LA RESPUESTA DE AMOR
“¿Simón, hijo de Juan; me amas?” He aquí el momento en que se escucha la respuesta
que el Hijo del Hombre exigía del pescador de Galilea. Pedro no teme la triple
interrogación del Señor. Desde aquella noche en que el gallo fué menos solícito
para cantar que el primero de los Apóstoles para renegar de su Maestro,
continuas lágrimas cavaron dos surcos en sus mejillas; ha luído el día en que
cesen estas lágrimas. Desde el patíbulo en que el humilde discípulo ha pedido
le claven cabeza abajo, su corazón generoso repite, por fin sin miedo, la protesta
que, desde la escena de las orillas del lago de Tiberíades, ha consumido silenciosamente
su vida: “¡Sí,
Señor, tú sabes que te amo!”.
EL AMOR, CARACTERÍSTICA DEL SACERDOCIO
NUEVO.
El amor es la característica que distingue el
sacerdocio de los tiempos nuevos del ministerio de la ley de servidumbre. El
sacerdote judío, impotente, temeroso, no sabía sino derramar sangre de victimas
simbólicas sobre un altar simbólico también. Jesús, Sacerdote y Víctima a la
vez, exige más de aquellos a quienes llama a participar de la prerrogativa que
le hace Pontífice eterno según el orden de Melquisedec “No os llamaré en adelante
siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su Señor; sino que os he llamado mis
amigos porque os he comunicado todo lo que he recibido del Padre. Como mi Padre
me ha amado, así os amo yo; permaneced en mi amor”.
Ahora bien, para el sacerdote admitido de esta manera a la unión con el
Pontífice eterno, el amor no es completo, si no se extiende a la humanidad rescatada
en el gran Sacrificio. Y nótese que para él es más estricta la obligación, común
a los cristianos, de amarse como miembros de una misma Cabeza; pues por su
sacerdocio se hace partícipe de la Cabeza, y con esta participación, la caridad
debe tener en él algo del carácter y grandeza del amor que esa Cabeza tiene a
sus miembros. Y ¿cuánto
mayor será, si, al poder que tiene de inmolar a Cristo mismo, y al deber que le
obliga a ofrecerse con él en el secreto de los Misterios, la plenitud del
Pontificado le añade la misión pública de dar a la Iglesia el apoyo que
necesita y la fecundidad que el Esposo celestial espera de ella? Entonces es cuando,
según la doctrina sostenida siempre por los Papas, por los Concilios y por los
Padres, el Espíritu Santo le adapta a su misión sublime, identificando
enteramente su amor con el del Esposo cuyas obligaciones asume y cuyos derechos
ejerce.
EL AMOR DE SAN PEDRO.
Al confiar a Simón hijo de Juan la humanidad redimida, el primer cuidado
del Hombre-Dios fué asegurarse de que sería fiel vicario de su amor;
de
que, habiendo recibido más que los otros, le
amaría más que todos; de que, siendo heredero del amor de Jesús para
los suyos que estaban en el mundo, los debía amar, como El, hasta el fin. Por
esto, la exaltación de Pedro a las cumbres de la Jerarquía sagrada, concuerda
en el Evangelio con el anuncio de su martirio siendo Sumo Pontífice,
tenía
que seguir hasta la cruz al
Jerarca supremo.
Ahora bien, la santidad de la criatura y, a la vez, la gloria de Dios Creador y
Salvador, tienen su completa realización en el
Sacrificio, que junta al pastor y al rebaño en un mismo holocausto.
Por este fin último de todo pontificado y de toda jerarquía, Pedro recorrió
toda la tierra, después de la Ascensión de Jesús. En Joppe, cuando estaba aún
al principio de sus correrías apostólicas, se apoderó de él un hambre
misteriosa: “Levántate,
Pedro; mata y come”, le dijo el Espíritu; y al mismo tiempo
una visión simbólica ponía ante sus ojos los animales de la tierra y las aves
del cielo. Eran los gentiles que debía reunir, en la mesa del banquete divino,
con los fieles de Israel. Vicario del Verbo, se haría participante de su
inmensa hambre; su caridad, como fuego devorador, se asimilaría los pueblos; y,
ejerciendo su título de jefe, llegaría un día en que, verdadera cabeza del
mundo, haría de esta humanidad, ofrecida como presa a su avidez, el cuerpo de
Cristo en su propia persona. Entonces, nuevo Isaac, o más bien verdadero
Cristo, verá levantarse delante de él la montaña en donde Dios mira,
esperando
el sacrificio.
EL MARTIRIO DE SAN PEDRO.
Miremos también nosotros, pues ha llegado a ser presente ese futuro, y,
como en el Viernes Santo, participamos en el desenlace que se anuncia.
Participación dichosa, toda triunfal: aquí, el deicida no mezcla su nota
lúgubre al homenaje del mundo, y el perfume de inmolación que ahora sube de la
tierra, no llena los cielos sino de suave alegría. Se diría que la tierra,
divinizada por la virtud de la hostia adorable del Calvario, se basta a sí
misma. Pedro,
simple hijo de Adán, y, con todo eso, verdadero Sumo Pontífice, avanza llevando
el mundo: su sacrificio va a completar el de Jesucristo, que le invistió con su
grandeza; la Iglesia, inseparable de su Cabeza visible, le reviste también con
su gloria. Por la virtud de esta nueva cruz que se levanta, Roma se hace hoy la
ciudad santa. Mientras Sión queda maldita por haber crucificado
un día a su Salvador, Roma podrá rechazar al Hombre-Dios, derramar su sangre en
sus mártires: ningún
crimen de Roma prevalecerá sobre el gran hecho que ahora se realiza; la cruz de
Pedro le ha traspasado todos los derechos de la de Jesús, dejando a los judíos
la maldición; ahora Roma es la verdadera Jerusalén.
EL MARTIRIO DE SAN PABLO.
Siendo tal la significación de este día, no es
de maravillar que el Señor la haya querido aumentar aún más, añadiendo el
martirio del Apóstol Pablo al sacrificio de Simón Pedro. Pablo, más que nadie, habla
prometido con sus predicaciones la
edificación del cuerpo de Cristo; si hoy la
Iglesia ha llegado a este completo desenvolvimiento que la permite ofrecerse en
su Cabeza como hostia de suavísimo olor, ¿quién mejor que él
merecía completar la oblación? Habiendo llegado la edad perfecta de la
Esposa, ha acabado también su obra. Inseparable de Pedro en los trabajos por la
fe y el amor, le acompaña del mismo modo en la muerte; los dos dejan a la
tierra alegrarse en las bodas divinas selladas con su sangre, y suben juntos a
la mansión eterna, donde se completa la unión.
VIDA DIVINA.
San Pedro después de Pentecostés organizó con los otros apóstoles la
Iglesia de Jerusalén, luego las de Samaria y Judea, y recibió en la Iglesia al
centurión Cornelio, el primer pagano convertido. Habiendo escapado milagrosamente
de la muerte que le tenía preparada el Rey Herodes Agripa, dejó Jerusalén y se
dirigió a Roma donde fundó, alrededor del año 42, la Iglesia que sería más
tarde el centro de la Catolicidad. Desde Roma emprendió varias excursiones apostólicas.
Hacia el año 50 se encuentra en Jerusalén para el concilio que decidió la
admisión de los gentiles en la Iglesia, sin obligarlos a las observancias de la
ley mosaica. Partió luego a Antioquía, al Ponto, Galacia, Capadocia, Bitinia, y
a la provincia de Asia. Un
incendio destruyó Roma hacia el año 64, y acusando Nerón a los cristianos de
tal catástrofe, los hizo encarcelar en masa. Muchos cientos, quizá millares,
fueron condenados a muerte con diversos tormentos: unos crucificados, otros
quemados vivos, otros fueron entregados a las bestias en el anfiteatro, otros
decapitados. San Pedro, encarcelado, según antigua tradición, en la cárcel Mamertina,
fué crucificado con la cabeza abajo en los jardines de Nerón, sobre la colina
del Vaticano, y allí mismo fué enterrado. No se conoce la fecha exacta de su
martirio: se debe colocar
entre el año 64 y el 67.
LA FIESTA DEL 29 DE JUNIO.
Después de las grandes solemnidades del año
Litúrgico y de la fiesta de San Juan Bautista, no hay otra más antigua y
universal en la Iglesia que la de los dos príncipes de los Apóstoles. Muy
pronto Roma celebró su triunfo en la fecha misma del 29 de Junio, que los viera
subir al cielo. Este uso prevaleció luego sobre el de algunos lugares, que habían
puesto la fiesta de los Apóstoles en los últimos días de Diciembre. Fué
ciertamente un hermoso pensamiento el hacer así de los padres del pueblo cristiano
el cortejo del Emmanuel, a su venida al mundo. Pero, como ya hemos visto, las
enseñanzas de este día tienen ellas solas, una importancia preponderante en la
economía del dogma cristiano; son el complemento de toda la obra del Hijo de
Dios; la cruz de Pedro da estabilidad a la Iglesia, y señala al espíritu de Dios
el centro inmovible de sus operaciones. Roma estuvo inspirada cuando,
reservando al discípulo amado el honor de velar por sus hermanos cerca del pesebre
del Niño Jesús, guardaba el solemne recuerdo de los príncipes del apostolado en
el día escogido por Dios para consumar sus trabajos y coronar juntamente con su
vida el ciclo de los misterios.
EL RECUERDO DE LOS DOCE APÓSTOLES.
Pero no debemos olvidar en tan gran día a los otros operarios del padre de
familia, que también regaron con sus sudores y su sangre todos los caminos del mundo,
para acelerar el triunfo y reunir a los convidados al festín de las bodas.
Gracias a ellos se predicó entonces definitivamente la ley de gracia por todas
las naciones, y la buena nueva resonó en todos los idiomas y en todos los
confines de la tierra. Por
eso, la fiesta de San Pedro, completada de un modo especial por el recuerdo de
su compañero de martirio, Pablo, fué considerada desde muy antiguo como la del
colegio entero de los Apóstoles. Se creyó antiguamente que no se podía separar
de su glorioso jefe a aquellos a quienes el Señor habla unido tan estrechamente
en la solidaridad de su obra común.
Sin embargo de eso, con el tiempo se fueron consagrando
sucesivamente fiestas a cada uno de ellos, y la del 29 de Junio quedó dedicada exclusivamente
a los dos príncipes cuyo martirio ilustró este día. Y muy pronto la Iglesia
romana, creyendo que no podía celebrarlos convenientemente a los dos en un
mismo día, dejó para el día siguiente el honrar más explícitamente al Doctor de
las naciones.
“AÑO LITURGICO”
DOM PROSPERO
GUÉRANGER
Abad de Solesmes.
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