sábado, 23 de junio de 2018

SAN JOSE CAFASSO, PRESBÍTERO (1811 - 1860) —23 de junio.




Entre los diversos aspectos que presenta la vida de este apóstol de Turín, consideraremos especialmente su apostolado de caridad con los desgraciados, los presos y los condenados a muerte. Es su fisonomía espiritual y, por entenderlo así, hasta en los mármoles de su tumba ha sido representado San José Cafasso rodeado de encarcelados que le presentan sus manos cargadas de cadenas. Es que detrás de la envoltura material de los cuerpos veía las almas por las cuales se desvelaba, como lo hacía su compatriota San Juan Bosco. 
   José Cafasso vino al mundo el 15 de enero de 1811 en Castelnuovo de Asti, en la diócesis de Turín. Sus padres eran piadosos y honrados. El cuerpo del niño era enteco, enclenque y algo jorobado; pero su alma era bella; su inteligencia, clara; su piedad, encendida. Siendo aún pequeñito, su mayor placer era ayudar a misa, y lo hacía con tal asiduidad y tan gran devoción, que todos le conocían con el nombre de il Santino, el Santito.
   Desde la infancia se distinguía —dice San Juan Bosco— por su gran amor al retiro e irresistible inclinación a las obras de caridad. Se industriaba de mil maneras para poder dar limosnas; se privaba de toda diversión agradable; renunciaba aún a las cosas más necesarias en favor de los indigentes, a los que amaba ya de todo corazón. A veces hacía de predicador juntando en un sitio determinado algunos parientes y amigos suyos para hablarle de Dios, distinguiéndose estos sermones improvisados por su amable piedad y por la unción conmovedora que en los mismos se transparentaba.
   Estudió Retórica y Filosofía en la ciudad de Chieri, donde fué considerado como un nuevo Luis Gonzaga por su recogimiento, por su piedad y, principalmente, por su pureza angelical. Ya desde entonces se manifestaban las virtudes de mansedumbre y sencillez que más tarde habían de caracterizar su apostolado.



PRIMEROS AÑOS DE APOSTOLADO


   En 1826 se despojó de los vestidos mundanos y cubrió su cuerpo con las bayetas estudiantiles, ingresando en el seminario de Chieri, donde en poco tiempo llegó a ser el modelo de sus compañeros, los cuales tenían tal concepto de la santidad de José, que, aunque con notoria impropiedad, solían decir: «José Cafasso no ha contraído el pecado original». Investido del cargo de prefecto, que le daba cierto ascendiente y le confería alguna autoridad sobre sus compañeros, cumplió su cometido con tacto, celo y humildad admirables. Del seminario de Chieri pasó al de Castelnuovo, para acabar sus estudios con el párroco de dicha población.
   El día 21 de septiembre de 1833 vio colmados sus más ardientes deseos al ser elevado al sacerdocio. Una vez ordenado fué a vivir a Turín para prepararse, con estudios complementarios, al sagrado ministerio de las almas por el que sentía irresistible atractivo.
   Ya en aquel tiempo existía en Turín una especie de seminario Superior, el «Convictorio eclesiástico», en el cual los sacerdotes recién ordenados de la provincia de Turín suelen pasar uno o varios años para perfeccionarse, mediante ejercicios prácticos, en la Teología Moral antes de consagrarse de lleno a los ejercicios de su ministerio. Esta institución, obra del canónigo Guala, data de los primeros años de reorganización religiosa, moral y social que siguió a la caída del imperio napoleónico: estaba destinado sobre todo a precaver al clero joven contra novedades filosóficas y teológicas que a la sazón se extendían por Italia y otras partes de Europa.
   Conducido por las manos de la divina Providencia, José Cafasso llamó a la puerta del Convictorio eclesiástico, que entonces se hallaba junto a la iglesia de San Francisco de Asís y que más tarde fué trasladado a las dependencias de la Consolata, en donde se halla actualmente. El fundador mismo de la institución le recibió con toda afabilidad, el día 28 de enero de 1834.
   Tres años de constantes estudios y de continuada oración prepararon a Cafasso, no sólo a las pruebas de un examen brillantísimo para las licencias de confesión, sino que le hicieron muy competente, tanto que el canónigo Guala le escogió para coadjutor suyo en la enseñanza. Nombrado viceprefecto de las conferencias morales, tomó posesión de esta cátedra en 1837, divulgándose muy pronto por toda la diócesis de Turín que un sacerdote sabio y santo ocupaba la cátedra de moral.
   Por espacio de veintidós años, ya como coadjutor del canónigo Guala, ya como sustituto, ya finalmente como sucesor suyo, José Cafasso no cesó, en sus conferencias morales, de combatir al jansenismo y al regalismo; ayudado del socorro de lo alto, lo hizo con tanta energía que, al morir, había conquistado los laureles de una victoria completa.
   Si con su doctrina supo atraerse la admiración de sus mismos adversarios, con su bondad, mansedumbre de carácter y santidad de vida supo ganarse los corazones. Su palabra persuasiva y reposada logró poner fin, como por arte de encantamiento, a la ojeriza que existía entre los partidarios de las diversas escuelas; y así se vio cómo los profesores rigoristas, al ver el abandono en que los dejaban sus alumnos, se adhirieron al criterio ortodoxo de Cafasso cuyas conferencias escuchaban con creciente interés e íntima satisfacción y provecho, pues admitieron al fin sin reserva sus doctrinas.


RECTOR  DEL CONVICTORIO

   A la muerte de Guala, acaecida en 1848, José Cafasso fué elegido rector del Convictorio y de la iglesia de San Francisco de Asís. Se portó con sus alumnos más como padre que como superior, infundiéndoles el espíritu de piedad y de celo que él poseía en tan alto grado.
   El virtuoso rector predicaba más con el ejemplo que con la palabra: para acudir a los ejercicios de comunidad era siempre el primero y para recibir los honores, el último. Nunca fué posible saber las horas en que daba comienzo o terminaba su breve descanso; lo cierto es que, cuando los estudiantes se reunían para rezar las oraciones de la mañana, el rector ya estaba en la capilla y había celebrado el Santo Sacrificio de la Misa. Cumplía escrupulosamente los ejercicios y observancias que prescribían los reglamentos de la Venerable Orden Tercera Franciscana, de la que era miembro; en el refectorio se sentaba en el primer puesto libre que encontraba, y guardaba una abstinencia tan rigurosa, que rayaba en lo heroico: al mediodía tomaba un poco de sopa y un plato que nada tenía de suculento ni abundante; su cena se fué reduciendo gradualmente a un plato de sopa, luego a algunos bocados de pan con medio vaso de vino para ayudar al trabajo de la digestión y, finalmente, a un ayuno completo.
   Por muchas que fueran sus ocupaciones y trabajos apostólicos, nunca faltó al Rosario que se rezaba en común. Era realmente admirable el fervor con que inculcaba en sus discípulos las prácticas de devoción, tales como el Rosario, la frecuencia de Sacramentos y demás ejercicios piadosos que entonces se veían tan menospreciados por los secuaces del jansenismo. Uno de los temas favoritos de sus enseñanzas era el tesoro de las indulgencias, sobre cuyo valor y eficacia todavía adoctrinaba estando en el lecho de su muerte. Destruía una por una las falsas interpretaciones de los textos bíblicos, tan buscadas y apreciadas por los rigoristas para infundir terror; pronunciaba con tal piedad la palabra «cielo» que fluía constantemente de sus labios, que las almas fuertes se sentían excitadas a obrar el bien, y las débiles, fortalecidas. El pensamiento del cielo era aguijón que le impulsaba a sacrificarse sin descanso y con alegría, sin dejarse abatir por las contrariedades y tribulaciones que ponían trabas al ejercicio de su celo: «Trabajemos, trabajemos ahora, ya descansaremos en el cielo; un rincón de paraíso todo lo suaviza y adereza»; éste era su optimismo cristiano.



ESPÍRITU DE SAN JOSÉ CAFASSO


   Cuanto tuvieron ocasión de tratar a los sacerdotes de la provincia eclesiástica de Turín al final del siglo XIX y principios del actual quedaron admirados de su celo, de su piedad, de su ciencia teológica y del cariño que a las ceremonias litúrgicas y a las solemnidades religiosas demostraban.
   Parecía que todo el esfuerzo de su alma convergía en un sólo punto: ser únicamente hombres de iglesia. Nada más cierto: con frecuencia se veían sacerdotes venerables encanecidos en el servicio de Dios ejerciendo las funciones de acólitos y turiferarios, o desempeñando el cargo de maestro de ceremonias.
   Es indudable que este espíritu del clero de Turín es debido en gran parte a su maestro José Cafasso que daba ejemplo constante, ayudando él mismo al sacerdote durante el Santo Sacrificio y logrando con sus ejemplos y exhortaciones que sus discípulos tuviesen por grande cualquier servicio prestado al Rey de los reyes.
   Tenía Cafasso un gran espíritu de celo y de caridad. Los actos de su vida nos lo demuestran evidentemente; aquí nos limitaremos a señalar la gran parte que tuvo en la fundación de las magnas empresas de caridad, legítimo orgullo de la populosa Turín que con justicia se gloria de encerrar en su seno valiosas e inmensas fundaciones donde se cumplen a la perfección las obras de misericordia. La Piccola Casa (casita) de la Providencia fundada por San José Benito Cottolengo y que es un milagro permanente de la Providencia que cuida de sus hijos y de la caridad de los hombre para con sus hermanos menesterosos, podría hablar elocuentemente de la repetidas larguezas de San José Cafasso. También el Oratorio salesiano de San Juan Bosco fué sostenido por las limosnas de Cafasso, de tal manera que, si el fundador de los Salesianos tuvo valor para continuar hasta el fin su obra, fué debido en gran parte a que Cafasso, su confesor y director, no cesó un solo momento de animarle y ayudarle a proseguir su labor, a pesar de las muchas dificultades y pruebas terribles que tuvo que soportar.
   Poseía un espíritu de mansedumbre y bondad similar al de San Francisco de Sales. En el confesonario tenía la precaución de no importunar al penitente inquiriendo pormenores meticulosos que turban más que enseñan.
   «Prefiero —decía— pecar por defecto que por exceso en asunto tan delicado. »
   Este espíritu suyo lo inculcaba a los alumnos del Convictorio. Cada año terminaban los estudios un promedio de cuarenta sacerdotes, que penetrados del espíritu de su superior, lo irradiaban con apostólico celo por las vastas y fértiles llanuras del Piamonte, llevando la semilla de la gracia divina doquiera se les destinaba y depositándola en los pueblos que les eran confiados. Cuando más tarde se introdujo el proceso de beatificación de Cafasso, todos los testigos confesaron unánimes que la virtud predominante del siervo de Dios era «la confianza en Dios».
   Además de las luchas contra las máximas jansenistas, se confió a nuestro biografiado otra delicada misión que en aquellos tiempos de rebelión del liberalismo contra Roma era de gran- trascendencia: la de reducir las almas, principalmente las sacerdotales, a entera obediencia y adhesión filial al Jefe supremo de la Iglesia. En el cumplimiento de esta misión predicaba siempre la misma idea, que luego fué repetida por todo el clero del Piamonte: «Quien quiera estar con Dios, debe estar con el Papa.»



EL APÓSTOL


   José Cafasso no sólo fué maestro y director, sino principalmente apóstol. Se pasaba casi toda la mañana en el confesonario, pues era rarísimo el día que lo dejaba antes de las diez. Sólo Dios conoce el bien inmenso que desde el santo tribunal obraba: sacerdotes, nobles, burgueses, gente del campo, todos acudían a él para recibir consejo, dirección, fuerza y asistencia espiritual.
   El mismo arzobispo de Turín Monseñor Fransini, le consideraba como su mejor consejero, y cuando, obedeciendo órdenes del gobierno piamontés tuvo que abandonar su diócesis y salir para el destierro, recomendó a su vicario general que se condujera en todo siguiendo los consejos de José Cafasso.
   Para salir airosos en los negocios de su administración, difícil por las circunstancias de los tiempos, gran número de obispos le fueron a consultar también, y la mayoría de los personajes de la capital de la archidiócesis le daban el nombre de Padre. La marquesa de Barolo, tan célebre por sus inmensas caridades como por la hospitalidad que dio a Silvio Péllico, se dirigía a Cafasso como a un guía experimentado. Ya hemos visto cómo San Juan Bosco recibió inyecciones de entusiasmo, en medio de sus dificultades, de parte de su colega del Convictorio; pero no es esto sólo, pues el mismo Cafasso fué quien, inspirado por Dios, hizo conocer a dicho Santo —a quien sirvió en el altar el día en que celebró su primera Misa, el domingo de la Trinidad del año 1841— la vocación a que estaba llamado; después no cesó de dirigirle y animarle a perseverar, ya con sus consejos, ya con sus larguezas. No es de extrañar, pues, que el insigne bienhechor de la juventud y de la clase obrera atribuyese a su consejero el fruto de sus altas empresas: con frecuencia repetía: «Si algo bueno he hecho, al reverendo José Cafasso lo debo». Si la nobleza de Turín pudo mantener incólume el honor del catolicismo es debido a que contó siempre con este director tan experimentado para aconsejarse y dirigirse.



AMIGO DE LOS ENFERMOS Y DE LOS PRESOS


   El celo apostólico de Cafasso era como un fuego que todo lo consumía; no contento con los estrechos límites de la iglesia y del Convictorio de San Francisco de Asís, buscó más dilatado horizonte y se extendió muy pronto por toda la ciudad: sus diarias visitas a los enfermos dulcificaban sus padecimientos; alejaba de ellos el temor de la muerte y muchas veces llegaba hasta infundirles deseo de morir, haciendo penetrar en su alma un rayo de la esperanza celestial de que se hallaba poseído tanto su espíritu como su palabra. Cuando la conversión de un enfermo parecía desesperada bastaba acudir a Cafasso y se podía tener la seguridad de que el demonio seria vencido. Lejos de solicitar recursos, a veces los rehusaba, suplicando a las personas caritativas que los distribuyeran ellas mismas. Sin embargo, los pobres le asaltaban tanto en su casa como en la calle y, con frecuencia, él mismo subía a las buhardillas para dejar en manos de los necesitados el alivio de sus limosnas.
   El campo privilegiado que más frecuentemente recibió la lluvia benéfica de sus sudores y de su caridad fueron las cárceles. Se hizo miembro de los Cofrades de la Misericordia para ejercer su apostolado con los presos, especialmente con los condenados a muerte, y le cupo el consuelo de que sobre sesenta y ocho asistidos por él en el trance del último suplicio, ni uno solo murió impenitente. Le parecía tan meritoria la aceptación voluntaria de la muerte, que obtuvo de Roma una indulgencia plenaria que puede ganarse de antemano para esta hora, concedida al rezo de una fórmula de aceptación de la muerte; este favor, que al principio se restringió a un número limitado de personas, la extendió Pío X a todos los fieles del universo.
   Cuando algún desgraciado era condenado a muerte, José Cafasso reivindicaba para sí el privilegio de asistirle, y lograba siempre excitar en el alma del pecador sentimientos de arrepentimiento, de resignación y, a veces, hasta de alegría, presentándole el paraíso que pronto se le abriría por la fuerza de la humillación y del dolor que precedían al suplicio. El verdugo mismo decía: «Con don José Cafasso al lado, la muerte ya no es muerte, sino triunfo.»




PREDICADOR Y HOMBRE DE ORACIÓN


   Además de las obras de caridad ya indicadas, Cafasso se entregó a la obra de los ejercicios espirituales para el clero. A ellos concurrían todos los sacerdotes de la diócesis y aun de las otras sufragáneas y salían santamente renovados por las palabras conmovedoras y abrasadas del celoso director. Pero no sólo los sacerdotes se aprestaban a oírle sino también los seglares: patricios, nobles, oficiales y jóvenes de las Universidades, acudían presurosos a oír sus fervorosas pláticas.
   ¿De dónde provenía la eficacia de su palabra? Indudablemente de su estudio profundo, de su gran experiencia de las almas, pero principalmente de su virtud. No sólo creía las verdades que predicaba sino que tenía de ellas una persuasión profunda; las amaba, y en ellas se deleitaba. Este ardor con que abrasaba las almas, le venía de las largas meditaciones que hacía al pie del tabernáculo. Durante el día multiplicaba las visitas al Santísimo Sacramento. Su recogimiento y compostura durante la oración eran admirables; en su rostro se notaba algo de celestial y angélico que hacía exclamar a su coadjutor, que luego fué sucesor suyo: «Sin duda ninguna que nuestro estimado rector ha recibido el don de la contemplación.»
   Era tan ardiente el deseo que tenía de acumular méritos para el cielo que todos los trabajos y sacrificios que se imponía en bien de las almas le parecían pocos; quería ganar más aún, y por esto se disciplinaba con frecuencia y ceñía sus lomos con cilicio



MUERTE Y CULTO


   En la rueda veloz de los tiempos apareció el año de gracia 1860, esperado por José Cafasso y saludado por él como el más hermoso de su vida, pues por revelación divina supo que este año debía ser el último de su vida inmortal. Por lo cual y, a pesar de hallarse en la plenitud de sus fuerzas, tuvo que rescindir el compromiso que tenía adquirido de predicar en varios lugares; desde entonces multiplicó sus oraciones y su amor al retiro se acrecentó mediante su unión con Dios. Por fin, se despidió de sus penitentes, a muchos de los cuales manifestó el motivo de su proceder.
   Acometido por la enfermedad, aunque no sorprendido por ella, abandonó el confesonario para caer sobre el lecho del dolor el 11 de junio por la mañana.
   Este lecho será el lugar de su agonía y sus lienzos serán el blanco sudario que envolverá sus despojos cuando su espíritu, libre ya de las ataduras corporales, vuele a recibir la palma de los escogidos que Dios tiene preparada para los que le sirven. Su glorioso tránsito tuvo lugar el 23 del mismo mes.
   En su testamento. José Cafasso escribe estas líneas de tan extraordinaria humildad: «Muero, y muero satisfecho al pensar que por mi muerte habrá en la tierra un sacerdote indigno menos, y que otro más celoso y fervoroso suplirá mi frialdad y reparará mis faltas. Cuando haya descendido a la tumba, ruego al Señor que haga desaparecer mi memoria de la tierra, y acepte, en expiación de mis pecados, cuanto en el mundo se diga contra mí».
   Pero esta súplica no debía ser escuchada por la Providencia. Sus funerales fueron un verdadero triunfo. Fué inhumado en la basílica de la Consolata, en la cripta contigua al altar de Nuestra Señora de los Dolores: la piedad de los fieles cubrió su tumba de flores y coronas. La población entera acudió al lugar de su sepultura, no para tributarle el sufragio de sus plegarias, sino para pedir su protección.
   El proceso del Ordinario comenzó el 9 de junio de 1899, siendo introducida su causa de beatificación el 15 de mayo de 1906; el decreto sobre la heroicidad de sus virtudes se promulgó el 27 de febrero de 1921; Pío XI le proclamó Beato el 3 de mayo de 1925, concediendo su oficio a la diócesis de Turín, y Pío XII le canonizó el 22 de junio de 1947.
   Pidamos a San José Cafasso interceda ante Dios para que dé a la Iglesia muchos santos sacerdotes que le den a conocer y amar entrañablemente.


EL SANTO DE CADA DIA
POR
EDELVIVES

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