena que selló con su sangre la fe bautismal.
Los cristianos de Nagasaki acogieron a sus
hermanos perseguidos con caridad digna de verdaderos discípulos de Cristo, y
los padres Franciscanos recibieron a los misioneros como a sus propios
hermanos. Movidos de los ejemplos de virtud que admiraban en los religiosos,
los habitantes de Nagasaki les cedieron muy gustosos unos terrenos, donde
edificaron una iglesia con la advocación de Nuestra Señora del Rosario y de
Santo Domingo.
OBLIGADO EMBARQUE
El año de 1614, la persecución religiosa que hasta
entonces se había declarado sólo en algunos lugares aislados y con
intermitencias, vino a ser general. Por ser Nagasaki ciudad casi del todo
cristiana y refugio de todos los desterrados, peligraba más que ninguna otra.
Con todo, para no estorbar el comercio con
los portugueses católicos, las autoridades dejaron vivir en paz a los misioneros.
Con cinco o
seis meses de anticipación tuvieron ya noticia de que a las buenas o a las
malas, se obligaría a todos los sacerdotes católicos a salir del imperio, que
serían destruidas todas sus iglesias y atormentados cruelmente los cristianos
que no renunciasen a la fe. Sin embargo, los religiosos permanecieron en sus
conventos, cumpliendo con fidelidad su apostólico ministerio.
Estimulados
por los misioneros, los cristianos de Nagasaki formaron una piadosa Asociación,
que bien hubiera podido llamarse Cofradía de los Mártires: de antemano se
obligaban a padecer todos los tormentos y aun la misma muerte antes que
renunciar a Jesucristo. Llegaba
entretanto para los confesores de la fe la hora del supremo combate. Un decreto
imperial del 15 de agosto de 1614, mandaba a los sacerdotes católicos y a todos
los religiosos, que determinaran el navío en que habían de marchar cuanto antes
a los puertos de Manila o Macao. La orden volvió a promulgarse el día 13 de septiembre.
Los misioneros de Nagasaki, vigilados con malquerencia, no tuvieron más remedio que embarcarse en las naves que
los aguardaban. Hasta dos leguas dentro del mar fueron custodiados por los
soldados para impedir que los cristianos los volviesen a traer a la ciudad.
Pero, ¿qué puede la humana prudencia contra la
sabiduría de Dios? Apenas los soldados se hubieron vuelto
a Nagasaki, se acercaron unas cuantas barcas al navío donde iban los
religiosos, y muchos de ellos — la prudencia mandaba limitar su número— pasaron
a las barquichuelas y cautelosamente desembarcaron en las costas japonesas. Entre ellos se hallaba, y ¿cómo no?, el padre Morales, a quien acompañaba el padre
Tomás del Espíritu Santo. A haber tardado unos días más, no hubiesen podido
entrar en el Japón, porque el tirano mandó apostar guardas en todos los puertos
para impedir el desembarque de sacerdotes católicos.
¿Cómo referir la vida que
llevaron de allí adelante aquellos valerosos atletas? Siempre alerta, expuestos al hambre, sed, frío, cansancio y mil privaciones,
iban de choza en choza consolando a los cristianos, quienes sentían nuevos
alientos al ver que no estaban del todo abandonados.
TRAICIÓN, ARRESTO Y CARCEL
Por entonces, un compañero del Beato, el
padre Alfonso de Mena, fue traidoramente vendido por un desgraciado, y luego
preso y entregado al tirano Xogún-Sama. Al padre Morales le cupo la misma
suerte a los pocos días. El jefe de la
cuadrilla encargada de apresarle le pidió mil perdones, excusándose de tener
que cumplir tan dolorosa misión.
— Bienvenido seas, amigo —
le contestó el Padre—. ¡Guárdeme Dios de malquererte
por eso! Mi mayor gusto será verme encadenado por amor a Nuestro Señor
Jesucristo.
— Padre mío —repuso el soldado—, tengo mandado
llevarle maniatado y con la soga al cuello.
— Pues hazlo, amigo; es
la mayor honra que puedo recibir; sólo te pido que me dejes entrar unos
instantes en mi habitación.
Pocos minutos después salió revestido del hábito
religioso que no llevaba hacía cinco años. Los testigos de esta escena, al
verle tan sereno y resignado, se conmovieron hasta derramar lágrimas.
El
padre Morales fué a juntarse en la cárcel con Alfonso de Mena y otros confesores.
Mutuamente se edificaban con santas conversaciones y alentaban para el
martirio. Más, ¡ay!, este consuelo fué de corta duración para nuestro Beato: a
poco le trasladaron con el padre Alfonso a una isla del reino de Firando,
llamada Yuquinoshima.
Cuando
se acercaban ya a la costa, acudieron a recibirles todos los cristianos de la
isla, y tantas muestras de cariño y devoción les dieron a su llegada, que el
padre Morales escribía luego a Manila: «No creo que pueda un mortal
sentir nada semejante a lo que experimenté en el fondo de mi alma».
En Yuquinoshima, el
Beato Morales fué encerrado en una cárcel estrechísima, oscura, fétida y
malsana. Por todo sustento le daban un poco de arroz cocido en agua, sopa de
habas o de nabos y, a modo de extraordinario, un arenque salado. Cada día
celebraba Misa, y eso le daba alientos y fortaleza.
De la cárcel de Yuquinoshima fué trasladado
a la de Omura, más estrecha y rigurosa, si cabe. Era más que cárcel una caja a
modo de jaula expuesta a todos los vientos y a los abrasadores rayos del sol, a
las tormentas y nevadas. Los presos allí amontonados eran tantos que ni podían
acostarse para descansar y, como no mudaban de ropa, estaban llenos de miseria;
«Estos bichos que me
están comiendo toda la noche no saben lo que es dormir; son incontables, y
pronto no dejarán rastro de nuestros vestidos», debía el Beato Spínola con palabras que
eran eco de las del santo Job.
El
padre Morales padeció por espacio de más de dos años en aquel infecto calabozo.
Pero tan lejos estaba de quejarse de ello, que en una carta a los españoles de
Nagasaki les dice: «... Pido al Señor que no
me saque de esta cárcel, si no es para dar mi vida por su Santo Nombre; aunque
mi mayor deseo es que se cumpla en todo su divina voluntad. Si quisiere dar
oídos a mi personal inclinación, no cambiaría este lugar, que es para mí un
paraíso, por los más deliciosos lugares del mundo. Desde que puse los pies en
esta cárcel, me desposé con ella; la amo como a esposa... Cuando contemplo a
Jesucristo clavado en la cruz con tales dolores y tormentos, la cárcel se me
hace un paraíso de delicias.»
Aquel
calabozo vino a ser algo así como un convento regular: en él rezaban Maitines a media noche, el
Rosario y la Salve a hora determinada de la tarde; se ayunaba a pesar de las
obligadas privaciones de cada día y hasta algunos se daban la disciplina. Era
realmente casa de oración y escuela de virtud.
HORRIBLE MARTIRIO
El
siervo de Dios no salió de allí sino para ser trasladado a Nagasaki, donde fué
quemado vivo el 10 de septiembre de 1622. Al llegar al poste en que iban a atarle, el
padre Morales, a quien imitaron los veinticuatro compañeros de martirio, besó
amorosamente el leño del sacrificio.
Encendieron los verdugos la hoguera a cierta distancia
del poste al que el mártir estaba atado con tenues ligaduras: lo hacían así de
intento, para que el fuego le alcanzase y abrasase lentamente; si las llamas se
acercaban mucho al mártir, estaba mandado a los verdugos apagarlas o
contenerlas con largas horcas y encenderlas después. Por fin, el padre Morales
cayó al suelo tras varias horas de atrocísimos tormentos, durante los cuales no
cesó de rezar y exhortar a sus compañeros a permanecer firmes hasta el fin.
Su cuerpo y los de los otros mártires fueron
custodiados por un pelotón de soldados y, pasados tres días, los quemaron todos. Cogieron luego
las cenizas y la tierra empapada en la sangre de los mártires, y llenaron con
ella unos sacos que echaron al mar. Los cristianos, a pesar de todos sus
esfuerzos, no dieron con polvo ni rastro alguno de aquel grandioso holocausto.
Pero el Señor, que vela por las cenizas de sus Santos, manifestó con prodigios
la gloria de los mártires, pues varias veces vieron los paganos, con espanto,
brillar una luz resplandeciente sobre el lugar del suplicio.
La memoria del Beato
Francisco de Morales está unida a la del Beato Alfonso de Navarrete y a la de
otros muchos mártires del Japón, en el culto que la Iglesia permite darles el
día primero de junio de cada año.
EL
SANTO DE CADA DÍA
POR EDELVIVES
Muchas gracias por linda lectura soy amante de la vida de los santos. Podes enviarme más muchísimas gracias. Que mi señor salve mi alma.
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